Desde este blog se pretende facilitar el aprendizaje de la predicación y la oración personal. Todos los que tratamos a Dios podemos aprender y mejorar, usando este blog, nuestra amistad con el Señor.
¡Enamórate de la obra más sorprendente de la autora de Antes de diciembre!
Alice nunca ha salido al mundo.
Su cena es a las nueve en punto, su sueño dura exactamente ocho horas,...
¡Enamórate de la obra más sorprendente de la autora de Antes de diciembre!
Alice nunca ha salido al mundo.
Su cena es a las nueve en punto, su sueño dura exactamente ocho
horas, jamás tiene una sola arruga en la ropa, parpadea 86400 veces al
día, respira 30000 veces al día, solo habla cuando le preguntan, jamás
ha levantado la voz y, lo más importante, jamás se ha preguntado qué
pasaría si todo cambiara.
Pero, ¿y si eso ocurriera?
En un mundo donde la libertad está controlada, ¿hasta dónde serías capaz de llegar para recuperarla?
¿Hasta dónde serías capaz de llegar para sobrevivir?
Más sobre
Marcús, Joana
Joana Marcús (Mallorca, 2000).
Actualmente estudia Psicología y vive con su familia en un pequeño
pueblo de la isla. Se inició como escritora en Wattpad, donde sus
novelas han obtenido diversos reconocimientos y premios.
Aunque esté en el paro con
frecuencia, Etienne (Kad Meran) es un entrañable actor que dirige un
taller de teatro en un centro penitenciario. Allí reúne a un grupo
insólito de internos para representar la famosa obra de Samuel Beckett
'Esperando a Godot'. Cuando consigue la autorización para realizar una
gira fuera de la cárcel con su pintoresca troupe de actores, a Etienne
se le presenta finalmente la ocasión de prosperar. (FILMAFFINITY)
Premios
2020: Premios del Cine Europeo: Mejor comedia europea
2020: Festival de Valladolid - Seminci: Sección Oficial
El Papa ha comenzado un nuevo ciclo de catequesis sobre el sentido y el valor de la vejez
Catequesis del Santo Padre en español
Texto completo de la catequesis del Santo Padre traducida al español
Hemos terminado las catequesis sobre San
José. Hoy empezamos una tanda de catequesis que busca inspiración en la
Palabra de Dios sobre el sentido y el valor de la vejez.
Haremos una reflexión sobre la vejez. Desde hace unos decenios, esa edad
de la vida afecta a un auténtico y propio “nuevo pueblo” que son los
ancianos. Nunca hemos sido tan numerosos en la historia humana. El
riesgo de ser descartados es aún más frecuente: nunca tan numerosos como
ahora, y nunca el riesgo como ahora de ser descartados. Los ancianos
son vistos a menudo como “un peso”. En la dramática primera fase de la
pandemia fueron ellos los que pagaron el precio más alto. Ya eran la
parte más débil y olvidada: no los mirábamos demasiado como vivos, y ni
siquiera los hemos visto morir. He encontrado también una Carta por los
derechos de los ancianos y los deberes de la comunidad: esto lo editaron
los gobiernos, no los editó la Iglesia, es una cosa laica: es buena, es
interesante, para conocer que los ancianos tienen derechos. Vendrá bien
leerlo.
Junto a las migraciones, la vejez se
encuentra entre los temas más urgentes que la familia humana está
llamada a enfrentar en este momento. No es solo un cambio cuantitativo;
está en juego la unidad de las edades de la vida: es decir, el
verdadero punto de referencia para la comprensión y aprecio de la vida
humana en su totalidad. Nos preguntamos: ¿hay amistad, hay alianza entre
las distintas edades de la vida o prima la separación y el rechazo?
Todos vivimos en un presente donde
conviven niños, jóvenes, adultos y ancianos. Pero la proporción ha
cambiado: la longevidad se ha masificado y, en amplias regiones del
mundo, la niñez se distribuye en pequeñas dosis. También hemos hablado
del invierno demográfico. Un desequilibrio que tiene muchas
consecuencias. La cultura dominante tiene como modelo único al adulto
joven, es decir, un individuo hecho a sí mismo que permanece siempre
joven. Pero, ¿es cierto que la juventud contiene todo el sentido de la
vida, mientras que la vejez representa simplemente su vaciamiento y
pérdida? ¿Es eso cierto? ¿Solo la juventud tiene el sentido pleno de la
vida, y la vejez es el vaciamiento de la vida, la pérdida de la vida? La
exaltación de la juventud como única edad digna de encarnar el ideal
humano, combinada con el desprecio de la vejez vista como fragilidad,
degradación o invalidez, fue la marca dominante de los totalitarismos
del siglo XX. ¿Hemos olvidado esto?
El alargamiento de la vida tiene un
impacto estructural en la historia de los individuos, las familias y las
sociedades. Pero debemos preguntarnos: ¿su calidad espiritual y su
sentido comunitario son objeto de pensamiento y de amor coherentes con
este hecho? ¿Quizás los ancianos deben disculparse por su obstinación en
sobrevivir a costa de los demás? ¿O pueden ser honrados por los dones
que conducen al sentido de la vida de todos? De hecho, en la
representación del sentido de la vida −y precisamente en las llamadas
culturas “desarrolladas”− la vejez tiene poca incidencia. ¿Por qué?
Porque se considera una edad que no tiene contenidos especiales que
ofrecer, ni significados propios que vivir. Además, falta el estímulo de
la gente para buscarlos, y falta la educación de la comunidad para
reconocerlos. En definitiva, para una edad que ahora es parte decisiva
del espacio comunitario y se extiende a un tercio de toda la vida, hay
−a veces− planes de asistencia, pero no proyectos de existencia. Planes
de asistencia, sí; pero no proyectos para hacerlos vivir plenamente. Y
esto es un vacío de pensamiento, imaginación, creatividad. Bajo este
pensamiento, lo que crea el vacío es que los ancianos son material de
descarte: en esta cultura del descarte, los ancianos entran como
material de desecho.
La juventud es bellísima, pero la eterna
juventud es una alucinación muy peligrosa. Ser viejo es tan importante
−y hermoso−, tan importante como ser joven. Recordémoslo. La alianza
entre generaciones, que restaura al humano todas las edades de la vida,
es nuestro don perdido y debemos recuperarlo. Hay que buscarlo en esta
cultura del descarte y en esta cultura de la productividad
La Palabra de Dios tiene mucho que decir acerca de esa alianza. Hace poco escuchamos la profecía de Joel: “Tus ancianos tendrán sueños, tus jóvenes tendrán visiones”
(3,1). Se puede interpretar así: cuando los ancianos resisten al
Espíritu, enterrando sus sueños en el pasado, los jóvenes ya no son
capaces de ver las cosas que hay que hacer para abrir el futuro. En
cambio, cuando los mayores comunican sus sueños, los jóvenes ven lo que
tienen que hacer. A los jóvenes que ya no se cuestionan los sueños de
los viejos, apuntando con la cabeza gacha a visiones que no van más allá
de sus narices, les costará llevar su presente y soportar su futuro. Si
los abuelos vuelven a caer en su tristeza, los jóvenes se aferrarán aún
más a sus teléfonos móviles. La pantalla puede incluso permanecer
encendida, pero la vida se apaga prematuramente. ¿La consecuencia más
grave de la pandemia no está precisamente en la pérdida de los más
jóvenes? Los viejos tienen recursos de vida ya vividos a los que pueden
recurrir en cualquier momento. ¿Nos quedaremos mirando a los jóvenes que
pierden su visión o los acompañaremos caldeando sus sueños? Ante los
sueños de los viejos, ¿qué harán los jóvenes?
La sabiduría del largo camino que
acompaña a la vejez hasta su partida debe ser vivida como ofrecimiento
del sentido de la vida, no consumida como la inercia de su
supervivencia. La vejez, si no se le devuelve la dignidad de una vida
humanamente digna, está destinada a encerrarse en un abatimiento que
quita el amor a todos. Este desafío de la humanidad y de la civilización
requiere nuestro compromiso y la ayuda de Dios, pidámoslo al Espíritu
Santo. Con estas catequesis sobre la vejez quisiera animar a todos a
invertir pensamientos y afectos en los dones que ella trae consigo y
para las otras edades de la vida. La vejez es un regalo para todas las
edades de la vida. Es un don de madurez, de sabiduría. La Palabra de
Dios nos ayudará a discernir el sentido y el valor de la vejez; que el
Espíritu Santo también nos conceda los sueños y visiones que
necesitamos. Y me gustaría recalcar, como escuchamos en la profecía de
Joel, al principio, que lo importante no es sólo que el anciano ocupe el
lugar de sabiduría que tiene, de historia vivida en la sociedad, sino
que también haya un coloquio, que hable con los jóvenes. Los jóvenes
tienen que hablar con los mayores y los mayores con los jóvenes. Y este
puente será la transmisión de la sabiduría en la humanidad.
Espero que estas reflexiones sean de
utilidad para todos nosotros, para llevar adelante esta realidad que
dijo el profeta Joel, que en el diálogo entre jóvenes y mayores, los
mayores pueden dar sueños y los jóvenes pueden recibirlos y llevarlos
adelante. No olvidemos que tanto en la cultura familiar como en la
social los ancianos son como las raíces del árbol: allí tienen toda la
historia, y los jóvenes son como las flores y los frutos. Si no llega el
jugo, si no llega ese “goteo” −por así decirlo− desde las raíces, nunca
podrán florecer. No olvidemos a aquel poeta del que tantas veces he
citado: “lo que el árbol tiene de florido vive de lo que tiene sepultado”
(Francisco Luis Bernárdez). Todo lo bello de una sociedad está
relacionado con las raíces de los ancianos. Por eso, en estas catequesis
quisiera que se destacara la figura del anciano, para entender bien que
los ancianos no son un desecho: son una bendición para una sociedad.
Saludos
Me alegra saludar a los peregrinos provenientes de los países francófonos,
en particular a la Escuela Lacordaire de Marsella y a los peregrinos de
la diócesis de Lyon. Invocando al Espíritu Santo sobre las familias,
animo a cada uno a discernir el sentido y el valor de la vejez y acoger
con gratitud a los ancianos, para recibir su testimonio de sabiduría,
necesario a las jóvenes generaciones. ¡A todos mi Bendición!
Saludo a los peregrinos de lengua inglesa
presentes en la Audiencia de hoy, especialmente a los provenientes de
Inglaterra, Irlanda y Estados Unidos de América. Sobre todos vosotros y
vuestras familias invoco la alegría y la paz de nuestro Señor
Jesucristo. ¡Dios os bendiga!
Saludo de corazón a los peregrinos de lengua alemana.
Espero que pueda crecer un trato más familiar entre los jóvenes y los
ancianos para hacer más humana toda la sociedad. Que el Espíritu Santo
os acompañe a vosotros y a vuestras familias.
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española.
Que la Palabra de Dios nos ayude a discernir el valor de la vejez, y
que el Espíritu Santo conceda a cada uno de nosotros los sueños y las
visiones que necesitamos para que nuestra vida tenga un profundo sentido
cristiano. Dios los bendiga. Muchas gracias.
Queridísimos fieles de lengua portuguesa,
¡bienvenidos! Al saludaros, os invito a haceros peregrinos en espíritu a
la Catedra del Apóstol Pedro y con él encontrar al Señor Jesús que dice
a todos: ¡Sígueme! Recordemos que seguirlo significa salir de nosotros
mismos y ofrecer la vida por todos: de modo especial dedicar tiempo al
abuelo, a la abuela, a los ancianos. ¡Sobre todos vosotros y vuestras
familias invoco la alegría y la paz del Señor!
Saludo a los fieles de lengua árabe.
Cuando los ancianos y los jóvenes se unen, los ancianos sueñan, sueñan
un futuro para los jóvenes; y los jóvenes pueden recoger esos sueños y
profetizar, llevarlos adelante. Pidamos al Espíritu Santo que nos
conceda los sueños y visiones que necesitamos para construir un mundo
mejor.
Saludo cordialmente a los peregrinos polacos
y en particular a los estudiantes aquí presentes. Queridos hermanos y
hermanas, al empezar el ciclo de reflexiones sobre el sentido y el valor
de la vejez, os animo a todos, sobre todo a los jóvenes, a invertir
pensamientos y afectos en los dones que ella trae consigo, y a demostrar
cada día respeto y amor a vuestros abuelos, padres y a todas las
personas en edad avanzada, para aprender de ellos la sabiduría de la
vida y crear juntos un futuro feliz. ¡Dios os bendiga!
Dirijo una cordial bienvenida a los peregrinos de lengua italiana.
En particular, saludo a la comunidad de los ítalo-albaneses de Roma, a
la Liga nacional a los aficionados de fútbol cinco, y a los fieles de
Castellabate.
Mi pensamiento va finalmente, como de costumbre, a los ancianos, enfermos, jóvenes y recién casados.
Hoy celebramos la memoria litúrgica de San Policarpo, discípulo de los
Apóstoles y Obispo de Esmirna. Que su fidelidad a Cristo, hasta el
martirio, suscite en cada uno el deseo de seguir al divino Maestro
cooperando generosamente en su obra de reconciliación y de paz. ¡A todos
mi bendición!
Llamamiento
Tengo un gran dolor en el corazón por el
empeoramiento de la situación en Ucrania. A pesar de los esfuerzos
diplomáticos de las últimas semanas se están abriendo escenarios cada
vez más alarmantes. Como yo, tanta gente, en todo el mundo, está
sintiendo angustia y preocupación. Una vez más la paz de todos está
amenazada por intereses partidistas. Quisiera apelar a cuantos tienen
responsabilidades políticas, para que hagan un serio examen de
conciencia ante Dios, que es Dios de la paz y no de la guerra; que es
Padre de todos, no solo de algunos, que nos quiere hermanos y no
enemigos. Pido a todas las partes involucradas que se abstengan de toda
acción que provoque aún más sufrimiento a las poblaciones,
desestabilizando la convivencia entre las naciones y desacreditando el
derecho internacional.
Y ahora quisiera apelar a todos,
creyentes y no creyentes. Jesús nos enseñó que a la insensatez diabólica
de la violencia se responde con las armas de Dios, con la oración y el
ayuno. Invito a todos a hacer del próximo 2 de marzo, miércoles de
ceniza, una Jornada de ayuno por la paz. Animo de modo especial
a los creyentes para que en ese día se dediquen intensamente a la
oración y al ayuno. Que la Reina de la paz preserve el mundo de la
locura de la guerra.
«Les
dijo también una parábola: —¿Acaso puede un ciego guiar a otro ciego?
¿No caerán los dos en el hoyo? No está el discípulo por encima del
maestro; todo aquél que esté bien instruido podrá ser como su maestro.»
¿Por qué te fijas en la mota del ojo de tu hermano y no reparas en la
viga que hay en tu propio ojo? ¿Cómo puedes decir a tu hermano:
«Hermano, deja que saque la mota que hay en tu ojo», no viendo tú mismo
la viga que hay en el tuyo? Hipócrita: saca primero la viga de tu ojo, y
entonces verás con claridad cómo sacar la mota del ojo de tu hermano.»
Porque no hay árbol bueno que dé fruto malo, ni tampoco árbol malo que
dé buen fruto. Pues cada árbol se conoce por su fruto; no se recogen
higos de los espinos, ni se vendimian uvas del zarzal. El hombre bueno
del buen tesoro de su corazón saca lo bueno, y el malo de su mal saca lo
malo: porque de la abundancia del corazón habla su boca..» (Lucas 6, 39-45)
I. Nos enseña San Pablo en la Segunda lectura de la
Misa que cuando el cuerpo resucitado y glorioso se revista de
inmortalidad, la muerte será definitivamente vencida. Entonces podremos
preguntar: ¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está, muerte, tu
aguijón? Pues el aguijón de la muerte es el pecado... Fue el pecado
quien introdujo la muerte en el mundo. Cuando Dios creó al hombre, junto
con los dones sobrenaturales de la gracia le otorgó también otros dones
que perfeccionaban la naturaleza en su mismo orden. Entre ellos
figuraba el de la inmortalidad corporal, que nuestros primeros padres
debían transmitir con la vida a su descendencia. El pecado de origen
llevó consigo la pérdida de la amistad con Dios y de este don de la
inmortalidad. La muerte, estipendio y paga del pecado, entró en un mundo
que había sido concebido para la vida. La Revelación nos enseña que
Dios no hizo la muerte ni se goza en la pérdida de los vivientes. Pero,
con el pecado, la muerte llegó para todos: «lo mismo muere el justo y
el impío, el bueno y el malo, el limpio y el sucio, el que ofrece
sacrificios y el que no. La misma suerte corre el bueno y el que peca.
El que jura, lo mismo que el que teme el juramento. De igual modo se
reducen a pavesas y a cenizas hombres y animales». Todo lo material se
acabará: cada cosa a su hora. El mundo corpóreo y cuanto existe en él
está abocado a un fin. También nosotros. Con la muerte, el hombre
pierde todo lo que tuvo en la vida. Como al rico de la parábola, el
Señor dirá al que sólo ha pensado en sí mismo, en su bienestar y
comodidad: ¡Insensato!... ¿De quién será cuanto has acumulado?. Cada uno
llevará consigo, solamente, el mérito de sus buenas obras y el débito
de sus pecados. Bienaventurados los muertos que mueren en el Señor. Ya
desde ahora dice el Espíritu que descansen de sus trabajos, puesto que
sus obras los acompañan. Con la muerte termina la posibilidad de merecer
para la vida eterna, según advertía el Señor: luego viene la noche,
cuando nadie puede trabajar. Con la muerte, la voluntad se fija en el
bien o en el mal para siempre; queda en la amistad con Dios o en el
rechazo de su misericordia por toda la eternidad. La meditación de
nuestro final en este mundo nos mueve a reaccionar ante la tibieza, ante
la posible desgana en las cosas de Dios, ante el apegamiento a las
cosas de aquí abajo, que bien pronto hemos de dejar; nos ayuda a
santificar el trabajo y a comprender que esta vida es un tiempo, corto,
para merecer. Recordamos hoy que somos barro que perece, pero también
sabemos que hemos sido creados para la eternidad, que el alma no muere
jamás y que nuestros propios cuerpos resucitarán gloriosos un día para
unirse de nuevo al alma. Y esto nos llena de alegría y de paz y nos
mueve a vivir como hijos de Dios en el mundo.
II. Con la Resurrección de Cristo, la muerte ha sido
vencida: ya no tiene esclavizado al hombre; es éste quien la tiene bajo
su dominio. Y esta soberanía la alcanzamos en la medida en que estamos
unidos a Aquel posee las llaves de la muerte. La auténtica muerte la
constituye el pecado, que es la tremenda separación -el alma separada de
Dios-, junto a la cual la otra separación, la del cuerpo y el alma, es
menos importante y, además, provisional. Quien cree en mí -dice el
Señor-, aunque muera vivirá, y todo el que vive y cree en mí no morirá
jamás. «En Cristo, la muerte ha perdido su poder, le ha sido arrebatado
su aguijón, la muerte ha sido derrotada. Esta verdad de nuestra fe puede
parecer paradójica cuando a nuestro alrededor vemos todavía hombres
afligidos por la certeza de la muerte y confundidos por el tormento del
dolor. Ciertamente, el dolor y la muerte desconciertan al espíritu
humano y siguen siendo un enigma para aquellos que no creen en Dios,
pero por la fe sabemos que serán vencidos, que la victoria se ha logrado
ya en la muerte y resurrección de Jesucristo, nuestro Redentor». El
materialismo, en sus diversos planteamientos a lo largo de los tiempos,
al negar la subsistencia del alma después de la muerte, trata de calmar
el ansia de eternidad que Dios ha puesto en el corazón humano,
aquietando las conciencias con el consuelo de pervivir a través de las
obras que se hayan dejado, y en el recuerdo y el afecto de los que aún
viven en el mundo. Es bueno que quienes vengan detrás nos recuerden,
pero el Señor nos enseña más: No temáis a los que matan el cuerpo, y no
pueden matar el alma: temed más bien al que puede arrojar alma y cuerpo
en el infierno. Éste es el santo temor de Dios, que tanto nos puede
ayudar en ocasiones a alejarnos del pecado. Para toda criatura, la
muerte es un trance difícil, pero después de la Redención obrada por
Cristo, ese momento tiene una significación completamente distinta. Ya
no es sólo el duro tributo que todo hombre ha de pagar por el pecado
como justa pena por la culpa; es, sobre todo, la culminación de la
entrega en manos de nuestro Redentor, el tránsito de este mundo al
Padre; el paso a una vida nueva de eterna felicidad. Si somos fieles a
Cristo, podremos decir con el Salmista: aunque haya de pasar por un
valle tenebroso, no temo mal alguno, porque Tú estás conmigo. Esta
serenidad y optimismo ante el momento final nacen de la firme esperanza
en Jesucristo, que quiso asumir íntegramente la naturaleza humana, con
sus flaquezas, a excepción del pecado, para destruir por su muerte al
que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo, y librar a
aquellos que por el temor de la muerte andaban sujetos a servidumbre.
Por eso enseña San Agustín que «nuestra herencia es la muerte de
Cristo»: por ella podemos alcanzar la Vida. La incertidumbre de
nuestro fin debe empujarnos a confiar en la misericordia divina y a ser
muy fieles a la vocación recibida, gastando nuestra vida en servicio de
Dios y de la Iglesia allí donde estemos. Siempre debemos tener presente,
y de modo particular cuando llegue ese momento último, que el Señor es
un buen Padre, lleno de ternura por sus hijos. ¡Es nuestro Padre Dios
quien nos dará la bienvenida! ¡Es Cristo quien nos dice: Ven, bendito de
mi Padre...! La amistad con Jesucristo, el sentido cristiano de la
vida, el sabernos hijos de Dios, nos permitirán ver y aceptar la muerte
con serenidad: será el encuentro de un hijo con su Padre, a quien ha
procurado servir a lo largo de esta vida. Aunque haya de pasar por un
valle tenebroso, no temo mal alguno, porque Tú estás conmigo.
III. La Iglesia recomienda la meditación de los
Novísimos, pues de su consideración podemos sacar muchos frutos. El
pensamiento de la brevedad de la vida no nos aleja de los asuntos que el
Señor ha puesto en nuestras manos: familia, trabajo, aficiones
nobles... Nos ayuda a estar desprendidos de los bienes, a situarlos en
el lugar que les corresponde, y a santificar todas las realidades
terrenas, con las que hemos de ganarnos el Cielo. Cuando muera un amigo,
un familiar, una persona querida, puede ser un momento oportuno, entre
otros, para llevar a nuestra consideración estas verdades ineludibles. El
Señor se presentará quizá cuando menos lo pensemos: vendrá como ladrón
en la noche, y debe hallarnos dispuestos, vigilantes, desprendidos de lo
terreno. Aferrarse a las cosas de aquí abajo cuando hemos de dejarlas
tan pronto sería un grave error. Hemos de caminar con los pies en la
tierra, estamos en medio del mundo y a eso nos llama la vocación de
cristianos, pero sin olvidar que somos caminantes que tienen la vista en
Cristo y en su Reino, que será lo definitivo. Debemos vivir todos los
días con la conciencia de ser peregrinos que se dirigen -muy deprisa-
hacia el encuentro de Dios. Cada mañana damos un paso más hacia Él, cada
tarde nos encontramos más cerca. Por eso viviremos como si el Señor
fuera a llamarnos enseguida. La incertidumbre en que quiso dejar el
Señor el fin de nuestra vida terrena nos ayuda a vivir cada jornada como
si fuera la última, preparados siempre y dispuestos a «cambiar de
casa». De todas formas, ese día «no puede estar muy lejos»; cualquier
día puede ser el último. Hoy han muerto miles de personas en
circunstancias diversísimas; posiblemente, muchas jamás imaginaron que
ya no tendrían más tiempo para merecer. Cada día nuestro es una hoja
en blanco en la que podemos escribir maravillas o llenarla de errores y
manchas. Y no sabemos cuántas páginas faltan para el final del libro,
que un día verá nuestro Señor. La amistad con Jesucristo, el amor a
nuestra Madre María, el sentido cristiano con que nos hemos empeñado en
vivir la existencia, nos permitirán ver con serenidad nuestro encuentro
definitivo con Dios. San José, abogado de la buena muerte, que tuvo a su
lado la dulce compañía de Jesús y María a la hora de su tránsito de
este mundo, nos enseñará a preparar día a día ese encuentro inefable con
nuestro Padre Dios. San Pablo se despide de los primeros cristianos
de Corinto con estas palabras consoladoras con las que termina la
Primera lectura. Podemos considerarlas nosotros como dirigidas a cada
uno en particular: Por tanto, amados hermanos míos, manteneos firmes,
inconmovibles, progresando siempre en la obra del Señor, sabiendo que
vuestro trabajo no es en vano en el Señor. Madre nuestra -acudimos, para
terminar nuestra oración, a la Virgen Santísima-, alcánzanos de tu Hijo
la gracia de tener siempre presente la meta del Cielo en todos nuestros
quehaceres: trabajar con empeño, con la mirada puesta en la eternidad:
Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores ahora y en la
hora de nuestra muerte. Amén.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal
Homilía de Fernández Carvajal en "Hablar con Dios" Tomo III
-Victoria sobre la muerte
-La muerte para el insensato
-La muerte para el creyente
Nos enseña San Pablo en la Segunda
lectura de la Misa que cuando el cuerpo resucitado y glorioso se revista
de inmortalidad, la muerte será definitivamente vencida. Entonces
podremos preguntar: ¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está,
muerte, tu aguijón? Pues el aguijón de la muerte es el pecado...Fue el
pecado quien introdujo la muerte en el mundo. Cuando Dios creó al
hombre, junto con los dones sobrenaturales de la gracia le otorgó
también otros dones que perfeccionaban la naturaleza en su mismo orden.
Entre ellos figuraba el de la inmortalidad temporal, que nuestros
primeros padres debían transmitir con la vida a su descendencia. El
pecado de origen llevó consigo la pérdida de la amistad con Dios y de
este modo de la inmortalidad. La muerte, estipendio y paga del pecado,
entró en un mundo que había sido concebido para la vida. La Revelación
nos enseña que Dios no hizo la muerte ni se goza en la pérdida de los
vivientes (Sab 1,13-14).
Pero (San Jerónimo, Epístola
39,3) con el pecado, la muerte llegó para todos: «lo mismo muere el
justo y el impío, el bueno y el malo, el limpio y el sucio, el que
ofrece sacrificios y el que no. La misma suerte corre el bueno y el que
peca. El que jura, lo mismo que el que teme el juramento. De igual modo
se reducen a pavesas y a cenizas hombres y animales». Todo lo material
se acabará: cada cosa a su hora.
Con la muerte el hombre
pierde todo lo que tuvo en la vida. Como al rico de la parábola, el
Señor nos dirá al que sólo ha pensado en sí mismo, en su bienestar y
comodidad: ¡Insensato!...¿De quién será cuanto has acumulado. Cada uno
llevará consigo, solamente el mérito de sus buenas obras y el débito de
sus pecados. (Apoc 14,13) «Bienaventurados los muertos que mueren en el
Señor. Ya desde ahora dice el Espíritu que descansen de sus trabajos,
puesto que sus obras los acompañan». Con la muerte termina la
posibilidad de merecer para la vida eterna, según advertía el Señor: (Jn
9,4) «luego viene la noche, cuando nadie puede trabajar». Con la
muerte, la voluntad se fija en el bien o en el mal para siempre; queda
en la amistad con Dios o en el rechazo de su misericordia para toda la
eternidad.
La meditación de nuestro
final en este mundo nos mueve a reaccionar ante la tibieza, ante la
posible desgana de las cosas de Dios, ante el apegamiento a las cosas de
aquí abajo, que bien pronto hemos de dejar; nos ayuda a santificar el
trabajo y a comprender que esta vida es un tiempo, corto, para merecer.
Recordamos hoy como somos de
barro que perece, pero también sabemos que hemos sido creados para la
eternidad, que el alma no muere jamás y que nuestros propios cuerpos
resucitarán gloriosos un día para unirse de nuevo al alma. Y esto nos
llena de alegría y de paz y nos mueve a vivir como hijos de Dios en el
mundo.
Con la Resurrección de
Cristo, la muerte ha sido vencida: ya no tiene esclavizado al hombre; es
éste quien la tiene bajo su dominio. Y esta soberanía la alcanzamos en
la medida que estamos unidos a Aquel que posee las llaves de la muerte
(Apoc 1,18). La auténtica muerte la constituye el pecado, que es la
tremenda separación -el alma se separa de Dios-, junto a la cual la otra
separación, la del cuerpo y el alma, es menos importante y, además,
provisional. "Quien cree en mí -dice el Señor-, aunque muera vivirá, y
todo el que vive y cree en mí no morirá jamás" (Jn 11,25-26). (Juan
Pablo, Homilía II 16-2-1981) «En Cristo la muerte ha perdido su poder,
le ha sido arrebatado su aguijón, la muerte ha sido derrotada. Esta
verdad de nuestra fe puede parecer paradójica cuando a nuestro alrededor
vemos todavía hombres afligidos por la certeza de la muerte y
confundidos por el tormento del dolor. Ciertamente, el dolor y la muerte
desconciertan al espíritu humano y siguen siendo un enigma para
aquellos que no creen en Dios, pero por la fe sabemos que serán
vencidos, que la victoria se ha logrado ya en la muerte y resurrección
de Jesucristo, nuestro Redentor».
El materialismo, en sus
diversos planteamientos a lo largo de los tiempos, al negar la
subsistencia del alma después de la muerte, trata de calmar el ansia de
eternidad que Dios ha puesto en el corazón humano, aquietando las
conciencias con el consuelo de pervivir a través de las obras que hayan
dejado, y en el recuerdo y el afecto de los que aún viven en el mundo.
Es bueno que quienes venga detrás nos recuerden, pero el Señor nos
enseña más: (Mt 10,28) «No temáis a los que matan el cuerpo, y no pueden
matar el alma: temed más bien al que puede arrojar alma y cuerpo en el
infierno». Éste es el santo temor de Dios.
Si somos fieles a Cristo,
podremos decir con el Salmista: (Sal 22,4) «aunque haya de pasar por un
valle tenebroso, no temo mal alguno, porque Tú estás conmigo». Esta
serenidad y optimismo ante el momento final nacen de la firme esperanza
en Jesucristo, que quiso asumir íntegramente la naturaleza humana, con
sus flaquezas, a excepción del pecado, para destruir por su muerte (Hebr
2,14-15) «al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo, y
librar a aquellos que por el temor de la muerte andaban sujetos a
servidumbre». Por eso enseña San Agustín que «nuestra herencia es la
muerte de Cristo»: por ella podemos alcanzar la Vida.
La incertidumbre de nuestro fin debe
empujarnos a confiar en la misericordia divina y a ser fieles a la
vocación recibida, gastando nuestra vida al servicio de Dios y de la
Iglesia allí donde estamos.
La amistad con Jesucristo, el sentido
cristiano de la vida, el sabernos hijos de Dios, nos permitirán ver y
aceptar la muerte con serenidad: será el encuentro de un hijo con su
Padre, a quien ha procurado servir a lo largo de esta vida.
El pensamiento de la brevedad de la vida
nos ayuda a estar desprendido de los bienes, a situarlos en el lugar
que les corresponde.
El Señor se presentará cuando menos lo
pensemos: vendrá como ladrón en la noche (1 Tes 5,2), y debe hallarnos
dispuestos, vigilantes, desprendidos de lo terreno