(Cfr. www.almudi.org)
El filósofo parisino, uno de los
pensadores europeos más relevantes de nuestros días, analiza el presente
y el futuro de la humanidad
«Asistimos a un tremendo ascenso de
todo lo emocional y ello conduce a la toma de decisiones sin la
suficiente reflexión», asegura.
Hace tiempo que Rémi Brague
alertó sobre la «situación metafísica» en la que, desde hace décadas,
se encuentra inmersa nuestra sociedad. El intelectual francés no se
muestra optimista con el devenir de la civilización y cree que el fin de
la humanidad ha pasado de ser una posibilidad meramente lógica a una
posibilidad real.
El profesor emérito de Filosofía árabe y
medieval en La Sorbona está convencido de que Europa necesita un
pensamiento profundo que la salve. Así, en una reciente entrevista
para este mismo medio, en la que se pronunció sobre temas de bioética
como la eutanasia, denunció el actual abandono de la defensa de los más
débiles: los no nacidos y los mayores.
Tras la conmoción que ha supuesto la
pandemia, el también historiador pasa revista a los problemas que
acucian al hombre de nuestro tiempo. A su juicio, la crisis del
coronavirus nos ha enseñado que «nuestra civilización moderna intentó
olvidar la muerte, pero esta es una realidad que no se puede esconder
bajo la alfombra».
En vista de la deriva que
está tomando la sociedad actual, ¿cree que las leyes humanas han
olvidado la ley divina y la noción del «bien»?
Ciertamente, pero la mayoría de la gente
imagina la Ley divina como una ley positiva, como mandamientos que
tendrían como objetivo satisfacer a una divinidad que, ante todo,
querría ser obedecida y, por lo tanto, como algo gravoso, incluso
opresivo. Todo depende de la representación de Dios que cada uno se
haga. La Ley divina, tal y como la concibe el cristianismo, tiene como
meta la salvación, el bien de todo hombre.
Además, la forma de promulgar la Ley no
es la misma en todas partes. Para el islam, la Ley está dictada en el
Corán (para escasos ámbitos del derecho, además: un poco en el derecho
penal, en el derecho de familia y sucesiones) o mostrada mediante el
ejemplo del Profeta, el «bello modelo» (Corán, XXXIII, 21) cuyas
acciones no podían ser malas, es decir, contrarias a la voluntad de
Dios.
Para el cristianismo, la Ley divina se da en y a través de la conciencia, la voz de Dios en el hombre. El Decálogo, según Tomás de Aquino,
es una especie de recordatorio que nos recuerda lo que deberíamos tener
presente en nuestra conciencia. El problema, en nuestras sociedades
actuales, es que se confunde la conciencia con el capricho irracional
del individuo, desvinculado de sus ascendientes y descendientes, del
pasado personal y colectivo, de la preocupación por el prójimo, de toda
referencia trascendente, etc.
En nuestras sociedades actuales se confunde la
conciencia con el capricho irracional del individuo,
desvinculado de toda referencia trascendente
¿De qué manera nos ha transformado la pandemia del coronavirus? ¿Nos ha enseñado algo?
No lo sé. De todos modos, es demasiado
pronto para pronunciarse. Para hacerlo, la pandemia tendría que haber
terminado ya, lo cual está lejos de suceder. Ya lo veremos cuando
podamos hablar de ello en pasado y hacer balance de lo que ha aportado
para bien o para mal. Por el momento, parece que, en cualquier caso, no
podemos evitar la lección más grande, a saber, que la muerte es una
realidad que no se puede esconder bajo la alfombra. Nuestra civilización
moderna intentó olvidarlo mediante diversas estratagemas. Sin embargo,
ahora la muerte vuelve a llamar a nuestra puerta.
¿El nacionalismo y el populismo han venido a sustituir al humanismo y a las raíces cristianas de Europa?
Digamos que el nacionalismo es la forma
perversa de apego a la nación, y que el populismo es la forma perversa
de amor hacia el pueblo. ‘Humanismo’ es una palabra vaga bajo la que se
pueden incluir muchas cosas muy diferentes, lo mejor y lo peor. Si por
ello entendemos que el hombre debe ser el valor supremo, y por tanto que
todo hombre es digno de respeto, entonces el nacionalismo y el
populismo tienen sus límites: todo hombre es respetable, aunque no
pertenezca a mi nación, incluso si pertenece más a la élite que al
pueblo.
De hecho, me temo que la fe se reduce a
una «identidad», como hacen estas personas a las que he llamado, con una
palabra que me he inventado y que ha gustado mucho a los italianos (no
sé por qué a ellos especialmente), los ‘cristianistas’. Con ella me
refiero a las personas que no creen en Cristo −que es lo que hacen los
cristianos−, pero que creen en el cristianismo como factor positivo de
la civilización occidental, etc. Entre estas personas hay gente
excelente, pero también otra mucho menos agradable. En cualquier caso,
me pregunto si una actitud favorable a la cristiandad como cultura puede
durar mucho tiempo sin una verdadera fe cristiana en un considerable
número de personas.
El nacionalismo es la forma perversa de apego
a la nación y el populismo es la forma
perversa de amor hacia el pueblo
¿El ser humano es capaz de aprender de su pasado?
Hasta cierto punto, las personas son
capaces de evitar cometer los mismos errores dos veces, aunque algunos
consiguen hacerlo muy bien. Cuando subimos al nivel de las sociedades,
soy menos optimista. ¡Cuántas veces hemos clamado «¡nunca más!» desde el
Holocausto! Todavía hay gente aferrada a ideologías que ya han causado
millones de muertes.
¿Vivimos en el siglo de la prisa?
Puede ser. El hombre siempre ha sido un
animal con prisa. Sabe que va a tener que morir algún día, y por lo
tanto que el tiempo se le está acabando, o incluso, que nunca podrá
llevar a cabo la totalidad de sus proyectos. Ciertos tipos humanos están
particularmente marcados por esta fiebre, tanto personas como pueblos.
Piense en el retrato de los Atenienses dibujado por un espartano en
Tucídides (Guerra Peloponeso, I, 70, 2-9).
Dicho esto, nuestro tiempo es
particularmente adecuado para desarrollar esta dimensión fundamental de
la condición humana. Hoy en día, los trenes de alta velocidad y los
aviones nos permiten desplazamientos cada vez más rápidos. Las
informaciones ahora circulan de un extremo a otro del globo de manera
casi instantánea.
Tener prisa es distinto que apresurarse.
Y cuando nos apresuramos, es muy fácil que actuemos con precipitación,
sin haber reflexionado suficientemente sobre las consecuencias de las
decisiones. Eso la sabiduría de las naciones siempre lo ha dicho. Hoy en
día, lo que nos impulsa a tomar decisiones precipitadas es, ante todo,
me parece a mí, la afectividad. Estamos asistiendo a un tremendo ascenso
de todo lo que es emocional. La ira, el disgusto, el miedo, etc., todo
esto conduce a la toma de decisiones sin la suficiente reflexión.
Linchamos a la gente antes de haber examinado bien el expediente de la
acusación, criticamos un libro sin haberlo leído, etc.
Todavía hay gente aferrada a ideologías
que ya han causado millones de muertes
¿El hombre actual es un hombre comprometido y con espíritu de sacrificio?
Hablar del hombre en general es difícil.
Hablar del hombre de hoy, en contra de lo que se podría pensar, no
resulta más fácil, incluso si está cerca de nosotros, y aunque no sea
otro que nosotros mismos. Nos cuesta vernos a nosotros mismos.
En cuanto a la pregunta, es evidente que
estamos atravesando una crisis universal del compromiso. Esto vale para
la religión, pero se ve en todas partes, en todos los ámbitos de la
vida. En política, por ejemplo, o en la vida sindical, es difícil
encontrar personas que se comprometan y asuman responsabilidades. Esto
también lo encontramos en la vida privada: cada vez menos gente se casa,
y a menudo, cuando lo hace, tiene un pensamiento en la cabeza: «¡Si
esto no funciona, me divorcio!» ¡Cuántos hombres rechazan las
responsabilidades que implica la paternidad! Una gran parte de los
abortos proviene de lo que el hombre que ha dejado embarazada a su
pareja le dice: «¡No quiero a este niño, arréglatelas tú!».
Usted afirma que, por la
forma en la que nuestros contemporáneos entienden la libertad, no saben
adónde ir. ¿Qué hace libre al hombre?
Sin duda, usted se refiere a una imagen
un tanto sarcástica que me gusta utilizar, la del taxi que, cuando
merodea, dice que está «libre». Este adjetivo significa que está vacío,
que no va a ninguna parte, y que lo puede coger quien pueda pagarlo y el
cliente pedirá al taxista que vaya donde él quiere. La libertad del
hombre moderno se parece a esa «libertad». Entendámonos: no me
arrepiento de los tiempos de la historia en los que el individuo estaba
atrapado en una red de hábitos, comodidades, reglas tan estrictas que le
era casi imposible escapar. Por ejemplo, el hijo que se hacía cargo del
oficio del padre, ya fuera rey, artesano o campesino. Debemos agradecer
que la era moderna relajó estas limitaciones. Puede que haya
introducido novedades, pero esa no es la cuestión.
En cualquier caso, una vez libre,
comienza el problema. ¿Qué hacer con esta libertad? Para seguir con la
misma imagen, una vez que nos ponemos al volante, ¿dónde vamos?
¿Qué hace al hombre libre? Es suficiente
ser conscientes del hecho de que necesitamos ser liberados. Es incluso
mejor darse cuenta de que lo que se llama «pecado» en el lenguaje
cristiano es siempre una pérdida de libertad, incluso aunque se disfrace
de emancipación.
La esperanza, una de las tres virtudes teologales
junto con la fe y la caridad,
es más necesaria que nunca
¿Qué mundo vamos a legar a las futuras generaciones?
En primer lugar, hace falta que haya
generaciones futuras. Eso depende enteramente de la generación actual.
Si hay generaciones futuras, tendrán éxito si logran arreglar el mundo
que nosotros corremos el riesgo de arruinar.
En su análisis
antropológico, Pedro Laín Entralgo distinguía entre ‘espera’ y
‘esperanza’. ¿Qué espera de la humanidad? ¿Hay esperanza para ella?
Tengo un temperamento bastante
pesimista, y soy consciente de ello. Incluso trato de combatir esta
tendencia buscando razones para ver el futuro menos sombrío. Así que
esperar, en el sentido de ‘espera’, no espero mucho. Pero la
‘esperanza’, una de las tres virtudes teologales junto con la fe y la
caridad, es más necesaria que nunca. Recemos para que se nos conceda.
Entrevista de Hilda García, en eldebatedehoy.es