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(Dt 4,1-2.6-8) "No añadáis nada a lo que os mando ni suprimáis nada"
(St 1,17-18.21b-22.27) "Todo don perfecto viene de arriba"
(Mc 7,1-8.14-15.21-23) "Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí"
- Homilía con textos de homilías pronunciadas por S.S. Benedicto XVI
HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI DURANTE LA MISA CON SUS EXALUMNOS
Castelgandolfo - Domingo 2 de septiembre de 2012
Queridos hermanos y hermanas:
Siguen resonando profundamente en mí las
palabras con las que, hace tres años, el cardenal Schönborn nos hizo la
exégesis de este Evangelio: la misteriosa correlación de lo interior
con lo exterior; y lo que hace impuro al hombre, lo que lo contamina, y
lo que es puro. Por eso, hoy no quiero hacer yo también la exégesis de
este mismo Evangelio, o la haré sólo marginalmente. En cambio, comentaré
brevemente las dos lecturas.
En el Deuteronomio vemos la «alegría de
la ley»: ley no como atadura, como algo que nos quita la libertad, sino
como regalo y don. Cuando los demás pueblos miren a este gran pueblo
—así dice la lectura, así dice Moisés—, entonces dirán: ¡Qué pueblo tan
sabio! Admirarán la sabiduría de este pueblo, la equidad de la ley y la
cercanía del Dios que está a su lado y que le responde cuando lo llama.
Esta es la alegría humilde de Israel: recibir un don de Dios. Esto es
muy distinto del triunfalismo, del orgullo de lo que viene de sí mismos:
Israel no se siente orgulloso de su propia ley como podía estarlo Roma
del derecho romano como don a la humanidad; ni como Francia, tal vez
orgullosa del «Código Napoleón»; ni como Prusia, orgullosa del
«Preußisches Landrecht», etc., obras del derecho que reconocemos.
Israel sabe bien que su ley no la ha
hecho él mismo; no es fruto de su genialidad, sino que es don. Dios le
ha mostrado qué es el derecho. Dios le ha dado sabiduría. La ley es
sabiduría. Sabiduría es el arte de ser hombres, el arte de poder vivir
bien y de poder morir bien. Y sólo se puede vivir y morir bien cuando se
ha recibido la verdad y cuando la verdad nos indica el camino. Estar
agradecidos por el don que no hemos inventado nosotros, sino que nos ha
sido dado, y vivir en la sabiduría; aprender, gracias al don de Dios, a
ser hombres de un modo recto.
El Evangelio, sin embargo, nos muestra
que existe también un peligro, como también se dice directamente al
inicio del pasaje de hoy del Deuteronomio: «no añadir ni quitar nada».
Nos enseña que, con el paso del tiempo, al don de Dios se fueron
añadiendo aplicaciones, obras, costumbres humanas que, al crecer,
ocultan lo que es propio de la sabiduría regalada por Dios, hasta el
punto de convertirse en auténtica atadura, que es preciso romper, o de
llevar a la presunción: nosotros lo hemos inventado.
Pasemos ahora a nosotros, a la Iglesia.
De hecho, según nuestra fe, la Iglesia es el Israel que ha llegado a ser
universal, en el que todos, a través del Señor, llegan a ser hijos de
Abraham; el Israel que ha llegado a ser universal, en el que persiste el
núcleo esencial de la ley, sin las contingencias del tiempo y del
pueblo. Este núcleo es sencillamente Cristo mismo, el amor de Dios a
nosotros y nuestro amor a él y a los hombres. Él es la Tora viviente, es
el don de Dios para nosotros, en el que ahora todos recibimos la
sabiduría de Dios. Estando unidos a Cristo, caminando con él, viviendo
con él, aprendemos cómo ser hombres de modo recto, recibimos la
sabiduría que es verdad, sabemos vivir y morir, porque él mismo es la
vida y la verdad.
Así pues, la Iglesia, como Israel, debe
estar llena de gratitud y de alegría. «¿Qué pueblo puede decir que Dios
está tan cerca de él? ¿Qué pueblo ha recibido este don?». No lo hemos
hecho nosotros, nos ha sido dado. Alegría y gratitud por el hecho de que
lo podemos conocer, de que hemos recibido la sabiduría de vivir bien,
que es lo que debería caracterizar al cristiano. Así era, en efecto, en
el cristianismo de los orígenes: ser liberado de las tinieblas, de andar
a tientas, de la ignorancia —¿qué soy? ¿por qué existo? ¿cómo debo
vivir?—; ser libre, estar en la luz, en la amplitud de la verdad. Esta
era la convicción fundamental. Una gratitud que se irradiaba en el
entorno y que así unía a los hombres en la Iglesia de Jesucristo.
Sin embargo, también en la Iglesia se
produce el mismo fenómeno: elementos humanos se añaden y llevan o a la
presunción, al así llamado triunfalismo que se gloría de sí mismo en vez
de alabar a Dios, o a la atadura, que es preciso quitar, romper y
destruir. ¿Qué debemos hacer? ¿Qué debemos decir? Creo que nos
encontramos precisamente en esta fase, en la que sólo vemos en la
Iglesia lo que hemos hecho nosotros mismos, y perdemos la alegría de la
fe; una fase en la que ya no creemos ni nos atrevemos a decir: él nos ha
indicado quién es la verdad, qué es la verdad; nos ha mostrado qué es
el hombre; nos ha donado la justicia de la vida recta. Sólo nos
preocupamos de alabarnos a nosotros mismos, y tememos vernos atados por
reglamentos que constituyen un obstáculo para la libertad y la novedad
de la vida.
Si leemos hoy, por ejemplo, en la Carta
de Santiago: «Sois generosos por medio de una palabra de verdad», ¿quién
de nosotros se atrevería a alegrarse de la verdad que nos ha sido
donada? Nos surge inmediatamente la pregunta: ¿cómo se puede tener la
verdad? ¡Esto es intolerancia! Los conceptos de verdad y de intolerancia
hoy están casi completamente fundidas entre sí; por eso ya no nos
atrevemos a creer en la verdad o a hablar de la verdad. Parece lejana,
algo a lo que es mejor no recurrir. Nadie puede decir «tengo la verdad»
—esta es la objeción que se plantea— y, efectivamente, nadie puede tener
la verdad. Es la verdad la que nos posee, es algo vivo. Nosotros no la
poseemos, sino que somos aferrados por ella. Sólo permanecemos en ella
si nos dejamos guiar y mover por ella; sólo está en nosotros y para
nosotros si somos, con ella y en ella, peregrinos de la verdad.
Creo que debemos aprender de nuevo que
«no tenemos la verdad». Del mismo modo que nadie puede decir «tengo
hijos», pues no son una posesión nuestra, sino que son un don, y nos han
sido dados por Dios para una misión, así no podemos decir «tengo la
verdad», sino que la verdad ha venido hacia nosotros y nos impulsa.
Debemos aprender a dejarnos llevar por ella, a dejarnos conducir por
ella. Entonces brillará de nuevo: si ella misma nos conduce y nos
penetra.
Queridos amigos, pidamos al Señor que
nos conceda este don. Santiago nos dice hoy en la lectura que no debemos
limitarnos a escuchar la Palabra, sino que la debemos poner en
práctica. Esta es una advertencia ante la intelectualización de la fe y
de la teología. En este tiempo, cuando leo tantas cosas inteligentes,
tengo miedo de que se transforme en un juego del intelecto en el que
«nos pasamos la pelota», en el que todo es sólo un mundo intelectual que
no penetra y forma nuestra vida, y que por tanto no nos introduce en la
verdad. Creo que estas palabras de Santiago se dirigen precisamente a
nosotros como teólogos: no sólo escuchar, no sólo intelecto, sino
también hacer, dejarse formar por la verdad, dejarse guiar por ella.
Pidamos al Señor que nos suceda esto y que así la verdad sea potente
sobre nosotros, y que conquiste fuerza en el mundo a través de nosotros.
La Iglesia ha puesto las palabras del
Deuteronomio —«¿Dónde hay una nación tan grande que tenga unos dioses
tan cercanos como el Señor, nuestro Dios, siempre que lo invocamos?» (4,
7)— en el centro del Oficio divino del Corpus Christi, y así le ha dado
un nuevo significado: ¿dónde hay un pueblo que tenga a su dios tan
cercano como nuestro Dios lo está a nosotros? En la Eucaristía esto se
ha convertido en plena realidad. Ciertamente, no es sólo un aspecto
exterior: alguien puede estar cerca del Sagrario y, al mismo tiempo,
estar lejos del Dios vivo. Lo que cuenta es la cercanía interior. Dios
se ha hecho tan cercano a nosotros que él mismo es un hombre: esto nos
debe desconcertar y sorprender siempre de nuevo. Él está tan cerca que
es uno de nosotros. Conoce al ser humano, conoce el «sabor» del ser
humano, lo conoce desde dentro, lo ha experimentado con sus alegrías y
sus sufrimientos. Como hombre, está cerca de mí, está «al alcance de mi
voz»; está tan cerca de mí que me escucha; y yo puedo saber que me oye y
me escucha, aunque tal vez no como yo me lo imagino.
Dejémonos llenar de nuevo por esta
alegría: ¿Dónde hay un pueblo que tenga un dios tan cercano como nuestro
Dios lo está a nosotros? Tan cercano que es uno de nosotros, que me
toca desde dentro. Sí, hasta el punto de que entra en mi interior en la
santa Eucaristía. Un pensamiento incluso desconcertante. Sobre este
proceso san Buenaventura utilizó una vez en sus oraciones de Comunión
una formulación que sorprende, casi que asusta. Dice: «Señor mío, ¿cómo
se te pudo ocurrir la idea de entrar en la sucia letrina de mi cuerpo?».
Sí, él entra dentro de nuestra miseria, lo hace plenamente consciente,
lo hace para compenetrarse con nosotros, para limpiarnos y renovarnos, a
fin de que, a través de nosotros, en nosotros, la verdad se difunda en
el mundo y se realice la salvación.
Pidamos perdón al Señor por nuestra
indiferencia, por nuestra miseria, que nos hace pensar sólo en nosotros
mismos, por nuestro egoísmo que no busca la verdad, sino que sigue su
propia costumbre, y que a menudo hace que el cristianismo parezca sólo
un sistema de costumbres. Pidámosle que entre con fuerza en nuestra
alma, que se haga presente en nosotros y a través de nosotros, para que
así la alegría nazca también en nosotros: Dios está aquí y me ama; es
nuestra salvación. Amén