(Cfr. www.almudi.org)
Hay un lugar en el interior del ser humano donde Dios habita.
En el Nuevo Testamento la distinción
entre cuerpo, alma y espíritu aparece solamente una sola vez. San Pablo
dice en la primera carta a los Tesalonicenses: “Que Él, el Dios de la
paz, os santifique plenamente, y que todo vuestro ser, el espíritu, el
alma y el cuerpo, se conserve sin mancha hasta la Venida de nuestro
Señor Jesucristo” (1Ts 5, 23).
El Catecismo, a su vez, explica el pasaje:
A veces se acostumbra a distinguir entre
alma y espíritu. Así san Pablo ruega para que nuestro «ser entero, el
espíritu […], el alma y el cuerpo» sea conservado sin mancha hasta la
venida del Señor (1Ts 5, 23). La Iglesia enseña que esta distinción no
introduce una dualidad en el alma. «Espíritu» significa que el hombre
está ordenado desde su creación a su fin sobrenatural, y que su alma es
capaz de ser sobreelevada gratuitamente a la comunión con Dios. (367)
Actualmente existe una tendencia de los
teólogos que dice que el ser humano no posee alma, pues sería una visión
dualista, platónica y que no correspondería al pensamiento bíblico,
judío. Nada más equivocado que eso.
En el Antiguo Testamento, durante mucho
tiempo no se habló de la “resurrección de la carne”. Al contrario, se
creía que la persona vivía en el sheol (el lugar de las almas rebeldes
olvidadas), eran “proverbios”, cuya existencia era sombría, hasta
incluso umbrosa.
A pocos, Dios les fue revelando que
aquellas “sombras” en realidad continuaban teniendo personalidad y que
los buenos eran bendecidos y los malos castigados.
La idea de que al final de su vida la
persona era recompensada –aunque aún no se hablara de resurrección– era
muy clara en el Antiguo Testamento como un segundo paso, ya en la época
de los profetas.
El tercer paso comienza a surgir. Tras
la muerte, al final de los tiempos, el cuerpo y el alma se unirán y
habrá la resurrección de los muertos. Poco después viene el Nuevo
Testamento.
Jesucristo dice al Buen Ladrón en la
Cruz: “Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso” (Lc 23, 43).
Ahora, el “hoy” del que habla solo puede referirse al alma del Buen
Ladrón, pues el cuerpo, evidentemente, será sepultado, así como el
cuerpo de Jesús también lo fue.
En el Nuevo Testamento cuando una
persona muere existe un castigo eterno o una recompensa eterna y al
final de los tiempos existirá también la resurrección de los muertos. Es
una clara distinción entre el cuerpo y el alma.
El catecismo enseña que el cuerpo y el
alma son una sola naturaleza humana, no son dos naturalezas que se unen,
sino una sola realidad.
Y con la ruptura de esa realidad única
llamada muerte, algo terrible sucede, algo que no estaba en el plan de
Dios. Incluso así, el hombre es cuerpo y alma, material y espiritual
respectivamente.
El espíritu: el lugar donde Dios habita
La Iglesia enseña con toda claridad que
no son dos almas, sino cuerpo y alma. Existe, sin embargo, una única
alma humana, el lugar donde habita Dios. Se trata del “espíritu”, es
decir, una realidad sobrenatural que existe en los hombres.
Así, aquellos que son hijos de Dios
bautizados –cuerpo y alma– por el hecho de ser templos de Dios, poseen
un “lugar” donde Dios habita. Es posible decir también que el lugar
donde Dios habita en cuanto Espíritu Santo es lo que se llama
“espíritu”.
El alma como un todo es responsable de
diversas cosas: inteligencia, voluntad, fantasías, etc., pero ni
siquiera es ahí donde Dios habita. Este es el lugar más profundo del
hombre, donde él es él mismo de tal forma que no es más él sino Dios.
“Interior intimo meo”, como lo definió san Agustín.
El ser humano no fue abandonado a sí
mismo, naturaleza pura. Dentro de su naturaleza existe otra naturaleza,
la sobrenatural, la presencia de Dios. La naturaleza agraciada por Dios
(en los paganos es la gracia de Dios).
Pero los bautizados poseen una
consistencia aún mayor, pues pueden y deben reconocer que son hijos de
Dios, templos del Espíritu Santo.
Paulo Ricardo, en es.aleteia.org/