(Cfr. www.almudi.org)
El hijo pródigo
«Se
le acercaban todos los publicanos y pecadores para oírle. Pero los
fariseos y los escribas murmuraban diciendo: éste recibe a los pecadores
y come con ellos. Entonces les propuso esta parábola : ¿Quién de
vosotros, si tiene cien ovejas y pierde una, no deja las noventa y nueve
entonces el campo y va entonces busca de la que se perdió hasta
encontrarla ? Y, cuando la encuentra, la pone sobre sus hombros, gozoso,
y al llegar a casa, convoca a los amigos y vecinos y les dice: alegraos
conmigo, porque he encontrado la oveja que se me perdió. Os digo que
habrá entonces el Cielo mayor alegría por un pecador que hace penitencia
que por noventa y nueve justos que no la necesitan.
¿Qué
mujer, si tiene diez dracmas y pierde una, no enciende una luz y barre
la casa y busca cuidadosamente hasta encontrarla? Y cuando la encuentra,
reúne a las amigas y vecinas diciéndoles: alegraos conmigo, porque he
encontrado la dracma que se me perdió. Así, os digo, es la alegría entre
los ángeles de Dios por un pecador que se arrepiente.
Dijo
también: Un hombre tenía dos hijos; el más joven de ellos dijo a su
padre: padre, dame la parte de la hacienda que me corresponde. Y les
repartió los bienes. No muchos días después, el hijo más joven,
reuniéndolo todo, se fue a un país lejano y malgastó allí su fortuna
viviendo lujuriosamente. Después de gastar todo, hubo una gran hambre en
aquella región y él empezó a pasar necesidad. Fue y se puso a servir a
un hombre de aquella región, el cual lo mandó a sus tierras a guardar
cerdos; le entraban ganas de llenar su estómago con las algarrobas que
comían los cerdos; y nadie se las daba. Recapacitando, se dijo: ¡cuántos
jornaleros en casa de mi padre tienen pan abundante mientras yo aquí me
muero de hambre! Me levantaré e iré a mi padre y le diré: padre, he
pecado contra el Cielo y contra ti; ya no soy digno de ser llamado hijo
tuyo; trátame cono a uno de tus jornaleros. Y levantándose se puso en
camino hacia la casa de su padre. Cuando aún estaba lejos, lo vio su
padre y se compadeció; y corriendo a su encuentro, se le echó al cuello y
lo cubrió de besos. Comenzó a decirle el hijo: padre, he pecado contra
el Cielo y contra ti; ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo. Pero el
padre dijo a sus criados: Pronto, sacad el mejor traje y vestidlo;
ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero
cebado y matadlo, y vamos a celebrarlo con un banquete; porque este hijo
mío estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido
encontrado. Y se pusieron a celebrarlo. El hijo mayor estaba en el
campo; al volver y acercarse a casa oyó la música y la danza y, llamando
a uno de los criados, le preguntó qué pasaba. Este le dijo: ha llegado
tu hermano, y tu padre ha matado el ternero cebado por haberle recobrado
sano. Se indignó y no quería entrar, pero su padre salió a convencerlo.
El replicó a su padre: mira cuántos años hace que te sirvo sin
desobedecer ninguna orden tuya y nunca me has dado ni un cabrito para
divertirme con mis amigos. Pero en cuanto ha venido ese hijo tuyo que
devoró la fortuna con meretrices, has hecho matar para él el ternero
cebado. Pero él le respondió: hijo tú siempre estás conmigo y todo lo
mío es tuyo; pero había que celebrarlo y alegrarse porque ese hermano
tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido
encontrado» (Lucas 15, 1-32)
I. La liturgia de este domingo trae a nuestra consideración, una vez más, la misericordia inagotable del Señor: ¡un Dios que perdona y que manifiesta su infinita alegría por cada pecador que se convierte! Todos conocemos cómo Dios no se ha cansado jamás de perdonarnos, de facilitarnos de continuo el camino del perdón. En el Evangelio, San Lucas recoge estas parábolas de la compasión divina ante el estado en que queda el pecador, y el gozo del Señor al recuperar a quien parecía definitivamente perdido. Un padre, que movido por la impaciencia del amor, sale todos los días a esperar a su hijo descarriado, y aguza la vista para ver si cualquier figura que se vislumbra a lo lejos es su hijo pequeño. Os digo que la misma alegría habrá entre los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierta. ¿Cómo nos vamos a retraer de la Confesión ante tanto gozo divino? La actitud misericordiosa de Dios será, aun cuando estuviéramos lejos, el más poderoso motivo para el arrepentimiento.
II. El pecado, tan detalladamente descrito en la parábola del hijo pródigo, “consiste en la rebelión frente a Dios, o al menos en el olvido o indiferencia ante Él y su amor” (JUAN PABLO II, Homilía), en el deseo necio de vivir fuera del amparo de Dios, de emigrar a un país lejano, fuera de la casa paterna. El hijo pródigo, junto a “una amarga experiencia de empobrecimiento y de desesperación, se vio obligado –él, que había nacido en libertad- a servir a uno de los habitantes de aquella región” (Ibidem). Cuando el hijo decide volver a casa de su padre, éste, hondamente conmovido al ver las condiciones en que vuelve, corre a su encuentro, y se le echó al cuello –dice Jesús en la parábola- y lo cubrió de besos. ¿Se puede describir de manera más gráfica el amor paternal de Dios por los hombres? El padre de la parábola no pone condiciones al hijo, piensa en restituir cuanto antes al que llega su dignidad de hijo. En la Confesión, a través del sacerdote, el Señor nos devuelve todo lo que culpablemente perdimos: la gracia y la dignidad de hijos de Dios.
III. El padre prepara una gran fiesta para recibir al hijo pródigo, pero el hijo mayor se enfada; es la nota discordante y reprocha a su padre: tantos años que te sirvo, y nunca me has dado ni un cabrito... Ha servido porque no había más remedio, y con el tiempo se le ha empequeñecido el corazón. Es la figura de todo aquel que olvida que estar con Dios –en lo grande y en lo pequeño- es un honor inmerecido. Hay siempre motivos de fiesta, de acción de gracias, de alegría, junto a Dios. Y especialmente cuando tenemos el corazón grande, comprensivo, con un hermano nuestro.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
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