El alimento de la nueva vida
«Al día siguiente,
la multitud que estaba al otro lado del mar vio que no había allí más
que una sola barca, y que Jesús no había subido a la barca con sus
discípulos, sino que éstos se habían marchado solos. Llegaron otras
barcas de Tiberíades, junto al lugar donde habían comido el pan después
de haber dado gracias el Señor: Cuando vio la multitud que Jesús no
estaba allí ni tampoco sus discípulos, subieron a las barcas y fueron a
Cafarnaún buscando a Jesús. Y al encontrarle al otro lado del mar, le
preguntaron: Maestro, ¿cuándo llegaste aquí? Jesús les respondió: En
verdad, en verdad os digo que vosotros me buscáis no por haber visto los
milagros, sino porque habéis comido de los panes y os habéis saciado.
Obrad no por el alimento que perece sino por el que perdura hasta la
vida eterna, el que os dará el Hijo del Hombre, pues a éste lo confirmó
con su sello Dios Padre. Ellos le preguntaron: ¿Qué haremos para
realizar las obras de Dios? Jesús les respondió: Esta es la obra de
Dios, que creáis en quien Él ha enviado.
«Le dijeron: ¿Pues
qué milagro haces tú, para que lo veamos y te creamos? ¿Qué obras
realizas tú? Nuestros padres comieron el maná en el desierto, como está
escrito: Les dio a comer pan del Cielo. Les respondió Jesús: En verdad,
en verdad os digo que no os dio Moisés el pan del Cielo, sino que mi
Padre os da el verdadero pan del Cielo. Pues el pan de Dios es el que ha
bajado del Cielo y da la vida al mundo. Ellos le dijeron: Señor, danos
siempre de este pan. Jesús les respondió: Yo soy el pan de vida; el que
viene a mino tendrá hambre, y el que cree en mino tendrá nunca sed» (Jn 6, 22-35).
I. Dice el Señor: Yo soy el Pan de Vida. El que viene a Mí no pasará hambre. Y el que cree en Mí nunca pasará sed.
Después del milagro de la multiplicación
de los panes y de los peces, la multitud, entusiasmada, busca de nuevo a
Jesús. Cuando vieron que no estaba allí, ni tampoco sus discípulos,
subieron a las barcas y fueron a Cafarnaún. Allí, en la sinagoga -nos
indica San Juan en el Evangelio de la Misa-, tendrá lugar la revelación
de la Sagrada Eucaristía.
Jesús, con el milagro de la
multiplicación de los panes el día anterior, había despertado unas
esperanzas hondamente arraigadas en el pueblo. Millares de gentes se
desplazaron de sus casas para verle y oírle, y su entusiasmo les llevó a
querer hacerlo rey. Pero el Señor se apartó de ellos. Cuando de nuevo
le encontraron, les dijo Jesús: En verdad, en verdad os digo que
vosotros me buscáis no por haber visto milagros, sino porque habéis
comido de los panes y os habéis saciado. «Me buscáis -comenta San
Agustín- por motivos de la carne, no del espíritu. ¡Cuántos hay que
buscan a Jesús, guiados sólo por intereses materiales! (...). Apenas se
busca a Jesús por Jesús». Nosotros queremos buscarle por Él mismo.
Este apego exclusivamente material,
interesado, no es lo que Él espera de los hombres. Y con una valentía
admirable, con un amor sin límites, les expone el don inefable de la
Sagrada Eucaristía, donde se nos da como alimento. No importa que muchos
de los que le han seguido con fervor le abandonen al terminar esta
revelación. Jesús comienza insinuando el misterio eucarístico: Obrad no
por el alimento que perece sino por el que perdura hasta la vida eterna,
el que os dará el Hijo del Hombre... Ellos le preguntaron: ¿Qué haremos
para realizar las obras de Dios? Jesús les respondió: Ésta es la obra
de Dios, que creáis en quien Él ha enviado.
Y, a pesar de que muchos de los
presentes vieron con sus ojos el prodigio del día anterior, le dijeron:
¿Pues qué milagro haces tú, para que lo veamos y te creamos? Nuestros
padres comieron el maná en el desierto, como está escrito: Les dio a
comer pan del Cielo.
La Primera lectura de la Misa nos relata
cómo, efectivamente, Yahvé mostró su Providencia sobre aquellos
israelitas en el desierto, haciendo caer diariamente del cielo el maná
que los alimentaba. Este pan es símbolo y figura de la Sagrada
Eucaristía, que el Señor anunció por vez primera en esta pequeña ciudad
junto al lago de Genesaret. Jesucristo es el verdadero alimento que nos
transforma y nos da fuerzas para llevar a cabo nuestra vocación
cristiana. «Sólo mediante la Eucaristía es posible vivir las virtudes
heroicas del cristianismo: la caridad hasta el perdón de los enemigos,
hasta el amor a quien nos hace sufrir, hasta el don de la propia vida
por el prójimo; la castidad en cualquier edad y situación de la vida; la
paciencia, especialmente en el dolor y cuando se está desconcertado por
el silencio de Dios en los dramas de la historia o de la misma
existencia propia. Por esto -exhortaba con fuerza el Papa Juan Pablo
II-, sed siempre almas eucarísticas para poder ser cristianos
auténticos».
Con palabras del poeta italiano, pedimos
al Señor: «Danos hoy el maná de cada día, // sin el cual por este
áspero sendero // va hacia atrás quien más en caminar se afana».
Verdaderamente, la vida sin Cristo se convierte en un áspero desierto en
el que cada vez se está más lejos de la meta.
II. Cuando los judíos dicen a Jesús que
Moisés les dio pan del Cielo, Jesús les contesta que no fue Moisés, sino
su Padre Celestial es quien les da el verdadero pan del Cielo. Pues el
pan de Dios es el que ha bajado del Cielo y da la vida al mundo.
«El Señor se presenta de tal forma, que
parecía superior a Moisés; jamás tuvo Moisés la audacia de decir que él
daba un alimento que no perece, que permanece hasta la vida eterna.
Jesús promete mucho más que Moisés. Éste prometía un reino, una tierra
con arroyos de leche y miel, una paz temporal, hijos numerosos, la salud
corporal y todos los demás bienes temporales (...); llenar su vientre
aquí en la tierra, pero de manjares que perecen: Cristo, en cambio,
prometía un manjar que, en efecto, no perece sino que permanece
eternamente».
Quienes estaban presentes aquella mañana
en la sinagoga de Cafarnaún sabían que el maná -el alimento que
diariamente recogían los judíos en el desierto- era símbolo de los
bienes mesiánicos; por eso piden al Señor que realice un portento
semejante. Pero no podían ni siquiera imaginar que el maná era figura
del gran don mesiánico de la Sagrada Eucaristía.
Jesús les dice que aquel maná no era el
pan del Cielo, porque quienes lo comieron murieron, y que su Padre es
quien puede darles este otro pan del todo excepcional y maravilloso.
Ellos le dijeron: Señor, danos siempre de este pan. Y Jesús les
respondió: Yo soy el pan de vida; el que viene a Mí no tendrá hambre, y
el que cree en Mí no tendrá nunca sed. El Señor tendrá buen cuidado en
dejar bien claro, sin miedo a la confusión y al abandono que habrían de
venir, que ese pan es una realidad. Ocho veces repite a continuación el
término comer, para que no hubiera error posible. Cristo se hace
alimento para que tengamos esa nueva vida, que Él mismo viene a
traernos: el pan que Yo os daré es la carne mía. No es un pan de la
tierra, es un pan que baja del Cielo y da la vida al mundo. En la
Sagrada Eucaristía nos hacemos «concorpóreos y consanguíneos suyos». La
Eucaristía es la suprema realización de aquellas palabras de la
Escritura: son mis delicias estar con los hijos de los hombres. Jesús
Sacramentado es verdaderamente el Emmanuel, el Dios con nosotros, que se
nos da como alimento para una nueva vida, que se prolonga más allá de
nuestro fin terreno.
«El más grande loco que ha habido y habrá es Él. ¿Cabe mayor locura que entregarse como Él se entrega, y a quienes se entrega?
»Porque locura hubiera sido quedarse
hecho un Niño indefenso; pero, entonces, aun muchos malvados se
enternecerían, sin atreverse a maltratarle. Le pareció poco: quiso
anonadarse más y darse más. Y se hizo comida, se hizo Pan.
»-¡Divino Loco! ¿Cómo te tratan los
hombres?... ¿Yo mismo?». ¿Cómo me preparo para recibirte? ¿Cómo es mi
fe, mi alegría..., mis deseos? Hagamos propósitos pensando en la próxima
Comunión que vamos a realizar, quizá dentro de pocos minutos o de pocas
horas. No puede ser como las anteriores: ha de estar más llena de amor.
III. Cuando comulgamos, Cristo mismo,
todo entero, con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad, se nos da
en una unión inefablemente íntima que nos configura con Él de un modo
real, mediante la transformación y asimilación de nuestra vida en la
suya. Cristo, en la Comunión, no solamente se halla con nosotros, sino
en nosotros.
No está Cristo en nosotros como un amigo
está en su amigo: mediante una presencia espiritual activada por un
recuerdo más o menos constante. Cristo está verdadera, real y
sustancialmente presente en nuestra alma después de comulgar. «Yo soy el
pan de los fuertes ‑dijo el Señor a San Agustín, y podemos aplicarlo
ahora a la Eucaristía-; cree y me comerás. Pero no me cambiarás en tu
sustancia propia, como sucede al manjar de que se alimenta tu cuerpo,
sino al contrario, tú te mudarás en Mí». ¡Cristo nos da su vida! ¡Nos
diviniza! ¡Nos transforma en Él! Vuelca sobre nuestra alma necesitada
los infinitos méritos de la Pasión, nos envía nuevas fuerzas y
consuelos, y nos introduce en su Corazón amantísimo, para transformarnos
según sus sentimientos. De la Eucaristía manan todas las gracias y los
frutos de vida eterna -para la humanidad y para cada alma-, porque en
este sacramento «se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia». Si
consideramos frecuentemente los efectos de este sacramento en el alma
que lo recibe dignamente, nos ayudará a sacar mucho más fruto de la
Comunión eucarística y de la Comunión espiritual y, por tanto, a
dirigirnos más rápidos hacia Dios; a valorar la necesidad de recibir al
Señor con mucha frecuencia, y aun diariamente, y a esmerarnos en la
preparación y en la acción de gracias. Cada día, nosotros podemos decir a
Jesús: Señor, danos siempre de ese pan.
El alma es elevada al plano
sobrenatural; las virtudes de Jesús vivifican el alma, y queda ésta como
incorporada a Él, como miembro de su Cuerpo Místico. Entonces podemos
decir en toda su plenitud: Vivo, pero ya no yo, es Cristo quien vive en
mí.
También se cumplen en cada Comunión
aquellas palabras del Señor en la Ultima Cena: Si alguno me ama -y
recibirle con piedad y devoción es el mayor signo de amor- guardará mi
palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y en él haremos morada.
El alma se convierte en templo y sagrario de la Trinidad Beatísima. Y la
vida íntima de las tres Divinas Personas empapa y transforma el alma
del hombre, sustentando, fortaleciendo y desarrollando en él el germen
divino que recibió en el Bautismo.
Cuando nos acerquemos a recibirle le
podemos decir: «Señor, espero en Ti; te adoro, te amo, auméntame la fe.
Sé el apoyo de mi debilidad, Tú, que te has quedado en la Eucaristía,
inerme, para remediar la flaqueza de las criaturas». Y acudiremos a
Santa María, pues Ella, que durante treinta y tres años pudo gozar de su
presencia visible y le trató con el mayor respeto y amor posible, nos
dará sus mismos sentimientos de adoración y de amor.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.