Mar adentro: Fe y obediencia en el apostolado
“En aquel tiempo, la gente se
agolpaba alrededor de Jesús para oír la Palabra de Dios, estando él a
orillas del lago de Genesaret; y vio dos barcas que estaban junto a la
orilla: los pescadores habían desembarcado y estaban lavando las redes.
Subió a una de las barcas, la de Simón, y le pidió que la apartara un
poco de tierra. Desde la barca, sentado, enseñaba a la gente. Cuando
acabó de hablar, dijo a Simón: -Rema mar adentro y echad las redes para
pescar. Simón contestó: -Maestro nos hemos pasado la noche bregando y no
hemos cogido nada; pero, por tu palabra, echaré las redes. Y, puestos a
la obra, hicieron una redada de peces tan grande, que reventaba la red.
Hicieron señas a los socios de la otra barca, para que vinieran a
echarles una mano. Se acercaron ellos y llenaron las dos barcas, que
casi se hundían. Al ver esto, Simón Pedro se arrojó a los pies de Jesús,
diciendo: -Apártate de mí, Señor, que soy un pecador. Y es que el
asombro se había apoderado de él y de los que estaban con él, al ver la
redada de peces que habían cogido; y lo mismo les pasaba a Santiago y
Juan, hijos de Zedebeo, que eran compañeros de Simón. Jesús dijo a
Simón: -No temas: desde ahora, serás pescador de hombres. Ellos sacaron
las barcas a tierra y, dejándolo todo, lo siguieron” (Lucas 5,1-11).
I. Narra San Lucas que estaba Jesús
junto al lago de Genesaret, donde tuvieron lugar tantos prodigios y
tantas gracias fueron derramadas por el Hijo de Dios. La multitud se
apiñaba en torno a Jesús de tal manera que le faltaba espacio para
predicar. Subió entonces a una barca y mandó que la separaran un poco
para hablar a la muchedumbre que permanecía en la orilla.
La barca desde la que predica el Señor
es la de Pedro, que ya conocía a Jesús y le había acompañado en alguno
de sus viajes. Cristo intencionadamente se mete en su barca, se va
introduciendo progresivamente en su vida y prepara su entrega definitiva
como Apóstol. Como en cualquier vocación, como en cualquier alma en la
que Dios decide meterse hondamente. Muchas gracias definitivas han
tenido una larga historia, una profunda preparación por parte de Dios;
preparación tan discreta y amorosa que, a veces, podemos confundirla con
sucesos naturales, con acontecimientos normales.
Ha terminado la predicación; quizá Pedro
se siente satisfecho de haber prestado su barca al Maestro. Podemos
pensarlo así. Y entonces, cuando Jesús acaba de hablar a la multitud, le
dice a Pedro que prepare los remos y que bogue mar adentro.
Aquel día no había sido bueno. Jesús los
había encontrado lavando las redes, después de una noche de trabajo
inútil. Debían de encontrarse cansados, pues el trabajo era duro. Las
redes (de 400 a 500 metros), formadas por un sistema que constituía como
una cortina de tres mallas de tres redes más pequeñas, han de arrojarse
al fondo del lago; el trabajo requería por lo menos cuatro hombres para
faenar con cada red.
Pedro dice al Señor que han estado
trabajando toda la noche y que no han logrado nada. «La contestación
parece razonable. Pescaban, ordinariamente, en esas horas; y,
precisamente en aquella ocasión, la noche había sido infructuosa. ¿Cómo
pescar de día? Pero Pedro tiene fe: no obstante, sobre tu palabra echaré
la red (Lc 5, 5). Decide proceder como Cristo le ha sugerido; se
compromete a trabajar fiado en la Palabra del Señor». A pesar del
cansancio, a pesar de que no es un hombre de mar el que da la orden de
pescar, y a unos pescadores conocedores de la inoportunidad de la hora
para esa tarea y de la ausencia de peces, echarán manos a las redes.
Ahora por pura fe, por pura confianza en el Maestro; los elementos que
hacían o no aconsejable la pesca han quedado atrás. El motivo de iniciar
de nuevo el trabajo es la fe de Pedro en su Maestro. Simón confía y
obedece sin más.
En el apostolado, la fe y la obediencia
son indispensables. De nada sirven el esfuerzo, los medios humanos, las
noches en vela, la misma mortificación si pudiera separarse de su
sentido sobrenatural...; sin obediencia todo es inútil ante Dios. De
nada serviría trabajar con tesón en una obra humana si no contáramos con
el Señor. Hasta lo más valioso de nuestras obras quedaría sin fruto si
prescindiéramos del deseo de cumplir la voluntad de Dios: «Dios no
necesita de nuestro trabajo, sino de nuestra obediencia», enseña con
rotunda expresión San Juan Crisóstomo.
II. Pedro llevó a cabo lo que el Señor
le había mandado, y recogieron tan gran cantidad de peces, que la red se
rompía. El fruto de la tarea que se hace guiados por la fe es
abundantísimo. Pocas veces -quizá ninguna- Pedro había pescado tanto
como en aquella ocasión, cuando todos los indicios humanos señalaban la
inutilidad de la empresa.
Este milagro encierra una enseñanza
profunda: sólo cuando se conoce la propia inutilidad y se confía en el
Señor, utilizando a la vez todos los medios humanos disponibles, el
apostolado es eficaz y los frutos numerosos, pues «toda fecundidad en el
apostolado depende de la unión vital con Cristo».
Jesús contempla en aquellos peces una
pesca más copiosa a través de los siglos. Cada discípulo suyo será un
nuevo pescador que allegará almas al Reino de Dios. «Y en esa nueva
pesca, tampoco fallará toda la eficacia divina: instrumentos de grandes
prodigios son los apóstoles, a pesar de sus personales miserias».
Pedro está asombrado ante el milagro. En
un momento lo ha visto todo claro: la omnipotencia y sabiduría de
Cristo, su llamada y su propia indignidad. Se echó a los pies de Jesús
en cuanto atracaron, y le dijo: Apártate de mí, Señor, que soy un hombre
pecador. Reconoce la dignidad suma de Cristo, y sus propias miserias,
su incapacidad para llevar a cabo la misión que ya presiente; pero, a la
vez, le ruega que le tome con Él para siempre: sus defectos y poca
valía no le separan de su misión. Sabe ya que con Cristo lo puede todo.
El Señor le quita entonces todo temor y le desvela con entera claridad
el nuevo sentido de su vida; no temas, de hoy en adelante serán hombres
los que has de pescar. Se vale Jesús de la imagen de su oficio, donde ha
ido a buscarlo, para descubrirle su misión de Apóstol. «La experiencia
de la santidad de Dios y de nuestra condición de pecadores no aleja al
hombre de Dios, sino que lo acerca a Él. Es más, el hombre convertido se
transforma en confesor y apóstol. Las intenciones de Dios le resultan
cercanas y amables. Y su vida asume el sentido y valor más pleno».
A todos nos llama el Señor para ser
apóstoles en medio del mundo: delante de un ordenador o empuñando un
arado, en la gran ciudad o en la pequeña villa, con cinco talentos o con
tres; no quiere Jesús seguidores suyos de segunda categoría. A todos
nos llama para que, con santidad de vida y ejemplaridad humana, seamos
instrumentos suyos en un mundo que parece huir de Él. «Todos los fieles,
cualesquiera que sean su estado y condición, están llamados por Dios,
cada uno en su camino, a la perfección de la santidad, por la que el
mismo Padre es perfecto». Y a los laicos pertenece, «por propia
vocación, buscar el reino de Dios, tratando y ordenando según Dios los
asuntos temporales». Llama el Señor a los cristianos y a la mayoría los
deja en una ocupación profesional, para que allí le encuentren,
realizando aquella tarea con perfección humana y, a la vez, con sentido
sobrenatural: ofreciéndola a Dios, viviendo la caridad con todos,
aprovechando las pequeñas mortificaciones que se presentan, buscando la
presencia de Dios...
III. La llamada de Dios -y a todos nos
llama- es en primer lugar iniciativa divina, pero exige correspondencia
humana: No me habéis elegido vosotros a Mí; sino que Yo os elegí a
vosotros. Y quizá nos encontremos con que no somos dignos de estar tan
cerca de Cristo, o nos faltan condiciones para ser instrumentos de la
gracia. Es la situación de cada hombre que halla, en lo más profundo de
su alma, una fuerte e imperiosa llamada de Dios. Así, el Profeta Isaías
-como nos presenta la Primera Lectura de la Misa-, al experimentar la
cercanía de la majestad de Dios, exclama: ¡Ay de mí, estoy perdido! Yo,
hombre de labios impuros, que habito en medio de un pueblo de labios
impuros, he visto con mis ojos al Rey y Señor de los Ejércitos. Pero
Dios sabe de nuestra poquedad y, como purificó a Isaías y a tantos
hombres y mujeres que ha llamado a su servicio, limpiará nuestros labios
y nuestro corazón. Y voló hacia mí uno de los serafines, con un ascua
en la mano... y la aplicó a mi boca y me dijo: Mira: esto ha tocado tus
labios, ha desaparecido tu culpa, está perdonado tu pecado. A nosotros
nos perdona en la Confesión, y nos purificamos principalmente a través
de la penitencia.
Y ellos -sigue narrando el Evangelio-,
sacando las barcas a tierra, dejadas todas las cosas, le siguieron.
Después de haber contemplado a Cristo, no tenían ya mucho que pensar.
Ordinariamente, las firmes decisiones que transforman una vida no son
fruto de muchos cálculos. La vida de Pedro tendría desde entonces un
formidable objetivo: amar a Cristo y ser pescador de hombres. Todo lo
demás en su existencia sería medio e instrumento para ese fin. «También a
nosotros, si luchamos diariamente por alcanzar la santidad cada uno en
su propio estado dentro del mundo y en el ejercicio de la propia
profesión, en nuestra vida ordinaria, me atrevo a asegurar que el Señor
nos hará instrumentos capaces de obrar milagros y, si fuera preciso, de
los más extraordinarios».
El Señor se dirige también a cada uno
para que nos sintamos urgidos a seguirle de cerca como discípulos fieles
en medio de nuestras tareas, y a realizar en el propio ambiente una
audaz labor apostólica, llena de fe en la palabra de Jesús: «"Duc in
altum". -¡Mar adentro! -Rechaza el pesimismo que te hace cobarde. "Et
laxate retia vestra in capturam" -y echa tus redes para pescar.
»¿No ves que puedes decir, como Pedro: "in nomine tuo, laxabo rete" -Jesús, en tu nombre, buscaré almas?».
Contemplando la figura de Pedro, le
podemos decir a Jesús nosotros también: Apártate de mí, Señor, que soy
un pobre pecador. Y a la vez le rogamos que jamás nos separemos de Él,
que nos ayude a meternos, hondamente, mar adentro, en su amistad, en la
santidad, en un apostolado abierto, sin respetos humanos, lleno de fe,
porque en nuestra oración personal sabemos oír la voz del Señor, que nos
anima y nos urge a llevarle almas. «Y, sin que tú encuentres motivos,
por tu pobre miseria, los que te rodean vendrán a ti, y con una
conversación natural, sencilla -a la salida del trabajo, en una reunión
de familia, en el autobús, en un paseo, en cualquier parte-charlaréis de
inquietudes que están en el alma de todos, aunque a veces algunos no
quieran darse cuenta: las irán entendiendo más, cuando comiencen a
buscar de verdad a Dios.
»Pídele a María, Regina apostolorum, que
te decidas a ser partícipe de esos deseos de siembra y de pesca, que
laten en el Corazón de su Hijo. Te aseguro que, si empiezas, verás, como
los pescadores de Galilea, repleta la barca. Y a Cristo en la orilla,
que te espera. Porque la pesca es suya».
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.