Ser ricos en Dios
«Uno de entre la
multitud le dijo: «Maestro, di a mi hermano que reparta la herencia
conmigo». Pero él le respondió: «Hombre, ¿quién me ha constituido juez o
repartidor entre vosotros?». Y añadió: «Estad alerta y guardaos de toda
avaricia, porque si alguien tiene abundancia de bienes, su vida no
depende de aquello que posee». Y les propuso una parábola diciendo: «Las
tierras de cierto hombre rico dieron mucho fruto, y pensaba para sus
adentros: "¿qué haré, pues no tengo donde guardar mi cosecha?". Y dijo:
"Esto haré: voy a destruir mis graneros, y construiré otros mayores, y
allí guardaré todo mi trigo y mis bienes. Entonces diré a mi alma: alma,
ya tienes muchos bienes almacenados para muchos años. Descansa, come,
bebe, pásatelo bien". Pero Dios le dijo: "Insensato, esta misma noche te
reclamarán el alma; lo que has preparado, ¿para quién será?". Así
ocurre al que atesora para sí y no es rico ante Dios» (Lucas 12, 13-21).
I. Hermanos: Ya que habéis resucitado
con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo a la
derecha de Dios; aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra,
nos exhorta San Pablo en la Segunda lectura de la Misa. Porque los
bienes de aquí abajo duran poco y no llenan el corazón humano por muy
abundantes que sean.
Breve es la vida del hombre sobre la
tierra, y la mayor parte de ella se pasa entre dolor y fatigas; todo se
disipa como el viento y apenas deja rastro detrás de sí; en el mejor de
los casos se puede reunir una gran fortuna, que se dejará pronto a
otros. ¿A qué se reducen tantos esfuerzos y fatigas, si no se lleva
consigo lo que se obtiene? Vaciedad sin sentido; todo es vaciedad, nos
recuerda otra de las lecturas de la Misa.
Frente a este vacío y a esta falta de
sentido, frente a lo inconsistente, Dios es la Roca: Venid, aclamemos al
Señor, demos vítores a la Roca que nos salva; entremos a su presencia
dándole gracias... Dios da sentido a la vida, al trabajo, al dolor.
Sin embargo, el corazón del hombre tiene
gran facilidad para buscar las cosas de aquí abajo sin otra dimensión
trascendente, tiende a apegarse a ellas como lo único y principal y a
olvidarse de lo que realmente importa. En el Evangelio de la Misa, el
Señor toma motivo de una cuestión de reparto de herencias que le
proponen, para enseñarnos cuál es la verdadera realidad de las cosas a
la luz del final terreno. La consideración de la muerte, de la nuestra
propia, hacia la que nos encaminamos con rapidez, arroja mucha luz sobre
el sentido de la vida y de los bienes. Dice el Señor: Un hombre rico
tuvo una gran cosecha. Y empezó a echar cálculos: ¿Qué haré? No tengo
donde almacenar la cosecha. Y se dijo: ...derribaré los graneros y
construiré otros más grandes... Y entonces me diré a mí mismo: Hombre,
tienes bienes acumulados para muchos años: túmbate, come, bebe y date
buena vida...
Nos enseña el Señor que poner el
corazón, hecho para lo eterno, en el afán de riqueza y bienestar
material es una necedad, porque ni la felicidad ni la misma vida
verdaderamente humana se fundamentan en ellos: no depende la vida del
hombre de la abundancia de los bienes que posee. El rico labrador de la
parábola revela su ideal de vida en el diálogo que entabla consigo
mismo. Se le ve seguro de sí porque tiene bienes, y en ellos basa su
estabilidad y felicidad. Vivir es, para él, como para tantas personas,
disfrutar lo más posible: hacer poco, comer, beber, darse buena vida,
disponer de bienes de repuesto para muchos años. Éste es su ideal; en él
no hay ninguna referencia a Dios y tampoco a los demás. Nada que le
lleve a ver la necesidad de compartir con otros los bienes recibidos.
¿Y cómo asegurar este sentido puramente
material de sus días?: Almacenaré... Sin embargo, todo lo que no se
construya sobre Dios está edificado en falso. La seguridad que dan los
bienes materiales es frágil, y también insuficiente, porque nuestra vida
no se llena sino con Dios.
Podemos preguntarnos nosotros hoy, en
nuestra oración, en qué tenemos puesto el corazón. Sabiendo que nuestro
destino definitivo es el Cielo, tenemos que hacer positivos y concretos
actos de desprendimiento de lo que poseemos y usamos, y ver el modo de
que otras personas más necesitadas compartan lo nuestro, y ayudar con
bienes y tiempo en tareas apostólicas.
II. En el diálogo que sostiene el rico
labrador consigo mismo interviene otro personaje -Dios- que no había
sido tenido en cuenta, y que con sus palabras revela que este hombre se
ha equivocado radicalmente a la hora de programar su modo de vivir:
Necio, le dice, esta noche te van a exigir la vida. Lo que has
acumulado, ¿de quién será? Todo ha sido inútil. Así será el que amas a
riquezas para sí y no es rico ante Dios.
Nuestro paso por la tierra es un tiempo
para merecer; el mismo Señor nos lo ha dado. San Pablo recuerda que no
tenemos aquí ciudad permanente, vamos en busca de lo que está por
llegar. El Señor vendrá a llamarnos, a pedirnos cuenta de los bienes que
nos dejó en depósito para que los administrásemos bien: la
inteligencia, la salud, los bienes materiales, la capacidad de amistad,
la posibilidad de hacer felices a quienes nos rodean... El Señor llegará
una sola vez, quizá cuando menos lo esperábamos, como el ladrón en la
noche, como relámpago en el cielo, y nos ha de encontrar bien
dispuestos. Aferrarse a lo de aquí abajo, olvidar que nuestro fin es el
Cielo, nos llevaría a desenfocar nuestra vida, a vivir en la más
completa necedad. Necio es la palabra que dirige Dios a este hombre que
había vivido sólo para lo material. Hemos de caminar con los pies en la
tierra, con afanes, ilusiones e ideales humanos, sabiendo prever el
futuro para uno mismo y para aquellos que dependen de nosotros, como un
buen padre y una buena madre de familia, pero sin olvidar que somos
peregrinos, y solamente «actores en escena. Nadie se crea rey ni rico,
porque al final del acto nos encontraremos todos pobres». Los bienes son
meros medios para alcanzar la meta que el Señor nos ha señalado. Nunca
deben ser el fin de nuestros días aquí en la tierra.
Nuestra vida es corta y bien limitada en
el tiempo: esta misma noche han de exigirte la entrega de tu alma. Así
es de escaso el tiempo: esta misma noche, y quizá nosotros pensamos en
muchísimos años, como si nuestro paso por la tierra hubiera de durar
siempre. Nuestros días están numerados y contados; estamos en las manos
de Dios. Dentro de un tiempo -quizá no largo- nos encontraremos cara a
cara con Él.
La meditación de nuestro final terreno
nos ayuda a santificar el trabajo -redimentes tempus, recuperando el
tiempo perdido- y nos facilita el aprovechar todas las circunstancias de
esta vida para merecer y reparar por los pecados, y para un
desprendimiento efectivo de lo que tenemos y usamos. Un día cualquiera
será nuestro último día. Hoy han muerto -o morirán- miles de personas en
circunstancias diversísimas; jamás imaginaron que ya no tendrían más
días para desagraviar y para llenar un poco más su alforja de cara a la
eternidad. Unas han muerto con el corazón puesto en asuntos de poca o
nula importancia en relación a su existencia definitiva más allá de la
muerte; otras tenían la vista y el corazón quizá en las mismas cosas
humanas, pero dirigidas a Dios. Éstas se encontrarán con el tesoro
maravilloso que no pueden destruir ni el orín, ni la polilla.
III. En el momento de la muerte, el
estado del alma queda fijado para siempre. Después no hay cambio
posible: el destino que nos espera en la eternidad es consecuencia de la
actitud que hayamos tomado en nuestro paso por la tierra: Si un árbol
cae al mediodía o al norte permanece en el lugar que ha caído. De aquí
las advertencias frecuentes del Señor para estar siempre en vigilia,
pues la muerte no es el término de la existencia, sino el comienzo de
una nueva vida. El cristiano no puede despreciar la existencia temporal
ni minusvalorarla, pues toda ella debe servir como preparación para su
existencia definitiva con Dios en el Cielo. Sólo quien se hace rico ante
Dios mediante la santificación de lo ordinario y el buen uso de los
bienes materiales, quien acumula tesoros que Dios reconoce como tales,
saca provecho cierto de estos días terrenos. Todo lo demás es vivir de
engaños: Se mueve el hombre como un fantasma, se afana solamente por un
soplo; amontona sin saber para quién.
Si los bienes que tenemos y utilizamos
están enderezados a la gloria de Dios, sabremos utilizarlos con
desprendimiento, y no nos quejaremos si alguna vez llegan a faltar. Su
carencia -cuando el Señor lo quiere o lo permite así- no nos quitará la
alegría. Sabremos ser felices en la abundancia y en la escasez, porque
los bienes no serán nunca el objeto supremo de la vida; y lo mucho o lo
poco que poseamos sabremos compartirlo con quienes carecen de ello:
creando empleo si está en nuestras manos, ayudando a promocionar obras
de cultura y de formación, contribuyendo con generosidad al
sostenimiento de obras buenas y de la Iglesia.
La consideración de la muerte nos enseña
también a aprovechar bien los días, pues el tiempo que tenemos por
delante no es muy largo. «Este mundo, mis hijos, se nos va de las manos.
No podemos perder el tiempo, que es corto (...). Entiendo muy bien
aquella exclamación que San Pablo escribe a los de Corinto: tempus breve
est!, ¡qué breve es la duración de nuestro paso por la tierra! Estas
palabras, para un cristiano coherente, suenan en lo más íntimo de su
corazón como un reproche ante la falta de generosidad, y como una
invitación constante para ser leal. Verdaderamente es corto nuestro
tiempo para amar, para dar, para desagraviar». ¿Y vamos a
desaprovecharlo dejando que el corazón quede apegado a cuatro baratijas
de la tierra, que nada valen? La meditación de las verdades eternas es
un buen antídoto contra el pecado y una ayuda eficaz para darle a
nuestra vida su verdadero sentido. Nos facilita el cuidar con esmero el
trabajo de cada día, la convivencia con los demás, los deberes de
caridad, especialmente con los más necesitados, pues ésta será nuestra
principal credencial ante Dios.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.