El camino de las bienaventuranzas
«Al ver Jesús a las multitudes,
subió al monte; se sentó y se le acercaron sus discípulos; y abriendo su
boca les enseñaba diciendo: Bienaventurados los pobres
de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Bienaventurados
los que lloran, porque ellos serán consolados. Bienaventurados los
mansos, porque ellos heredarán la tierra. Bienaventurados los que tienen
hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados. Bienaventurados
los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.
Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.
Bienaventurados los pacíficos, porque ellos serán llamados hijos de
Dios. Bienaventurados los que padecen persecución por la justicia,
porque de ellos es el Reino de los Cielos. Bienaventurados seréis cuando
os injurien, os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa.
Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el
Cielo: de la misma manera persiguieron a los profetas que os
precedieron» (Mateo 5,1-12).
I. Una inmensa multitud venida de todas
partes rodea al Señor. De Él esperan su doctrina salvadora, que dará
sentido a sus vidas. Viendo Jesús este gentío subió a un monte, donde,
habiéndose sentado, se le acercaron sus discípulos, y abriendo su boca
les enseñaba.
Y es ésta la ocasión que aprovecha el
Señor para dar una imagen profunda del verdadero discípulo:
Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de
los cielos. Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán la tierra.
Bienaventurados los que lloran... No resulta difícil imaginar la
impresión -quizá de desconcierto y, en algunos de los oyentes, incluso
de decepción- que estas palabras del Señor debieron de causar en quienes
le escuchaban. Jesús acababa de formular el espíritu nuevo que había
venido a traer a la tierra; un espíritu que constituía un cambio
completo de las usuales valoraciones humanas, como la de los fariseos,
que veían en la felicidad terrena la bendición y premio de Dios y, en la
infelicidad y desgracia, el castigo. En general, «el hombre antiguo,
aun en el pueblo de Israel, había buscado la riqueza, el gozo, la
estimación, el poder, considerando todo esto como la fuente de toda
felicidad. Jesús propone otro camino distinto. Exalta y beatifica la
pobreza, la dulzura, la misericordia, la pureza y la humildad».
Al volver a meditar ahora, en nuestra
oración, estas palabras del Señor, vemos que aún hoy día se insinúa en
las personas el desconcierto ante ese contraste: la tribulación que
lleva consigo el camino de las Bienaventuranzas y la felicidad que Jesús
promete. «El pensamiento fundamental que Jesús quería inculcar en sus
oyentes era éste: sólo el servir a Dios hace al hombre feliz. En medio
de la pobreza, del dolor, del abandono, el verdadero siervo de Dios
puede decir con San Pablo: Sobreabundo de gozo en todas mis
tribulaciones. Y, por el contrario, un hombre puede ser infinitamente
desgraciado aunque nade en la opulencia y viva en posesión de todos los
goces de la tierra». No en vano aparecen en el Evangelio de San Lucas,
después de las Bienaventuranzas, aquellas exclamaciones del Señor: ¡Ay
de vosotros, los ricos, porque ya habéis recibido vuestra consolación!
¡Ay de vosotros, los que os saciáis ahora (...). ¡Ay de vosotros, todos
lo que sois aplaudidos por los hombres, porque así hicieron sus padres
con los falsos profetas!.
Quienes escuchaban al Señor entendieron
bien que aquellas Bienaventuranzas no enumeraban distintas clases de
personas, no prometían la salvación a determinados grupos de la
sociedad, sino que señalaban inequívocamente las disposiciones
religiosas y la conducta moral que Jesús exige a todo el que quiera
seguirle. «Es decir, los pobres de espíritu, los mansos, los que lloran
(...) no indican personas distintas entre sí, sino que son como diversas
exigencias de santidad dirigidas a quien quiere ser discípulo de
Cristo».
El conjunto de todas las
Bienaventuranzas señala el mismo ideal: la santidad. Hoy, al escuchar de
nuevo, en toda su radicalidad, las palabras del Señor, reavivamos el
afán de santidad como eje de toda nuestra vida. Porque «Jesucristo Señor
Nuestro predicó la buena nueva para todos, sin distinción alguna. Un
solo puchero y un solo alimento: mi comida es hacer la voluntad del que
me ha enviado, y dar cumplimiento a su obra (Jn 4, 34). A cada uno llama
a la santidad, de cada uno pide amor: jóvenes y ancianos, solteros y
casados, sanos y enfermos, cultos e ignorantes, trabajen donde trabajen,
estén donde estén». Cualesquiera que sean las circunstancias que
atraviese nuestra vida, hemos de sabernos invitados a vivir la plenitud
de la vida cristiana. No puede haber excusas, no podemos decirle al
Señor: espera a que se solucione este problema, a que me reponga de esta
enfermedad, a que deje de ser calumniado o de ser perseguido..., y
entonces comenzaré de verdad a buscar la santidad. Sería un triste
engaño no aprovechar esas circunstancias duras para unirnos más al
Señor.
II. No desagrada a Dios que pongamos los
medios oportunos para evitar el dolor, la enfermedad, la pobreza, la
injusticia..., pero las Bienaventuranzas nos enseñan que el verdadero
éxito de nuestra vida está en amar y cumplir la voluntad de Dios sobre
nosotros. Nos muestran, a la vez, el único camino capaz de llevar al
hombre a vivir con la plena dignidad humana que conviene a su condición
de persona. En una época en que tantas cosas empujan hacia el
envilecimiento y la degradación personal, las Bienaventuranzas son una
invitación a la rectitud y a la dignidad de vida. Por el contrario,
intentar a toda costa -como si se tratara de un mal absoluto- sacudir el
peso del dolor, de la tribulación, o buscar el éxito humano como un fin
en sí mismo, son caminos que el Señor no puede bendecir y que no
conducen a la felicidad.
«Bienaventurado» significa «feliz»,
«dichoso», y en cada una de las Bienaventuranzas «comienza Jesús
prometiendo y señalando los medios de conseguirla. ¿Por qué comenzará
Nuestro Señor hablando de la felicidad? Porque en todos los hombres
existe una tendencia irresistible a ser felices; éste es el fin que
todos sus actos se proponen; pero muchas veces buscan la felicidad donde
no se encuentra, donde no hallarán sino miseria».
El Señor nos señala aquí los caminos
para ser felices sin límites y sin fin en la vida eterna, y también para
serlo en esta vida, viviendo con plena dignidad, como conviene a la
condición de persona. Son caminos bien diferentes a los que, con
frecuencia, suele escoger el hombre.
Buscad al Señor los humildes que cumplís
sus mandamientos (...). Dejaré en medio de ti un pueblo pobre y
humilde, que confiará en el nombre del Señor, se nos dice en la Primera
lectura de la Misa.
La pobreza de espíritu, el hambre de
justicia, la misericordia, la limpieza de corazón y el soportar ser
rechazados por causa del Evangelio manifiestan una misma actitud del
alma: al abandono en Dios. Y ésta es la actitud que nos impulsa a
confiar en Dios de un modo absoluto e incondicional. Es la postura de
quien no se contenta con los bienes y consuelos de las cosas de este
mundo, y tiene puesta su esperanza última más allá de estos bienes, que
resultan pobres y pequeños para una capacidad tan grande como es la del
corazón humano.
Bienaventurados los pobres de
espíritu... Y en el Magnificat de la Virgen escuchamos: Colmó de bienes a
los hambrientos, y a los ricos los despidió sin nada. ¡Cuántos se
transforman en hombres vacíos, porque se sienten satisfechos con lo que
ya tienen! El Señor nos invita a no contentarnos con la felicidad que
nos pueden dar unos bienes pasajeros, y nos anima a desear aquellos que
Él tiene preparados para nosotros.
III. Dice Jesús a quienes le siguen -en
aquel tiempo y ahora- que no será obstáculo para ser felices el que los
hombres os insulten, y os persigan, y os calumnien de cualquier modo por
mi causa. Estad alegres y contentos, porque vuestra recompensa será
grande en el cielo. Así como ninguna cosa de la tierra puede dar la
felicidad que todo hombre busca, tampoco nada, si estamos unidos a Dios,
puede quitárnosla. Nuestra felicidad y nuestra plenitud viene de Dios.
«¡Oh vosotros que sentís más pesadamente el peso de la cruz! Vosotros
que sois pobres y desamparados, los que lloráis, los que estáis
perseguidos por la justicia, vosotros sobre los que se calla, vosotros
los desconocidos del dolor, tened ánimo; sois los preferidos del reino
de Dios, el reino de la esperanza, de la bondad y de la vida; sois los
hermanos de Cristo paciente, y con Él, si queréis, salváis el mundo».
Pidamos al Señor que transforme nuestras
almas, que realice un cambio radical en nuestros criterios sobre la
felicidad y la desgracia. Somos necesariamente felices si estamos
abiertos a los caminos de Dios en nuestras vidas, y si aceptamos la
buena nueva del Evangelio.
Y esto, también en el caso de que otras
gentes parezcan conseguir todos los bienes que se pueden alcanzar en
esta corta vida. No se debe tener al rico por dichoso sólo por sus
riquezas -dice San Basilio-; ni al poderoso por su autoridad y dignidad;
ni al fuerte por la salud de su cuerpo; ni al sabio por su gran
elocuencia. Todas estas cosas son instrumentos de la virtud para los que
las usan rectamente; pero ellas, en sí mismas, no contienen la
felicidad. Sabemos que, muchas veces, estos mismos bienes se convierten
en males y en desgracia para la persona que los posee y para los demás,
cuando no están ordenados según el querer de Dios. Sin el Señor, el
corazón se sentirá siempre insatisfecho y desgraciado.
Cuando para encontrar esa felicidad los
hombres ensayamos otros caminos que no son los de la voluntad de Dios,
que no son los que nos ha trazado el Maestro, al final sólo se encuentra
soledad y tristeza. La experiencia de todos lo que no quisieron
entender a Dios que les hablaba de distintas maneras, ha sido siempre la
misma: han comprobado que fuera de Dios no hay felicidad estable y
duradera. Lejos del Señor sólo se recogen frutos amargos y, de una forma
u otra, se acaba como el hijo pródigo fuera de la casa paterna:
comiendo bellotas y apacentando puercos.
Son dichosos quienes buscan a Cristo,
quienes piden y fomentan el deseo de santidad. En Cristo están ya
presentes todos los bienes que constituyen la verdadera felicidad.
«"Laetetur cor quaerentium Dominum" -Alégrese el corazón de los que
buscan al Señor.
»-Luz, para que investigues en los motivos de tu tristeza».
Cuando falta la alegría, ¿no estará la
causa en que, en esos momentos, no buscamos de verdad al Señor en el
trabajo, en quienes nos rodean, en las contradicciones? ¿No será que no
estamos todavía desprendidos del todo? ¡Que se alegren los corazones que
buscan al Señor!
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.