Desde este blog se pretende facilitar el aprendizaje de la predicación y la oración personal. Todos los que tratamos a Dios podemos aprender y mejorar, usando este blog, nuestra amistad con el Señor.
Fiel al dicho de Kazantzakis según el
cual «el buen viajero crea el país por el que viaja», María Belmonte
concibe y recrea Macedonia, en el norte de Grecia, que de su mano se
nos...
Fiel al dicho de
Kazantzakis según el cual «el buen viajero crea el país por el que
viaja», María Belmonte concibe y recrea Macedonia, en el norte de
Grecia, que de su mano se nos va revelando como una tierra melancólica y
misteriosa, tan exuberante, sin embargo, como la Grecia solar, y llena
de rincones capaces de deparar momentos de auténtica exultación. Un
paisaje de frontera que para la autora no son sólo líneas divisorias,
sino también fascinantes zonas donde confluyen realidades diversas, ya
sean materiales o espirituales. El resultado es un relato
extraordinario, a caballo entre la historia, los viajes, la antropología
y la literatura, urdido a fuerza de convocar imágenes, recuerdos,
lecturas, leyendas y personajes, para hacer justicia a la riqueza de una
región que ha sido y sigue siendo, ni más ni menos, el punto de
encuentro de dos mundos, Oriente y Occidente.
¿En qué momento comienza realmente el viaje?, se pregunta Michael Onfray en Teoría del Viaje.
María Belmonte nos regala un evocador relato con el que dar el primer
paso hacia la gran aventura que late en el viaje (en clara diferencia
con los viajes de aventura, más adrenalínicos, y con los que no debemos
confundirlo). Como en sus anteriores libros, Peregrinos de la bellezay el maravilloso Los senderos del mar, seguimos
sus huellas, andamos junto a una escritora que ya forma parte de la
genealogía de los grandes viajeros.
Escribe la autora: “los viajes o ciertos lugares nunca se olvidan,
especialmente si antes de visitarlos los hemos cargado de mitos y
poesía”. Y con la lectura de este libro iniciamos el viaje a la tierra
de Macedonia, a una Grecia diferente y real, fronteriza y desarraigada.
Verde, misteriosa y oscura, muy alejada del estereotipo o imagen
idealizada del Grand Tour de la Grecia del sur, luminosa y clásica.
Un movimiento ya iniciado por otros y que María Belmonte nos muestra
siempre con generosidad para que también podamos seguir sus pasos y
beber de sus fuentes: Lawrence Durrell, Theo Angelopoulos, Mark Mazower,
Vernon Lee, Rose Macaulay, Fani-Maria Tsigakou, Edith Hamilton y tantos
otros que nos impulsan a profundizar en la lectura.
Lo extraordinario del libro son los dos viajes que nos propone la
autora. El primero es un recorrido histórico desde la época helenística
de la dinastía de los Argeádas con Filipo II y Alejandro III, pasando
por su floreciente etapa bizantina y otomana, hasta la Grecia actual,
con sus conflictos y preocupaciones; porque conocer y comprender es
“amar anticipadamente”.
Sin embargo, lo sugestivo de la propuesta de María Belmonte es el viaje
interior, el segundo, que nos presenta de manera tan apasionada. Es a
través de la contemplación del paisaje, de la mirada posada en la
belleza de la ruinas, como podemos experimentar “el espíritu del lugar”.
Es en soledad y silencio como intuimos el misterio y la claridad del
mundo. Es la imaginación el medio por el que vemos lo invisible.
En el capítulo dedicado a la moderna y populosa Tesalónica, María
Belmonte describe la ciudad como un gran palimpsesto en el que
diferentes ciudades se suceden unas a otras guardando vestigios de las
anteriores. Existe un continuo, una realidad viva y real que abarca los
restos de un pasado y un presente complejo marcado por la condición de
territorio fronterizo. En estos vagabundeos por el norte de Grecia, la
autora nos revela todas las capas de esta realidad con palabras bellas y
emocionantes, que irradian su profundo amor por el paisaje griego.
Para los que lo conocemos un poco, hay ciertos detalles, a los que la
autora presta tanta atención, muy reconocibles, que nos conmueven y
transportan a una tierra vívida: la hospitalidad y carácter de sus
gentes, y los bancos. Esos bancos de madera, humildes, solitarios,
siempre oportunos invitándonos a gozar del tiempo que nos es dado. Sin
prisas. Como aconsejamos leer este magnífico libro.
Mónica Bernat, Librería Noviembre (Benicàssim, Castellón)
El proceso de gestación de ‘Top Gun: Maverick’ se remonta a 2012. En el mes de abril, Adam Goodman, antiguo presidente de Paramount Pictures, confirmó
que Peter Craig —‘The Town: Ciudad de ladrones’— se encontraba
trabajando en el guión de una secuela de ‘Top Gun’ que volvería a contar
con el dream team compuesto por Tony Scott, Tom Cruise y Jerry Bruckheimer como director, protagonista y productor respectivamente.
Los planes solo tardaron unos meses en torcerse. En noviembre de ese mismo año, el triste fallecimiento del realizador afectó drásticamente a una producción que debería haber comenzado a rodarse a lo largo del año 2013, y que terminó siendo cancelada sin apenas esperanzas de ser retomada más adelante.
En septiembre de 2014, los astros volvieron a alinearse y ‘Top Gun Maverick’ fue rescatada por Paramount, Skydance y el propio Bruckheimer, que contrataron al guionista Justin Marks —‘El libro de la selva’— para pulir el borrador original de Peter Craig. Un timing perfecto para poder estrenarla coincidiendo con el 30 aniversario de la original en 2016.
Desgraciadamente, el proceso se alargó más de lo previsto pero, a
mediados de 2017, el propio Tom Cruise confirmó que la nueva ‘Top Gun’ se rodaría finalmente a lo largo de 2018 y anunció que su título oficial incluiría el alias de su protagonista, ‘Maverick’.
El argumento
¿Qué nos ofrecerá ‘Top Gun: Maverick’ a nivel argumental? Para obtener respuestas, el mejor lugar al que podemos acudir es a la sinopsis oficial del largometraje:
“Después de más de 30 años de servicio como uno de los mejores
aviadores de la Armada, Pete ‘Maverick’ Mitchell está donde pertenece,
yendo un paso más allá como un valiente piloto de pruebas y esquivando
un ascenso de rango que le dejaría en tierra.
Mientras está entrenando a un destacamento de graduados para una
misión especial a la que no se ha enfrentado ningún piloto con vida,
Maverick se encuentra con el teniente Bradley Bradshaw, alias ‘Rooster’,
el hijo del antiguo amigo de Maverick y Oficial de Radar e Intercepción
Nick Bradshaw, alias ‘Goose’.
Enfrentándose a un futuro incierto y luchando contra los fantasmas
de su pasado, Maverick es arrastrado a una confrontación con sus miedos
más profundos, culminando en una misión que requiere el sacrificio
definitivo de aquellos que han sido elegidos para volar.”
Después de leer esta descripción, no cabe duda de que vamos a enfrentarnos a una buena dosis de acción aérea de primera aderezada con un toque de drama
extraído de la relación entre Maverick —que aún se siente culpable por
la muerte de su colega ‘Goose’— y ‘Rooster’, quien probablemente quiera
honrar el legado de su padre a toda costa a pesar de las reticencias de
un Maverick sobreprotector. ¿Previsible? Puede. ¿Épico? Sin duda.
Discurso a los participantes en la
31ª edición del Curso sobre el Foro Interno en el que ha reflexionado
sobre el significado del Sacramento de la Reconciliación, dando algunos
consejos a los confesores explicándoles cuál debe ser la actitud que
deben tener ante el pecador perdonado
Texto del Discurso del Santo Padre
Queridos hermanos, buenos días. El Cardenal −le agradezco sus palabras− ha insistido en San José. Durante meses me decía: “Escriba algo sobre San José, escriba algo sobre San José”. Y
la Carta sobre San José es obra suya, en gran parte. Así que gracias.
Me disculpo por estar sentado, me he pensado: ellos están sentados, así
que yo también. No debería, pero después del viaje todavía las piernas
se resienten. Perdonadme.
Me alegra recibiros con ocasión del
Curso sobre el Foro Interno, organizado por la Penitenciaría Apostólica,
que este año llega a la 31ª edición. El Curso es una cita habitual que,
providencialmente, cae en el tiempo de Cuaresma, tiempo penitencial y
tiempo de desierto, de conversión, de penitencia y de acogida de la
misericordia, también para nosotros. Saludo al Cardenal Mauro Piacenza,
Penitenciario Mayor, y le agradezco sus palabras, como he dicho antes, y
con él saludo al Regente, a los Prelados, a los Oficiales y al Personal
de la Penitenciaría, a los Colegas de los penitenciarios ordinarios y
extraordinarios de las Basílicas Papales en la Urbe y a todos vosotros
participantes en el Curso que, por necesidad de la pandemia, se ha
debido desarrollar online pero con la notable participación de 870 clérigos. Buen número.
Me gustaría detenerme con vosotros en
tres expresiones que explican bien el sentido del Sacramento de la
Reconciliación, porque ir a confesarse no es ir a la tintorería a que me
quiten una mancha. No, es otra cosa. Pensemos bien qué es. La primera
expresión que explica este sacramento, este misterio es: “abandonarse al
Amor”; la segunda: “dejarse transformar por el Amor”; y la tercera:
“corresponder al Amor”. Siempre el Amor: si no hay Amor en el
sacramento, no es como Jesús lo quiere. Si hay mentalidad de
funcionario, no es como Jesús lo quiere. Amor. Amor de hermano pecador
perdonado −como ha dicho el Cardenal− al hermano, a la hermana, pecador y
pecadora perdonados. Esa es la relación fundamental.
1.Abandonarse al Amor
significa hacer un auténtico acto de fe. La fe nunca puede reducirse a
un elenco de conceptos o a una serie de afirmaciones que creer. La fe se
expresa y se comprende dentro de una relación: la relación entre Dios y
el hombre y entre el hombre y Dios, según la lógica de la llamada y la
respuesta: Dios llama y el hombre responde. Es verdad también al revés:
nosotros llamamos a Dios cuando le necesitamos, y Él responde siempre.
La fe es el encuentro con la Misericordia, con Dios mismo que es
Misericordia −el nombre de Dios es Misericordia− y es el abandono en los
brazos de ese Amor, misterioso y generoso, que tanto necesitamos, pero
al que, a veces, se tiene miedo de abandonarse.
La experiencia enseña que quien no se
abandona al amor de Dios acaba, antes o después, por abandonarse a otro,
terminando “en brazos” de la mentalidad mundana, que al final trae
amargura, tristeza y soledad, y no cura. Entonces el primer paso para
una buena Confesión es precisamente el acto de fe, de abandono, con el
que el penitente se acerca a la Misericordia. Y todo confesor, pues,
debe ser capaz de asombrase siempre por los hermanos que, por fe, piden
perdón a Dios y, también solo por fe, se abandonan a Él, dándose a sí
mismos en la Confesión. El dolor por los propios pecados es la señal de
dicho abandono confiado al Amor.
2. Vivir así la Confesión significa dejarse transformar por el Amor.
Es la segunda dimensión, la segunda expresión en la que quería
reflexionar. Sabemos bien que no son las leyes las que salvan, basta
leer el capítulo 23 de Mateo: el individuo no cambia por una fría serie
de preceptos, sino por el asombre del Amor percibido y gratuitamente
ofrecido. Es el Amor el que se ha manifestado plenamente en Jesucristo y
en su muerte en la cruz por nosotros. Así el Amor, que es Dios mismo,
se ha hecho visible a los hombres, de un modo antes impensable,
totalmente nuevo y por eso capaz de renovar todas las cosas. El
penitente que encuentra, en el coloquio sacramental, un rayo de ese Amor
acogedor, se deja transformar por el Amor, por la Gracia, empezando a
vivir esa transformación del corazón de piedra en corazón de carne, que
es una transformación que se da en cada confesión. También en la vida
afectiva es así: se cambia por el encuentro con un gran amor.
El buen confesor siempre está llamado a
vislumbrar el milagro del cambio, a acogerse a la obra de la Gracia en
los corazones de los penitentes, favoreciendo lo más posible su acción
trasformadora. La integridad de la acusación es la señal de esa
transformación que el Amor realiza: todo es entregado, para que todo sea
perdonado.
3. La tercera y última expresión es corresponder al Amor.
El abandono y el dejarse transformar por el Amor tienen como necesaria
consecuencia una correspondencia al amor recibido. El cristiano tiene
siempre presente aquellas palabras de Santiago: «Muéstrame tu fe sin obras, y yo con mis obras te mostraré mi fe»
(2,18). La real voluntad de conversión se concreta en la
correspondencia al amor de Dios recibido y acogido. Se trata de una
correspondencia que se manifiesta en el cambio de vida y en las obras de
misericordia que le siguen. Quien ha sido acogido por el Amor, no puede
dejar de acoger al hermano. Quien se ha abandonado al Amor, no puede
dejar de consolar a los afligidos. Quien ha sido perdonado por Dios, no
puede sino perdonar de corazón a los hermanos.
Si es cierto que nosotros nunca podremos
corresponder plenamente al Amor divino, por la diferencia insalvable
entre Creador y criaturas, también es cierto que Dios nos señala un amor
posible, en el que vivir tal imposible correspondencia: el amor al
hermano. Es el amor al hermano el lugar de la correspondencia real al
amor de Dios: amando a los hermanos mostramos a nosotros mismos, al
mundo y a Dios que le amamos de verdad a Él y correspondemos, siempre de
modo inadecuado, a su misericordia. El buen confesor indica siempre,
junto al primado del amor de Dios, el indispensable amor al prójimo,
como palestra diaria en la que entrenar el amor a Dios. El propósito
actual de no volver a cometer el pecado es la señal de la voluntad de
corresponder al Amor. Y tantas veces la gente, incluso nosotros mismos,
nos avergonzamos de haber prometido, de cometer el pecado y volver otra
vez, otra vez… Me viene a la mente una poesía de un párroco argentino,
bueno, un buen párroco, buenísimo. Era un poeta, ha escrito muchos
libros. Una poesía a la Virgen, en la que pedía a la Virgen, en la
poesía, que lo protegiera, porque él quería cambiar pero no sabía cómo.
Le hacía la promesa de cambiar, a la Virgen, y acababa así: “Esta tarde, Señora, la promesa es sincera. Por las dudas, no olvide dejar la llave afuera”.
Sabía que siempre estará la llave para abrir, porque fue Dios, la
ternura de Dios, la que la deja fuera. Así, la celebración frecuente del
sacramento de la Reconciliación es, tanto para el penitente como para
el confesor, una vía de santificación, una escuela de fe, de abandono,
de cambio y de correspondencia al Amor misericordioso del Padre.
Queridos hermanos, recordemos siempre
que cada uno de nosotros es un pecador perdonado −si uno no se siente
así, mejor que no vaya a confesar, mejor que no sea confesor−, un
pecador perdonado, puesto al servicio de los demás, para que también
ellos, a través del encuentro sacramental, puedan encontrar aquel Amor
que ha fascinado y cambiado nuestra vida. Con esta conciencia, os animo a
perseverar con fidelidad en el ministerio precioso que realizáis, o que
pronto os será confiado: es un servicio importante para la
santificación del pueblo santo de Dios. Encomendad ese ministerio
vuestro de la reconciliación a la poderosa protección de San José,
hombre justo y fiel.
Y aquí quería detenerme para subrayar la
actitud religiosa que nace de esa conciencia de ser pecador perdonado
que debe tener el confesor. Acoger en paz, acoger con paternidad. Cada
uno sabrá cómo es la expresión de la paternidad: la sonrisa, los ojos en
paz… Acoger dando tranquilidad, y luego dejar hablar. A veces, el
confesor se da cuenta de que hay cierta dificultad para seguir adelante
con un pecado, pero si lo entiende, no haga preguntas indiscretas. Yo he
aprendido del Cardenal Piacenza una cosa: me dijo que cuando él ve que
esas personas tienen dificultad y se entiende de qué se trata, él
enseguida los para y dice: “He entendido. Sigamos adelante”. No
dar más dolor, más “tortura” en esto. Y luego, por favor, no hacer
preguntas. Yo algunas veces me pregunto: esos confesores que empiezan: “Y cómo esto, y esto, y esto…”.
Pero dime, ¿qué estás haciendo? ¿Te estás haciendo la película en tu
mente? Por favor. Luego, en las basílicas hay una oportunidad tan grande
de confesarse, pero desgraciadamente los seminaristas que están en los
colegios internacionales se corren la voz, también los curas jóvenes: “A
aquella basílica puedes ir a todos menos a aquel y aquel; a aquel
confesionario no vayas, porque es un sheriff que te tortura”. Se corre la voz…
Ser misericordioso no significa ser de manga ancha, no. Significa ser hermano, padre, consolador. “Padre,
yo no puedo, no sé qué hacer…” −“Tú reza, y vuelve cada vez que lo
necesites, porque aquí encontrarás a un padre, un hermano, eso
hallarás”. Esa es la actitud. Por favor, no seáis el tribunal de examen académico: “Y cómo, y cuándo…”. No meter las narices en el alma de los demás. Padres, hermanos misericordiosos.
Mientras os dejo estos apuntes de
reflexión, os deseo a vosotros y a vuestros penitentes una fructuosa
Cuaresma de conversión. Os bendigo de corazón, y os pido por favor que
recéis por mí. Gracias.
«Como
Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es preciso que sea
levantado el Hijo del Hombre, para que todo el que crea tenga vida
eterna en él. Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo
Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca sino que tenga
vida eterna. Pues Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo,
sino para que el mundo se salve por éL El que cree en él no es juzgado;
pero quien no cree ya está juzgado, porque no cree en el nombre del
Hijo Unigénito de Dios. Este es el juicio: que vino la luz al mundo y
los hombres amaron más a las tinieblas que la luz, ya que sus obras eran
malas. Pues todo el que obra mal odia la luz y no viene a la luz, para
que sus obras no sean reprobadas. Pero el que obra según la verdad viene
a la luz, para que sus obras se pongan de manifiesto, porque han sido
hechas según Dios.» (Juan 3, 14-21)
I. Alégrate, Jerusalén; alegraos con
ella todos los que la amáis, gozaos de su alegría..., rezamos en la
Antífona de entrada de la Misa: Laetare, Ierusalem...
La alegría es una característica
esencial del cristiano, y la Iglesia no deja de recordárnoslo en este
tiempo litúrgico para que no olvidemos que debe estar presente en todos
los momentos de nuestra vida. Existe una alegría que se pone de relieve
en la esperanza del Adviento, otra viva y radiante en el tiempo de
Navidad; más tarde, la alegría de estar junto a Cristo resucitado; hoy,
ya avanzada la Cuaresma, meditamos la alegría de la Cruz. Es siempre el
mismo gozo de estar junto a Cristo: «sólo de Él, cada uno de nosotros
puede decir con plena verdad, junto con San Pablo: Me amó y se entregó
por mí (Gal 2, 20). De ahí debe partir vuestra alegría más profunda, de
ahí ha de venir también vuestra fuerza y vuestro sostén. Si vosotros,
por desgracia, debéis encontrar amarguras, padecer sufrimientos,
experimentar incomprensiones y hasta caer en pecado, que rápidamente
vuestro pensamiento se dirija hacia Aquel que os ama siempre y que con
su amor ilimitado, como de Dios, hace superar toda prueba, llena todos
nuestros vacíos, perdona todos nuestros pecados y empuja con entusiasmo
hacia un camino nuevamente seguro y alegre».
Este domingo es tradicionalmente
conocido con el nombre de Domingo "Laetare", por la primera palabra de
la Antífona de entrada. La severidad de la liturgia cuaresmal se ve
interrumpida en este domingo que nos habla de alegría. Hoy está
permitido que -si se dispone de ellos- los ornamentos del sacerdote sean
color rosa en vez de morados, y que pueda adornarse el altar con
flores, cosa que no se hace los demás días de Cuaresma.
La Iglesia quiere recordarnos así que la
alegría es perfectamente compatible con la mortificación y el dolor. Lo
que se opone a la alegría es la tristeza, no la penitencia. Viviendo
con hondura este tiempo litúrgico que lleva hacia la Pasión -y por tanto
hacia el dolor-, comprendemos que acercarnos a la Cruz significa
también que el momento de nuestra Redención se acerca, está cada vez más
próximo, y por eso la Iglesia y cada uno de sus hijos se llenan de
alegría: Laetare, alégrate, Jerusalén, y alegraos con ella todos los que
la amáis .
La mortificación que estaremos viviendo
estos días no debe ensombrecer nuestra alegría interior, sino todo lo
contrario: debe hacerla crecer, porque nuestra Redención se acerca, el
derroche de amor por los hombres que es la Pasión se aproxima, el gozo
de la Pascua es inminente. Por eso queremos estar muy unidos al Señor,
para que también en nuestra vida se repita, una vez más, el mismo
proceso: llegar, por su Pasión y su Cruz, ala gloria y a la alegría de
su Resurrección.
II. Alegraos siempre en el Señor, otra
vez os digo: alegraos. Con una alegría que es equivalente a felicidad, a
gozo interior, y que lógicamente también se manifiesta en el exterior
de la persona.
«Como es sabido, existen diversos grados
de esta "felicidad". Su expresión más noble es la alegría o "felicidad"
en sentido estricto, cuando el hombre, a nivel de sus facultades
superiores, encuentra la satisfacción en la posesión de un bien conocido
y amado (...). Con mayor razón conoce la alegría y felicidad espiritual
cuando su espíritu entra en posesión de Dios, conocido y amado como
bien supremo e inmutable». Y continúa diciendo Pablo VI: «La sociedad
tecnológica ha logrado multiplicar las ocasiones de placer, pero
encuentra muy difícil engendrar la alegría. Porque la alegría tiene otro
origen: es espiritual. El dinero, el "confort", la higiene, la
seguridad material, no faltan con frecuencia; sin embargo, el tedio, la
aflicción, la tristeza, forman parte, por desgracia, de la vida de
muchos».
El cristiano entiende perfectamente
estas ideas expresadas por el Romano Pontífice. Y sabe que la alegría
surge de un corazón que se siente amado por Dios y que a su vez ama con
locura al Señor. Un corazón que se esfuerza además para que ese amor a
Dios se traduzca en obras, porque sabe -con el refrán castellano- que
«obras son amores y no buenas razones». Un corazón que está en unión y
en paz con Dios, pues, aunque se sabe pecador, acude a la fuente del
perdón: Cristo en el sacramento de la Penitencia.
Al ofrecerte, Señor, en la celebración
gozosa del domingo, los dones que nos traen la salvación, te rogamos nos
ayudes... Los sufrimientos y las tribulaciones acompañan a todo hombre
en la tierra, pero el sufrimiento, por sí solo, no transforma ni
purifica; incluso puede ser causa de rebeldía y de desamor. Algunos
cristianos se separan del Maestro cuando llegan hasta la Cruz, porque
ellos esperan la felicidad puramente humana, libre de dolor y acompañada
de bienes naturales.
El Señor nos pide que perdamos el miedo
al dolor, a las tribulaciones, y nos unamos a Él, que nos espera en la
Cruz. Nuestra alma quedará más purificada, nuestro amor más firme.
Entonces comprenderemos que la alegría está muy cerca de la Cruz. Es
más, que nunca seremos felices si no nos unimos a Cristo en la Cruz, y
que nunca sabremos amar si a la vez no amamos el sacrificio. Esas
tribulaciones, que con la sola razón parecen injustas y sin sentido, son
necesarias para nuestra santidad personal y para la salvación de muchas
almas. En el misterio de la corredención, nuestro dolor, unido a los
sufrimientos de Cristo, adquiere un valor incomparable para toda la
Iglesia y para la humanidad entera. El Señor nos hacer ver, si acudimos a
Él con humildad, que todo -incluso aquello que tiene menos explicación
humana- concurre para el bien de los que aman a Dios. El dolor, cuando
se le da su sentido, cuando sirve para amar más, produce una íntima paz y
una profunda alegría. Por eso, el Señor en muchas ocasiones bendice con
la Cruz.
Así hemos de recorrer «el camino de la entrega: la Cruz a cuestas, con una sonrisa en tus labios, con una luz en tu alma».
III. El cristiano se da a Dios y a los
demás, se mortifica y se exige, soporta las contrariedades... y todo eso
lo hace con alegría, porque entiende que esas cosas pierden mucho de su
valor si las hace a regañadientes: Dios ama al que da con alegría. No
nos tiene que sorprender que la mortificación y la penitencia nos
cuesten; lo importante es que sepamos encaminarnos hacia ellas con
decisión, con la alegría de agradar a Dios, que nos ve. «"¿Contento?"
-Me dejó pensativo la pregunta.
»-No se han inventado todavía las
palabras, para expresar todo lo que se siente -en el corazón y en la
voluntad- al saberse hijo de Dios». Quien se siente hijo de Dios, es
lógico que experimente ese gozo interior.
La experiencia que nos transmiten los
santos es unánime en este sentido. Bastaría recordar la confidencia que
hace el apóstol San Pablo a los de Corinto: ... estoy lleno de consuelo,
reboso de gozo en todas nuestras tribulaciones. Y conviene recordar que
la vida de San Pablo no fue fácil ni cómoda: Cinco veces recibí de los
judíos cuarenta azotes menos uno; tres veces fui azotado con varas; una
vez fui lapidado; tres veces naufragué; un día y una noche pasé náufrago
en alta mar; en mis frecuentes viajes sufrí peligros de ríos, peligros
de ladrones, peligros de los de mi raza, peligros de los gentiles,
peligros en ciudad, peligros en despoblado, peligros en el mar, peligros
entre falsos hermanos; trabajos y fatigas, frecuentes vigilias, con
hambre y sed, en frecuentes ayunos, con frío y desnudez. Pues bien, con
todo lo que acaba de enumerar, San Pablo es veraz cuando nos dice: estoy
lleno de consuelo, reboso de gozo en todas nuestras tribulaciones.
Tenemos cerca la Semana Santa y la Pascua, y por tanto el perdón, la
misericordia, la compasión divina, la sobreabundancia de la gracia. Unas
jornadas más, y el misterio de nuestra salud quedará consumado. Si
alguna vez hemos tenido miedo a la penitencia, a la expiación,
llenémonos de valor, pensando en que el tiempo es breve y el premio
grande, sin proporción con la pequeñez de nuestro esfuerzo. Sigamos con
alegría a Jesús, hasta Jerusalén, hasta el Calvario, hasta la Cruz.
Además, «¿no es verdad que en cuanto dejas de tener miedo a la Cruz, a
eso que la gente llama cruz, cuando pones tu voluntad en aceptar la
Voluntad divina, eres feliz, y se pasan todas las preocupaciones, los
sufrimientos físicos o morales?».
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
"Somos obra de Dios, liberados por Cristo de las tinieblas, salvados en su Nombre"
2 Cro 36,14-16.19-23: "La ira y la misericordia del Señor se manifestaron en el exilio y la liberación del pueblo"
Sal 136,1-2.3.4.5.6: "Que se me pegue la lengua al paladar si no me acuerdo de ti"
Ef 2,4-10: "Estando muertos por los pecados, nos ha hecho vivir con Cristo"
Jn 3,14-21: "Dios mandó a su Hijo al mundo para que el mundo se salve por Él"
El
Cronista hace memoria de las infidelidades del pueblo de Dios y del
castigo que recibieron de sus enemigos. Se quiere hacer ver que la
salvación vendrá de Dios, que el exilio terminará porque Dios será su
libertador. El decreto de Ciro será el instrumento del que Dios se
servirá para llevar a cabo la liberación. Se muestra la historia como el
gran escenario de la acción salvadora de Dios, incluso por medio de
quienes no lo conocen.
Jesús, en
el encuentro con Nicodemo, busca que éste ahonde y madure en su fe. Le
anuncia la Verdad, pero es también un llamamiento, una invitación a ir
poco a poco cayendo en la cuenta de cuanto le dice.
Presenta a
Nicodemo la necesidad de tomar postura ante la salvación de Dios. El
que cree está en la luz y el que no cree está en tinieblas. El símbolo
de la "clandestinidad" con la que Nicodemo visita a Jesús, queda
destruido por la invitación a que "realice la verdad para acercarse a la
luz". La verdad, además de libres, hace valientes.
La
realidad de nuestra cultura, profundamente fragmentada, dificulta al
hombre plantearse el problema de la verdad, hasta el punto de dudar de
su posibilidad y existencia. En esta situación renuncia a buscar la
verdad y, como consecuencia, permanece en las "tinieblas" de la verdad
de sí mismo.
— Dios es verdad y amor:
"Dios,
«El que es», se reveló a Israel como el que es "rico en amor y
fidelidad" (Ex 34,6). Estos dos términos expresan de forma condensada
las riquezas del Nombre divino. En todas sus obras, Dios muestra su
benevolencia, su bondad, su gracia, su amor; pero también su fiabilidad,
su constancia, su fidelidad, su verdad. «Doy gracias a tu nombre por
tu amor y tu verdad» (Sal 138,2). Él es la Verdad, porque «Dios es Luz,
en Él no hay tiniebla alguna» (1 Jn 1,5); Él es «Amor», como lo enseña
el apóstol Juan (1Jn 4,8)" (214).
— Dios es amor:
"A lo
largo de su historia, Israel pudo descubrir que Dios sólo tenía una
razón para revelársele y escogerlo entre todos los pueblos como pueblo
suyo: su amor gratuito. E Israel comprendió, gracias a sus profetas, que
también por amor Dios no cesó de salvarlo y de perdonarle su
infidelidad y sus pecados" (218).
— Vivir en la verdad:
"El
Antiguo Testamento lo proclama: Dios es fuente de toda verdad. Su
Palabra es verdad. Su ley es verdad. «Tu verdad, de edad en edad» (Sal
119,90; Lc 1,50). Porque Dios es el «Veraz» (Rm 3,4), los miembros de
su Pueblo son llamados a vivir en la verdad" (2465).
— "En
Jesucristo la verdad de Dios se manifestó en plenitud. «Lleno de gracia
y de verdad» (Jn 1,14). Él es la «luz del mundo» (Jn 8,12), la Verdad,
el que cree en Él no permanece en las tinieblas" (2466; cf. 2467-2470).
—
"¿Dónde, pues, están inscritas estas normas sino en el libro de esa luz
que se llama la Verdad? Allí está escrita toda ley justa, de allí pasa
al corazón del hombre que cumple la justicia; no que ella emigre a él,
sino que en él pone su impronta a la manera de un sello que de un anillo
pasa a la cera, pero sin dejar el anillo" (San Agustín, Trin. 14,15,21)
(1955).
Cuando el
hombre se acerca a la Verdad de Dios por el camino de Cristo, además de
encontrarse con el Verdadero, se encuentra a sí mismo.