Del Tabor al Calvario
“En aquel tiempo, Jesús cogió a
Pedro, a Juan y a Santiago y subió a lo alto de la montaña, para orar.
Y, mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió, sus vestidos
brillaban de blancos. De repente, dos hombres conversaban con él: eran
Moisés y Elías, que, apareciendo con gloria, hablaban de su muerte, que
iba a consumar en Jerusalén. Pedro y sus compañeros se calan de sueño;
y, espabilándose, vieron su gloria y a los dos hombres que estaban con
él. Mientras éstos se alejaban, dijo Pedro a Jesús: - «Maestro, qué bien
se está aquí. Haremos tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y
otra para Elías.» No sabía lo que decía. Todavía estaba hablando, cuando
llegó una nube que los cubrió. Se asustaron al entrar en la nube. Una
voz desde la nube decía: - «Éste es mi Hijo, el escogido, escuchadle.»
Cuando sonó la voz, se encontró Jesús solo. Ellos guardaron silencio y,
por el momento, no contaron a nadie nada de lo que hablan visto” (Lucas 9,28b-36).
I. Oigo en mi corazón: buscad mi rostro.
Tu rostro buscaré, Señor, no me escondas tu rostro, rezamos en la
Antífona de entrada de la Misa de hoy. El Evangelio nos cuenta lo que
sucedió en el Tabor. Poco antes Jesús había declarado a sus discípulos,
en Cesarea de Filipo, que iba a sufrir y padecer en Jerusalén, a morir a
manos de los príncipes de los sacerdotes, de los ancianos y de los
escribas. Los Apóstoles habían quedado sobrecogidos y entristecidos por
este anuncio. Ahora, tomó Jesús consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, y
los llevó a ellos solos aparte, para orar. Son los tres discípulos que
serán testigos de su agonía en el huerto de los Olivos. Mientras él
oraba, cambió el aspecto de su rostro y su vestido se volvió blanco,
resplandeciente. Y le ven conversar con Elías y Moisés, que aparecían
gloriosos y le hablaban de su muerte, que había de cumplirse en
Jerusalén.
Seis días llevaban los Apóstoles
entristecidos por la predicación de Cesarea de Filipo. La ternura de
Jesús hace que ahora contemplen su glorificación. San León Magno dice
que «el principal fin de la transfiguración era desterrar del alma de
los discípulos el escándalo de la cruz». Nunca olvidarían los Apóstoles
esta «gota de miel» que Jesús les daba en medio de su amargura. Muchos
años más tarde San Pedro tiene perfectamente nítido estos momentos: ...
cuando desde aquella extraordinaria gloria se le hizo llegar esta voz:
Éste es mi Hijo querido, en quien me complazco. Esta voz, enviada del
cielo, la oímos nosotros estando con Él en el monte santo. El Apóstol lo
recordaría hasta el final de sus días.
Siempre hace así Jesús con los suyos. En medio de los mayores padecimientos da el consuelo necesario para seguir adelante.
Este destello de la gloria divina
transportó a los Apóstoles a una inmensa felicidad, que hace exclamar a
San Pedro: Señor, ¡bueno es permanecer aquí! Hagamos tres tiendas...
Pedro quiere alargar aquella situación. Pero, como dirá más adelante el
Evangelista, no sabía lo que decía; porque lo bueno, lo que importa, no
es hallarse aquí o allí, sino estar siempre con Jesús, en cualquier
parte, y verle detrás de las circunstancias en que nos hallamos. Si
estamos con Él, es igual que nos encontremos en medio de los mayores
consuelos del mundo, o en la cama de un hospital entre dolores
indecibles. Lo que importa es sólo eso: verle y vivir siempre con Él. Es
lo único verdaderamente bueno e importante en esta vida y en la otra.
Si permanecemos con Jesús, estaremos muy cerca de los demás y seremos
felices, sea cual sea nuestro lugar y la situación en que nos
encontremos. Vultum tuum, Domine, requiram: Deseo verte y buscaré tu
rostro, Señor, en las circunstancias ordinarias de mi jornada.
II. San Beda, comentando el pasaje del
Evangelio de la Misa, dice que el Señor, «en una piadosa permisión, les
permitió (a Pedro, a Santiago y a Juan) gozar durante un tiempo muy
corto la contemplación de la felicidad que dura siempre, para hacerles
sobrellevar con mayor fortaleza la adversidad». El recuerdo de aquellos
momentos junto al Señor en el monte fue sin duda una gran ayuda en
tantas situaciones difíciles de la vida de estos tres Apóstoles.
La existencia de los hombres es un
caminar hacia el Cielo, nuestra morada. Caminar en ocasiones áspero y
dificultoso, porque con frecuencia hemos de ir contra corriente y
tendremos que luchar con muchos enemigos de dentro de nosotros mismos y
de fuera. Pero quiere el Señor confortarnos con la esperanza del Cielo,
de modo especial en los momentos más duros o cuando la flaqueza de
nuestra condición se hace más patente: «A la hora de la tentación piensa
en el Amor que en el cielo te aguarda: fomenta la virtud de la
esperanza, que no es falta de generosidad». Allí «todo es reposo,
alegría y regocijo; todo serenidad y calma, todo paz, resplandor y luz. Y
no luz como ésta de que gozamos ahora y que, comparada con aquélla, no
pasa de ser como una lámpara junto al sol... Porque allí no hay noche,
ni tarde, ni frío, ni calor, ni mudanza alguna en el modo de ser, sino
un estado tal que sólo lo entienden quienes son dignos de gozarlo. No
hay allí vejez, ni achaques, ni nada que semeje corrupción, porque es el
lugar y aposento de la gloria inmortal...
»Y por encima de todo ello, el trato y
goce sempiterno de Cristo, de los ángeles..., todos perpetuamente en un
sentir común, sin temor a Satanás ni a las asechanzas del demonio ni a
las amenazas del infierno o de la muerte».
Nuestra vida en el Cielo estará
definitivamente exenta de todo posible temor. No sufriremos la inquietud
de perder lo que tenemos, ni desearemos tener algo distinto. Entonces
verdaderamente podremos decir con San Pedro: Señor, ¡qué bien estamos
aquí! El atisbo de gloria que tuvo el Apóstol lo tendremos en plenitud
en la vida eterna. «Vamos a pensar lo que será el Cielo. Ni ojo vio, ni
oído oyó, ni pasó a hombre por pensamiento cuáles cosas tiene Dios
preparadas para los que le aman. ¿Os imagináis qué será llegar allí, y
encontrarnos con Dios, y ver aquella hermosura, aquel amor que se vuelca
en nuestros corazones, que sacia sin saciar? Yo me pregunto muchas
veces al día: ¿qué será cuando toda la belleza, toda la bondad, toda la
maravilla infinita de Dios se vuelque en este pobre vaso se barro que
soy yo, que somos todos nosotros? Y entonces me explico bien aquello del
Apóstol: ni ojo vio, ni oído oyó... Vale la pena, hijos míos, vale la
pena».
El pensamiento de la gloria que nos
espera debe espolearnos en nuestra lucha diaria. Nada vale tanto como
ganar el cielo. «Y con ir siempre con esta determinación de antes morir
que dejar de llegar al fin del camino, si os llevare el Señor con alguna
sed en esta vida, daros ha de beber con toda abundancia en la otra y
sin temor de que os haya de faltar».
III. Una nube los envolvió enseguida.
Recuerda a aquella otra que acompañaba a la presencia de Dios en el
Antiguo Testamento: La nube envolvió el tabernáculo de la reunión y la
gloria de Yahvé llenaba todo el lugar. Era la señal que garantizaba las
intervenciones divinas: Yahvé dijo a Moisés: Yo vendré a ti en una nube
densa, para que vea el pueblo que yo hablo contigo y tengan siempre fe
en ti. Esa nube envuelve ahora en el Tabor a Cristo y de ella surge la
voz poderosa de Dios Padre: Este es miHijo, el Amado, escuchadle a él. Y
Dios Padre habla a través de Jesucristo a todos los hombres de todos
los tiempos. Su voz se oye en cada época, de modo singular a través de
la enseñanza de la Iglesia, que «busca continuamente los caminos para
acercar este misterio de su Maestro y Señor al género humano: a los
pueblos, a las naciones, a las generaciones que se van sucediendo, a
todo hombre en particular».
Al alzar sus ojos no vieron a nadie sino
sólo a Jesús. Y no estaban Elías y Moisés. Sólo ven al Señor. Al Jesús
de siempre, que en ocasiones pasa hambre, que se cansa, que se esfuerza
para ser comprendido... A Jesús, sin especiales manifestaciones
gloriosas. Lo normal para los Apóstoles fue ver al Señor así, lo
excepcional fue verlo transfigurado.
A este Jesús debemos encontrar nosotros
en nuestra vida ordinaria, en medio del trabajo, en la calle, en quienes
nos rodean, en la oración, cuando perdona, en el sacramento de la
Penitencia, y, sobre todo, en la Sagrada Eucaristía, donde se encuentra
verdadera, real y sustancialmente presente. Pero normalmente no se nos
muestra con particulares manifestaciones. Más aún, hemos de aprender a
descubrir al Señor detrás de lo ordinario, de lo corriente, huyendo de
la tentación de desear lo extraordinario.
Nunca debemos olvidar que aquel Jesús
con el que estuvieron en el monte Tabor aquellos tres privilegiados es
el mismo que está junto a nosotros cada día. «Cuando Dios os concede la
gracia de sentir su presencia y desea que le habléis como al amigo más
querido, exponedle vuestros sentimientos con toda libertad y confianza.
Se anticipa a darse a conocer a los que le anhelan (Sab 6, 14). Sin
esperar a que os acerquéis a Él, se anticipa cuando deseáis su amor, y
se os presenta, concediéndoos las gracias y remedios que necesitáis.
Sólo espera de vosotros una palabra para demostraros que está a vuestro
lado y dispuesto a escucharos y consolaros: Sus oídos están atentos a la
oración (Sal 33, 16) (...).
»Los demás amigos, los del mundo, tienen
horas que pasan conversando juntos y horas en que están separados; pero
entre Dios y vosotros, si queréis, jamás habrá una hora de separación».
¿No será nuestra vida distinta en esta
Cuaresma, y siempre, si actualizáramos más frecuentemente esa presencia
divina en lo habitual de cada día, si procuráramos decir más
jaculatorias, más actos de amor y de desagravio, más comuniones
espirituales...? «Para tu examen diario: ¿he dejado pasar alguna hora,
sin hablar con mi Padre Dios?... ¿He conversado con Él, con amor de
hijo? -¡Puedes!».
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.