(Cfr. www.almudi.org)
(Ez 34,11-12.15-17) "Yo mismo en persona buscaré a mis ovejas"
(1 Cor 15,20-26.28) "Dios lo será todo en todos"
(Mt 25,31-46) "Venid vosotros, benditos de mi Padre"
Homilía con textos de homilías pronunciadas por S.S. Juan Pablo II
Homilía en el Santuario del Amor Misericordioso, en Colevalenza (22-XI-1981)
--- La gracia de Dios
“Venid vosotros benditos de mi Padre;
heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo”
(Mt 25,43). Hemos escuchado estas palabras hace poco, en el Evangelio de
la solemnidad de hoy. El Hijo del hombre pronunciará estas palabras
cuando, como rey, se encuentre ante todos los pueblos de la tierra, al
fin del mundo. Entonces, cuando “Él separará a unos de otros, como un
pastor separa a las ovejas de las cabras” (Mt 25,32), a todos los que se
hallen a su derecha, les dirá las palabras: “heredad el reino”.
Este reino es el don definitivo del
Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Es el don madurado “desde la
creación del mundo” (Mt 25,34), en el curso de toda la historia de la
salvación. Es don del amor misericordioso.
Por esto, hoy, la fiesta de Cristo Rey
del universo y último domingo del año litúrgico, he deseado venir al
santuario del Amor Misericordioso. La liturgia de este domingo nos hace
conscientes, de modo particular, que en el reino revelado por Cristo
crucificado y resucitado se debe cumplir definitivamente la historia del
hombre y del mundo: “Cristo ha resucitado, primicia de todos los que
han muerto” (1 Cor 15,20).
El reino de Cristo, que es don del amor eterno, del amor misericordioso, ha sido preparado “desde la creación del mundo”.
--- El pecado esclaviza al hombre
Sin embargo, “por un hombre vino la muerte” (1 Cor 15,21) y “por Adán murieron todos” (1 Cor 15,22).
A la esencia del reino, nacido del amor
eterno, pertenece la Vida y no la muerte. La muerte entró en la historia
del hombre juntamente con el pecado. A la esencia del reino, nacido del
amor eterno, pertenece la gracia, no el pecado. El pecado y la muerte
son enemigos del reino porque en ellos se sintetiza, en cierto sentido,
la suma del mal que hay en el mundo, el mal que ha penetrado en el
corazón del hombre y en su historia.
El amor misericordioso tiene su plenitud
en el bien. El reino “preparado desde la creación del mundo” es reino
de la verdad y de la gracia, del bien y de la vida. Tendiendo a la
plenitud del bien, el amor misericordioso entra en el mundo signado con
la marca de la muerte y de la destrucción. El amor misericordioso
penetra en el corazón del hombre, oprimido por el pecado y la
concupiscencia, que es “del mundo”. El amor misericordioso establece un
encuentro con el mal; afronta el pecado y la muerte. Y en esto
precisamente se manifiesta y se vuelve a confirmar el hecho de que este
amor es más grande que todo mal.
Sin embargo, San Pablo nos hace caer en
la cuenta de lo largo que es el camino que este amor debe recorrer, el
camino que lleva al cumplimiento del reino “preparado desde la creación
del mundo”. Escribiendo sobre Cristo Rey, se expresa así: “Cristo tiene
que reinar hasta que Dios haga a sus enemigos estrado de sus pies. El
último enemigo aniquilado será la muerte” (1 Cor 15,25 s).
La muerte ya fue aniquilada por primera
vez en la resurrección de Cristo, que en esta victoria se ha manifestado
Señor y Rey. Sin embargo, en el mundo continúa dominando la muerte:
“por Adán murieron todos”, porque sobre el corazón del hombre y sobre su
historia pesa el pecado. Parece pesar de modo especial sobre nuestra
época.
¡Qué grande es la potencia del amor
misericordioso que esperamos hasta que Cristo haya puesto a todos los
enemigos bajo sus pies, venciendo hasta el fondo el pecado y
aniquilando, como último enemigo, a la muerte!
El reino de Cristo es una tensión hasta
la victoria definitiva del amor misericordioso, hacia la plenitud
escatológica del bien y de la gracia, de la salvación y de la vida. Esta
plenitud tiene su comienzo visible sobre la tierra en la cruz y en la
resurrección. Cristo, crucificado y resucitado, es revelación auténtica
del amor misericordioso en profundidad. El es rey de nuestros corazones.
“Cristo tiene que reinar” en su cruz y
resurrección, tiene que reinar hasta que “devuelva a Dios Padre su
reino...” (1 Cor 15,24). Efectivamente, cuando haya “aniquilado todo
principado, poder y fuerza” que tienen al corazón humano en la
esclavitud del pecado, y al mundo sometido a la muerte; cuando “todo le
esté sometido”, entonces también el Hijo hará acto de sumisión a Aquél
que le ha sometido todo, “y así Dios lo será todo para todos” (1 Cor
15,28).
He aquí la definición del reino
preparado “desde la creación del mundo”. He aquí el cumplimiento
definitivo del amor misericordioso: ¡Dios todo en todos!
Cuantos en el mundo repiten cada día las
palabras “venga a nosotros tu reino”, rezan en definitiva “para que
Dios sea todo en todos”. Sin embargo, “por un hombre vino la muerte” (1
Cor 15,21), la muerte, cuya dimensión interna en el espíritu humano es
el pecado.
El hombre, pues, permaneciendo en esta
dimensión de muerte y de pecado, el hombre tentado desde el comienzo con
la palabra: “seréis como Dios” (cfr. Gen 3,5), mientras reza “venga tu
reino”, por desgracia, se oponen a su venida, incluso la rechaza. Parece
decir: si en definitiva Dios será “todo en todos”, ¿qué quedará para
mí, hombre? ¿Acaso este reino escatológico no absorberá al hombre, no lo
aniquilará?
Si Dios es todo, el hombre no es nada;
no existe. Así proclaman los autores de las ideologías y programas que
exhortan al hombre a volver las espaldas a Dios, a oponerse a su reino
con absoluta firmeza y determinación, porque sólo así puede construir el
propio reino; esto es, el reino del hombre en el mundo, el reino
indivisible del hombre.
Así creen, así proclaman, y por esto
luchan. Al comprometerse en esta batalla, parecen no advertir que el
hombre no puede reinar mientras en él continúe dominando el pecado; que
no es verdaderamente rey cuando la muerte domina sobre él... ¿Qué tipo
de reino puede ser éste, si no libera al hombre de ese “principado,
potestad y fuerza”, que arrastran al mal su conciencia y su corazón, y
hacen brotar de las obras del genio humano horribles amenazas de
destrucción?
Ésta es la verdad sobre el mundo en que
vivimos. La verdad sobre el mundo, en el cual el hombre, con toda su
firmeza y determinación, rechaza el Reino de Dios para hacer de este
mundo el propio reino indivisible. Y, al mismo tiempo, sabemos que en el
mundo está ya el reino de Dios. Está de modo irreversible. Está en el
mundo: ¡está en nosotros!
--- La potencia del amor misericordioso
¡Oh!, ¡de cuánta potencia de amor tiene
necesidad el hombre y el mundo de hoy! ¡De cuánta potencia del amor
misericordioso! Para que ese reino, que ya está en el mundo, pueda
reducir a la nada el reino del “principado, poder y fuerza”, que inducen
el corazón del hombre al pecado, y extienden sobre el mundo la horrible
amenaza de la destrucción. ¡Oh! ¡cuánta potencia del amor
misericordioso se debe manifestar en la cruz y en la resurrección de
Cristo!
“Cristo tiene que reinar...”. Cristo
reina por el hecho de que lleva al Padre a todos y a todo, reina para
entregar “el reino a Dios Padre” (1 Cor 15,24), para someterse a sí
mismo a Aquél que le ha sometido todas las cosas (1 Cor 15,28).
Él reina como Pastor, como el Buen
Pastor. Pastor es aquél que ama a las ovejas y tiene cuidado de ellas,
las protege de la dispersión, las reúne “de todos los lugares donde se
desperdigaron el día de los nubarrones y de la oscuridad” (Ez 34,12).
La liturgia de hoy contiene un
emocionante diálogo del pastor con el rebaño. Dice el Pastor: “Yo mismo
apacentaré mis ovejas, yo mismo las haré sestear... Buscaré las ovejas
perdidas, haré volver a las descarriadas, vendaré a las heridas, curaré a
las enfermas; a las gordas y fuertes las guardaré y las apacentaré
debidamente” (Ez 34,15-16). Dice el rebaño: “El Señor es mi pastor, nada
me falta: en verdes praderas me hace recostar. Me conduce hacia fuentes
tranquilas, y repara mis fuerzas; me guía por el sendero justo, por el
honor de su nombre... Tu bondad y tu misericordia me acompañan todos los
días de mi vida, y habitaré en la casa del Señor, por años sin término”
(Sal 22/23, 1-3.6).
Éste es el diálogo cotidiano de la
Iglesia: el diálogo que tiene lugar entre el Pastor y el rebaño y en
este diálogo madura el reino “preparado desde la creación del mundo” (Mt
25,24).
Cristo Rey, como Buen Pastor, prepara de
diversos modos a su rebaño, esto es, a todos aquellos a quienes Él debe
entregar al padre “para que Dios sea todo para todos” (1 Cor 15,28).
¡Cuánto desea Él decir un día a todos: “Venid, benditos de mi Padre,
heredad el reino”! (Mt 25,34). ¡Cómo desea encontrar, al culminar la
historia del mundo, a aquellos a los que podrá decir: “...tuve hambre y
me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me
hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis,
en la cárcel y vinisteis a verme” (Mt 25,35-36).
¡Cómo desea reconocer a sus ovejas por
las obras de caridad, incluso por una sola de ellas, incluso por el vaso
de agua dado en su nombre! (cfr. Mc 9,41) ¡Cómo desea reunir a sus
ovejas en un solo redil definitivo, para colocarlas “a su derecha” y
decir: “heredad... el reino preparado para vosotros desde la creación
del mundo”!
Y, sin embargo, en la misma parábola,
Cristo habla de las cabras que se hallarán “a la izquierda”. Son los que
han rechazado el reino. Han rechazado no sólo a Dios, considerando y
proclamando que su reino aniquila al indiviso reino del hombre en el
mundo, sino que ha rechazado también al hombre: no le han hospedado, no
le han visitado, no le han dado de comer ni de beber. Efectivamente, el
reino de Cristo se confirma, en las palabras del último juicio, como
reino del amor hacia el hombre. La última base de la condenación será
precisamente esa motivación: “cada vez que no lo hicisteis con uno de
éstos, los humildes, tampoco lo hicisteis conmigo” (Mt 25,45).
Éste es, pues, el reino del amor al
hombre, del amor en la verdad; y, por esto, es el reino del amor
misericordioso. Este reino es el don “preparado desde la creación del
mundo”, don del amor. Y también fruto del amor, que en el curso de la
historia del hombre y del mundo se abre constantemente camino a través
de las barreras de la indiferencia, del egoísmo, de la despreocupación y
del odio; a través de las barreras de la concupiscencia de la carne, de
los ojos y de la soberbia de la vida (cfr. 1 Jn 2,16); a través del fomes
del pecado que cada uno lleva en sí, a través de la historia de los
pecados humanos y de los crímenes, como por ejemplo los que gravitan
sobre nuestro siglo y sobre nuestra generación...¡a través de todo esto!