Desde este blog se pretende facilitar el aprendizaje de la predicación y la oración personal. Todos los que tratamos a Dios podemos aprender y mejorar, usando este blog, nuestra amistad con el Señor.
¿Y si tuvieras la oportunidad de cambiar
lo que ya has vivido? Miranda trabaja como subdirectora en una revista
de moda. Miranda es feliz junto a Tristán. Por eso no entiende que l...
Elísabet Benavent
(Gandía, Valencia, 1984) es licenciada en Comunicación Audiovisual por
la Universidad Cardenal Herrera CEU de Valencia y máster en Comunicación
y Arte por la Universidad Complutense de Madrid. En la actualidad
trabaja en el Departamento de Comunicación de una multinacional. Su
pasión es la escritura. Hace unos meses autopublicó En los zapatos de
Valeria en Internet y reunió a un ejército de nuevos lectores que
empezaron a interesarse y a hablar en redes sociales de las peripecias
de Valeria y de sus amigas. El sueño de Elísabet era ver su novela en
papel y por fin se ha hecho realidad.
Sigue a la autora en Twitter @betacoqueta
En Facebook https://www.facebook.com/BetaCoqueta
y en su blog betacoqueta.wordpress.com
Año 1943, en plena II Guerra
Mundial. Las fuerzas aliadas están decididas a lanzar un asalto
definitivo en Europa. Pero se enfrentan un desafío importante: proteger
durante la invasión a sus tropas de la potencia de fuego alemana, y así
evitar una posible masacre. Dos brillantes oficiales de inteligencia,
Ewen Montagu (Firth) y Charles Cholmondeley, son los encargados de
establecer la estrategia de desinformación más inspirada e improbable de
la guerra... Una historia inspirada en hechos reales basada en un
'bestseller' de Ben Macintyre.
Para VERLA Y ESCUCHARLA, pincha aqui: https://youtu.be/-Heri7_jZh8
Durante su catequesis semanal el
Papa ha reflexionado sobre la figura de Job, que sufrió “numerosas
desgracias y humillaciones” ante las que pidió a Dios una explicación
Catequesis del Santo Padre en español
Texto completo de la catequesis del Santo Padre traducida al español
El pasaje bíblico que hemos escuchado
cierra el Libro de Job, vértice de la literatura universal. Encontramos a
Job en nuestro camino de catequesis sobre la vejez: lo encontramos como
testigo de la fe que no acepta una “caricatura” de Dios, sino que grita
su protesta frente al mal, hasta que Dios responde y revela su rostro. Y
al final Dios responde, como siempre de manera sorprendente: muestra a
Job su gloria pero sin aplastarlo, es más, con soberana ternura, como
siempre hace Dios, con ternura. Hay que leer con atención las páginas de
este libro, sin prejuicios, sin clichés, para captar la fuerza del
grito de Job. Nos hará bien asistir a su escuela, para vencer la
tentación del moralismo ante la exasperación y el desánimo por el dolor
de haberlo perdido todo.
En este pasaje final del libro
−recordamos la historia, Job pierde todo en la vida, pierde su riqueza,
pierde su familia, pierde a su hijo y también pierde la salud y queda
allí, herido, en diálogo con tres amigos, luego un cuarto, que vienen a
saludarlo: esa es la historia−, en este pasaje de hoy, el pasaje final
del libro, cuando finalmente Dios habla (y este diálogo de Job con sus
amigos es como una manera de llegar al momento en que Dios da su
palabra) Job es alabado por comprender el misterio de la ternura de Dios escondido detrás de su silencio.
Dios reprende a los amigos de Job que presumían de saberlo todo, saber
de Dios y del dolor, y habiendo venido a consolar a Job, acabaron
juzgándolo con sus esquemas preconcebidos. ¡Dios nos guarde de ese
pietismo hipócrita y presuntuoso! Dios nos guarde de esa religiosidad
moralista y de esa religiosidad de preceptos que nos da cierta
presunción y nos lleva al fariseísmo y a la hipocresía.
Mirad cómo les habla el Señor. Así dice el Señor: «Mi ira está encendida contra [vosotros] […], porque no dijisteis cosas justas de mí como mi siervo Job […]». Eso el lo que dice el Señor a los amigos de Job. «Mi
siervo Job rezará por vosotros, para que yo, por consideración a él, no
castigue vuestra necedad, porque no habéis dicho cosas justas de mí
como mi siervo Job» (42,7-8). La declaración de Dios nos sorprende,
porque hemos leído las páginas candentes de la protesta de Job, que nos
han dejado consternados. Sin embargo −dice el Señor−, Job habló bien,
hasta cuando estaba enojado e incluso enojado contra Dios, pero habló
bien, porque se negó a aceptar que Dios es un “Perseguidor”, Dios es
otra cosa. Y como recompensa, Dios le devuelve a Job el doble de todas
sus posesiones, después de pedirle que rece por esos malos amigos suyos.
El punto de inflexión de la conversión de la fe tiene lugar precisamente en el colmo del estallido de Job, donde dice: «Sé
que mi redentor vive y que al fin se alzará sobre el polvo: después que
me arranquen la piel, ya sin carne, veré a Dios. Yo mismo lo veré, y no
otro; mis propios ojos lo verán» (19,25-27). Este pasaje es bellísimo. Me acuerdo del final de aquel brillante oratorio de Haendel, el Mesías, después de la fiesta del Aleluya la soprano canta lentamente este pasaje: “Sé que mi Redentor vive”, con paz. Y así, después de todo ese dolor y alegría de Job, la voz del Señor es otra cosa. “Yo sé que mi Redentor vive”: es algo precioso. Podemos interpretarlo así: “Dios mío, sé que Tú no eres el Perseguidor. Mi Dios vendrá y me hará justicia”. Es la fe sencilla en la resurrección de Dios, la fe sencilla en Jesucristo, la fe sencilla en que el Señor siempre nos espera.
La parábola del libro de Job representa
de manera dramática y ejemplar lo que realmente sucede en la vida. Es
decir, que pruebas demasiado pesadas, pruebas desproporcionadas en
comparación con la pequeñez y la fragilidad humana, se imponen sobre una
persona, una familia o un pueblo. A menudo en la vida, como dicen, “llueve sobre mojado”.
Y algunas personas se ven abrumadas por una suma de males que parece
verdaderamente excesiva e injusta. Y mucha gente es así. Todos hemos
conocido gente así. Nos ha impresionado su clamor, pero también a menudo
nos ha asombrado la firmeza de su fe y de su amor en su silencio.
Pienso en los padres de niños con discapacidades severas o que viven con
enfermedades permanentes o en el familiar cercano a ellos...
Situaciones muchas veces agravadas por la escasez de recursos
económicos. En ciertas coyunturas de la historia, ese cúmulo de pesos
parecen darse como una cita colectiva. Es lo que ha pasado en los
últimos años con la pandemia del Covid-19 y lo que está pasando ahora
con la guerra en Ucrania.
¿Podemos justificar esos “excesos” como
una racionalidad superior de la naturaleza y de la historia? ¿Podemos
bendecirlos religiosamente como respuesta justificada a los pecados de
las víctimas que los merecieron? No, no podemos. Hay una especie de
derecho de la víctima a protestar contra el misterio del mal, un derecho
que Dios concede a cualquiera, es más, que es Él mismo, en el fondo,
quien lo inspira. A veces me encuentro con personas que se me acercan y
me dicen: “Padre, he protestado contra Dios porque tengo este problema, este otro...”. Pero,
sabes, querido, que la protesta es una forma de oración, cuando se hace
así. Cuando los niños, los jóvenes protestan contra sus padres, es una
forma de llamar la atención y pedir que los cuiden. Si tienes alguna
herida en el corazón, algún dolor y tienes ganas de protestar, protesta
incluso contra Dios, Dios te escucha, Dios es Padre, Dios no tiene miedo
de nuestra oración de protesta, ¡no! Dios entiende. ¡Pero sé libre, sé
libre en tu oración, no aprisiones tu oración en patrones preconcebidos!
La oración debe ser así de espontánea, como la de un hijo con su padre,
que le dice todo lo que le viene a la boca porque sabe que su padre lo
entiende. El “silencio” de Dios, en el primer momento del drama,
significa eso. Dios no va a rehuir la confrontación, pero al principio
deja a Job el desahogo de su protesta, y Dios escucha. Quizás, a veces,
deberíamos aprender de Dios este respeto y esta ternura. Y a Dios no le
gusta esa enciclopedia −llamémosla así− de explicaciones, de reflexión
que hacen los amigos de Job. Ese es zumo de lengua, que no es
justo: es esa religiosidad que lo explica todo, pero el corazón se queda
frío. A Dios no le gusta eso. Le gusta más la protesta de Job o el
silencio de Job.
La profesión de fe de Job −que surge
precisamente de su incesante llamamiento a Dios, a una justicia suprema−
se completa al final con una experiencia casi mística, diría yo, que le
hace decir: «Te conocía solo de oídas, pero ahora te han visto mis ojos»
(42,5). ¡Cuántas personas, cuántos de nosotros después de una
experiencia un tanto fea, un tanto oscura, cedemos y conocemos a Dios
mejor que antes! Y podemos decir, como Job: “Te conocía de oídas, pero ahora te he visto, porque te he conocido”. Este
testimonio es particularmente creíble si la vejez lo asume por sí
misma, en su progresiva fragilidad y pérdida. ¡Los viejos han visto
tanto en su vida! Y también han visto la inconsistencia de las promesas
de los hombres. Hombres de ley, hombres de ciencia, incluso hombres de
religión, que confunden al perseguidor con la víctima, atribuyendo a
esta última la plena responsabilidad de su propio dolor. ¡Se equivocan!
Los ancianos que encuentran el camino de ese testimonio, que convierte el resentimiento por la pérdida en la tenacidad por la espera de la promesa de Dios
−hay un cambio, del resentimiento por la pérdida a una tenacidad para
seguir la promesa de Dios−, estos ancianos son un auxilio insustituible
para la comunidad al afrontar el exceso del mal. La mirada de los
creyentes que se dirige al Crucificado aprende precisamente eso. Que
podamos aprenderlo también nosotros, de tantos abuelos y abuelas, de
tantos ancianos que, como María, unen su oración, a veces desgarradora, a
la del Hijo de Dios que en la cruz se abandona al Padre. Miremos a los
ancianos, miremos a los viejos, las viejas, las viejitas; mirémoslos con
amor, miremos su experiencia personal. Ellos han sufrido mucho en la
vida, han aprendido mucho en la vida, han pasado muchas cosas, pero al
final tienen esa paz, una paz −yo diría− casi mística, es decir la paz
del encuentro con Dios, tanto que pueden decir “te conocía de oídas, mas ahora te han visto mis ojos”. Estos viejos se parecen a esa paz del Hijo de Dios en la cruz que se abandona al Padre.
Saludos
Saludo cordialmente a los fieles de lengua francesa,
en particular a los chicos de las escuelas secundarias provenientes de
Francia, a los peregrinos de la Diócesis de Besançon y de la Misión
Católica Vietnamita de Lyon. El Señor ha puesto en nuestro camino a
hermanos y hermanas que sufren y demuestran una gran fe y un gran amor.
Tomémonos en serio su ejemplo y pidamos a Dios la fuerza de perseverar
con esperanza en medio de las pruebas de la vida. Dios os bendiga.
Saludo a los peregrinos de lengua inglesa
presentes en esta Audiencia, especialmente a los que vienen del Reino
Unido, Dinamarca, Israel y Medio Oriente, Canadá y Estados Unidos de
América. En la alegría de Cristo Resucitado, invoco sobre cada uno de
vosotros y vuestras familias el amor misericordioso de Dios nuestro
Padre. ¡El Señor os bendiga!
Queridos fieles de lengua alemana,
os invito a ayudar a tantas personas que sufren, estén lejos o cerca.
Hagamos todo lo posible, confiando que toda buena acción nuestra está
siempre acompañada y sostenida por la gracia del Señor.
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española.
Los invito a releer el libro de Job, y a dejarnos interpelar por su
testimonio. Aunque tuvo que atravesar numerosas pruebas y sufrimientos,
nunca dejó de elevar su oración al Padre. Unámonos también nosotros a
esa súplica, y pidamos al Señor que aumente y fortalezca nuestra fe. Que
Dios los bendiga. Muchas gracias.
Saludo a los peregrinos de lengua portuguesa,
en particular a los fieles de Cascavel, de Jundiaí, de São Paulo y de
Fátima; a las Hermanas de la Presentación de María y al grupo deportivo y
cultural proveniente de Portugal. Hermanos y hermanas, cuando nos
tengamos que enfrentar al mal, debemos aprender –del ejemplo de tantos
ancianos– a unir nuestra oración a la de Jesús, que en la cruz se
abandona al Padre. ¡Dios os bendiga!
Saludo a los fieles de lengua árabe.
Job es el hombre que sufre y protesta por la gravedad de su dolor, pero
permaneció firme en la fe, por eso Dios le llenó de ternura y le
acompañó en un camino espiritual para llegar a la verdad y descubrir que
Dios es bueno. ¡El Señor os bendiga a todos y os proteja siempre de
todo mal!
Saludo cordialmente a los peregrinos polacos.
Hace dos días recordasteis a San Andrés Bobola, mártir jesuita, patrón
de vuestra Patria. Su compromiso por la unidad de la Iglesia, su fuerza
de ánimo y su firmeza en la defensa de la fe en Cristo, os den el valor
de profesar los valores evangélicos, sobre todo ante las tentaciones de
la mundanidad. Os bendigo de corazón.
Dirijo una cordial bienvenida a los peregrinos de lengua italiana.
En particular, saludo a los sacerdotes de la Diócesis de Milán y a los
diáconos próximos al sacerdocio de Padua: os animo a renovar día a día
la disponibilidad a responder fielmente a la llamada del Señor para un
servicio generoso al pueblo santo de Dios. Saludo a la Asociación “Familias para la acogida”
que se dedica a la adopción, cuidando a niños y ancianos en dificultad:
perseverad en la fe y en la cultura de la acogida, dando así un bonito
ejemplo cristiano y un importante servicio social. Gracias, gracias por
lo que hacéis.
Mi pensamiento va finalmente, como de costumbre, a los ancianos, enfermos, jóvenes y recién casados.
Queridos jóvenes, no tengáis miedo de poner vuestras energías al
servicio del Evangelio, con el entusiasmo característico de vuestra
edad; y vosotros, queridos ancianos y queridos enfermos, sed conscientes
de ofrecer una contribución preciosa a la sociedad, gracias a vuestra
sabiduría; y vosotros, queridos recién casados, haced que vuestras
familias crezcan como lugares donde se aprende a amar a Dios y al
prójimo con serenidad y alegría.
“En aquel tiempo, dijo Jesús a sus
discípulos: - «El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y
vendremos a él y haremos morada en él. El que no me ama no guardará mis
palabras. Y la palabra que estáis oyendo no es mía, sino del Padre que
me envió. Os he hablado de esto ahora que estoy a vuestro lado, pero el
Defensor, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será
quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho. La
paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy yo como la da el mundo. Que no
tiemble vuestro corazón ni se acobarde. Me habéis oído decir: "Me voy y
vuelvo a vuestro lado." Si me amarais, os alegraríais de que vaya al
Padre, porque el Padre es más que yo. Os lo he dicho ahora, antes de que
suceda, para que cuando suceda, sigáis creyendo»” (Juan 14,23-29).
I. En estos cuarenta días que median
entre la Pascua y la Ascensión del Señor, la Iglesia nos invita a tener
los ojos puestos en el Cielo, nuestra Patria definitiva, a la que el
Señor nos llama. Esta invitación se hace más apremiante cuando se acerca
el día en que Jesús sube a la derecha del Padre. El Señor había
prometido a sus discípulos que después de un poco de tiempo estaría con
ellos para siempre. Todavía un poco y el mundo ya no me verá, pero
vosotros me veréis... El Señor ha cumplido su promesa en estos días en
que permanece junto a los suyos, pero esta presencia no se terminará
cuando suba con su Cuerpo glorioso al Padre, pues con su Pasión y Muerte
nos ha preparado un lugar en la casa del Padre, donde hay muchas
moradas. De nuevo vendré -les dice- y os llevaré junto a mí para que
donde yo estoy estéis también vosotros. Los Apóstoles, que habían
quedado entristecidos por la predicción de las negaciones de Pedro, son
confortados con la esperanza del Cielo. La vuelta a la que hace
referencia Jesús incluye su segunda venida al fin del mundo y el
encuentro con cada alma cuando se separe del cuerpo. Nuestra muerte será
eso: el encuentro con Cristo, a quien hemos procurado servir a lo largo
de nuestra vida. Él nos llevará a la plenitud de la gloria, al
encuentro con su Padre celestial, que es también Padre nuestro. Allí, en
el Cielo, donde tenemos preparado un lugar, nos espera Jesucristo, a
quien tenemos presente y hablamos en nuestra oración, con el que hemos
dialogado tantas veces. Del trato habitual con Jesucristo nace el
deseo de encontrarnos con Él. La fe lima muchas asperezas de la muerte.
El amor al Señor cambia por completo el sentido de ese momento final que
llegará para todos. “Los que se quieren, procuran verse. Los enamorados
sólo tienen ojos para su amor. ¿No es lógico que sea así? El corazón
humano siente esos imperativos. Mentiría si negase que me mueve tanto el
afán de contemplar la faz de Jesucristo. Vultum tuum, Domine, requiram,
buscaré, Señor, tu rostro”. El pensamiento del Cielo nos ayudará a
vivir el desprendimiento de los bienes materiales y a superar
circunstancias difíciles. Es muy agradable a Dios que fomentemos esta
esperanza teologal, que está unida a la fe y al amor, y en muchas
ocasiones tendremos especial necesidad de ella. “A la hora de la
tentación piensa en el Amor que en el cielo te aguarda: fomenta la
virtud de la esperanza, que no es falta de generosidad”. También en los
momentos en que el dolor y la tribulación arrecien, cuando cueste la
fidelidad o la perseverancia en el trabajo o en el apostolado. ¡El
premio es muy grande! Y está a la vuelta de la esquina, dentro de no
mucho tiempo. La meditación sobre el Cielo, hacia donde nos
encaminamos, debe espolearnos para ser más generosos en nuestra lucha
diaria, “porque la esperanza del premio conforta el alma para realizar
las buenas obras”. El pensamiento de ese definitivo encuentro de
amor, al que somos llamados, nos ayudará a estar vigilantes en las cosas
grandes y en las pequeñas, haciéndolas acabadamente, como si fueran las
últimas antes de irnos al Padre.
II. No existen palabras para expresar,
ni de lejos, lo que será nuestra vida en el Cielo que Dios ha prometido a
sus hijos. Sabemos, como recientemente se ha recordado, que “estaremos
con Cristo y veremos a Dios (cfr. 1 Jn 3, 2); promesa y misterio
admirables en los que consiste esencialmente nuestra esperanza. Si la
imaginación no puede llegar allí, el corazón llega instintiva y
profundamente”. Será una realidad dichosísima lo que ahora entrevemos
por la revelación y que apenas podemos imaginar en nuestro ser actual.
En el Antiguo Testamento se describe la felicidad del Cielo evocando la
tierra prometida después de tan largo y duro caminar por el desierto.
Allí, en la nueva y definitiva patria, se encuentran todos los bienes,
allí se terminarán las fatigas de tan largo y difícil peregrinaje. El
Señor nos habló de muchas maneras de la incomparable felicidad de
quienes en este mundo amen con obras a Dios. La eterna bienaventuranza
es una de las verdades que con más insistencia predicó nuestro Señor: La
voluntad de mi Padre, que me ha enviado ‑declara-, es que yo no pierda a
ninguno de los que me ha dado, sino que los resucite a todos en el
último día. Por tanto, la voluntad de mi Padre... es que todo aquel que
ve al Hijo, y cree en Él, tenga vida eterna, y yo le resucitaré en el
último día. Oh Padre, dirá en la Ultima Cena, yo deseo ardientemente que
aquellos que Tú mes has dado estén conmigo allí donde yo estoy, para
que contemplen mi gloria, que Tú me has dado, porque Tú me amaste antes
de la creación del mundo. La bienaventuranza eterna es comparada a un
banquete que Dios prepara para todos los hombres, en el que quedarán
saciadas todas las ansias de felicidad que lleva en el corazón el ser
humano. Los Apóstoles nos hablan frecuentemente de esa felicidad que
esperamos. San Pablo enseña que ahora vemos a Dios como en un espejo y
bajo imágenes oscuras; pero entonces le veremos cara a cara, y que la
alegría y la felicidad allí son indescriptibles. La felicidad de la
vida eterna consistirá ante todo en la visión directa e inmediata de
Dios. Esta visión no es sólo un perfectísimo conocimiento intelectual,
sino también comunión de vida con Dios, Uno y Trino. Ver a Dios es
encontrarse con Él, ser felices en Él. De la contemplación amorosa de
las Tres divinas Personas se seguirá en nosotros un gozo ilimitado.
Todas las exigencias de felicidad y de amor de nuestro pobre corazón
quedarán colmadas, sin término y sin fin. “Vamos a pensar lo que será el
Cielo. Ni ojo vio, ni oído oyó, ni pasó a hombre por pensamiento cuáles
cosas tiene Dios preparadas para los que le aman. ¿Os imagináis qué
será llegar allí, y encontrarnos con Dios, y ver aquella hermosura,
aquel amor que se vuelca en nuestros corazones, que sacia sin saciar? Yo
me pregunto muchas veces al día: ¿qué será cuando toda la belleza, toda
la bondad, toda la maravilla infinita de Dios se vuelque en este pobre
vaso de barro que soy yo, que somos todos nosotros? Y entonces me
explico bien aquello del Apóstol: ni ojo vio, ni oído oyó... Vale la
pena, hijos míos, vale la pena”.
III. Además del inmenso gozo de
contemplar a Dios, de ver y de estar con Jesucristo glorificado, existe
una bienaventuranza accidental, por la que gozaremos de los bienes
creados que responden a nuestras aspiraciones. La compañía de las
personas justas que más hemos querido en este mundo: familia, amigos; y
también la gloria de nuestros cuerpos resucitados, porque nuestro cuerpo
resucitado será numérica y específicamente idéntico al terreno: es
preciso ‑indica San Pablo- que “este” ser corruptible se revista de
incorruptibilidad, y que “este” ser mortal se revista de inmortalidad.
«Este», el nuestro, no otro semejante o muy parecido. “Importa mucho
-afirma el Catecismo Romano- estar persuadidos de que este mismo cuerpo,
y sin duda el mismo cuerpo que ha sido propio de cada uno, aunque se
haya corrompido y reducido a polvo, sin embargo de eso ha de resucitar”.
Y San Agustín afirma con toda claridad: “Resucitará esta carne, la
misma que muere y es sepultada (...). La carne que ahora enferma y
padece dolores, esa misma ha de resucitar”. Nuestra personalidad seguirá
siendo la misma, y tendremos el propio cuerpo, pero revestido de gloria
y esplendor, si hemos sido fieles. Nuestro cuerpo tendrá las cualidades
propias de los cuerpos gloriosos: agilidad y sutileza -es decir, no
estar sometidos a las limitaciones del espacio y del tiempo-, la
impasibilidad -no habrá ya muerte, ni llanto ni gemido, ni habrá más
dolor...; ni tendrán ya más hambre, ni más sed..., enjugará Dios toda
lágrima de sus ojos-, la claridad, la belleza. “Creo en la
resurrección de la carne”, confesamos en el Símbolo Apostólico. Nuestros
cuerpos en el Cielo tendrán características diferentes de las actuales,
pero seguirán siendo cuerpos y ocuparán un lugar, como ahora el Cuerpo
glorioso de Cristo y el de la Virgen. No sabemos cómo ni dónde está ni
cómo se forma ese lugar. La tierra de ahora se habrá transfigurado: vi
un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera
tierra habrán desaparecido... he aquí que hago todas las cosas nuevas.
Muchos Padres y Doctores de la Iglesia, y también muchos santos, piensan
que la renovación de todo lo creado se desprende de la misma
revelación. El recuerdo del Cielo, próxima ya la fiesta de la
Ascensión del Señor, nos debe llevar a una lucha decidida y alegre por
quitar los obstáculos que se interpongan entre nosotros y Cristo, nos
impulsa a buscar sobre todo los bienes que perduran y a no desear a toda
costa los consuelos que acaban. Pensar en el Cielo da una gran
serenidad. Nada aquí es irreparable, nada es definitivo, todos los
errores pueden ser reparados. El único fracaso definitivo sería no
acertar con la puerta que lleva a la Vida. Allí nos espera también la
Santísima Virgen.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
(Hch 15,1-2.22-29) "Hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros, no imponeros más cargas que las indispensables"
(Ap 21,10-14.22-23) "Su santuario es el Señor Dios todopoderoso y el Cordero"
(Jn 14,23-29) "La paz os dejo, mi paz os doy"
Homilía con textos de homilías pronunciadas por S.S. Juan Pablo II
Homilía en la parroquia de Santa Mónica (Ostia) (8-V-1983)
--- Fidelidad al Evangelio
La lectura de hoy del Evangelio de San
Juan hace referencia al discurso de adiós del Cenáculo el Jueves Santo,
cuando Cristo anunció su partida a los Apóstoles para prepararles a este
hecho.
Al anunciar su marcha de esta tierra a
los Apóstoles, Cristo dice así: “El que me ama guardará mi palabra y mi
Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él” (Jn 14,23).
Pensad en el significado y fuerza de la enseñanza que transmitió Cristo
durante su misión mesiánica en la tierra. Dicha enseñanza nos une
perennemente no sólo a nuestro Redentor, sino también al Padre: “La
palabra que estáis oyendo no es mía, sino del Padre que me envió” (Jn
14,24).
Por tanto con la fuerza de esta
enseñanza el Padre viene a quienes la siguen, viene a la Iglesia el Hijo
junto con el Padre y el Padre junto con el Hijo.
La fidelidad a la enseñanza que nos ha
transmitido Cristo es la fuente de la relación vivificante con el Padre a
través del Hijo.
Dejada la tierra, Cristo sigue en unión constante con su Iglesia a través de la enseñanza transmitida a los Apóstoles.
Por esto precisamente es tan fundamental
para la Iglesia observar con fidelidad dicha enseñanza. De este empeño
rinde testimonio el primer Concilio Apostólico. El afán de los sucesores
de los Apóstoles no es otro que el de que la Iglesia se mantenga en la
enseñanza que Cristo le transmitió y que a través de la fidelidad a la
enseñanza “moren” en la comunidad de los fieles el Padre junto con el
Hijo.
--- La función del Espíritu Santo
El segundo pensamiento del Evangelio de
hoy está relacionado con el Espíritu Santo: “Pero el Paráclito, el
Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y
os recordará todo lo que yo os he dicho” (Jn 14,26).
De modo que por segunda vez oímos hablar
de “enseñanza”. Sabemos ya cual es el significado de esta enseñanza
verdadera transmitida por Cristo a la Iglesia a fin de unirla con el
Padre y el Hijo. Esta enseñanza y esta doctrina han sido confiadas a los
Apóstoles y a sus sucesores. Pero al mismo tiempo el Espíritu Santo que
manda el Padre en nombre del Hijo custodia a la manera divina la misma
doctrina y su misma enseñanza. El Espíritu enseña a la Iglesia de modo
invisible y conserva en la memoria y en la enseñanza de la Iglesia todo
lo que Cristo transmitió a los hombres de parte del Padre.
Por medio de lo que es el Espíritu Santo
junto a la Iglesia y a través de la ayuda que El presta a su enseñanza,
el Padre y el Hijo pueden “morar” siempre en las almas de los fieles.
--- El Espíritu Santo, “morada en las almas”
El tercer pensamiento del Evangelio nos
habla de la marcha del Maestro que podía levantar inquietud y temor en
el corazón de los Apóstoles. Cristo sale al encuentro de tal inquietud y
temor diciendo: “Que no tiemble vuestro corazón ni se acobarde” (Jn
14,27). Y al mismo tiempo les da seguridad:
“Os dejo la paz, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo. No se turbe vuestro corazón ni se acobarde” (Jn 14,27).
Les da la paz cuando son ya inminentes los acontecimientos que les iban a sacudir hondamente.
Les da esa paz que el “mundo no puede
dar”, precisamente gracias al hecho de que Él se va al Padre. Esta
marcha es el comienzo de la nueva venida del Espíritu Santo:
“Habéis oído que os he dicho: "Me voy y
volveré a vosotros." Si me amarais, os alegraríais de que me fuera al
Padre, porque el Padre es más grande que yo” (Jn 14,28).
Esta separación marca el comienzo de la venida permanente de Cristo en el Espíritu Santo.
A quien sigue sus enseñanzas viene el Padre junto con el Hijo y ambos establecen su morada en ellos.
Y el Espíritu Santo, custodiando esta
enseñanza en la inteligencia y en el corazón de los discípulos, hace que
Cristo esté siempre con su Iglesia. Y el Padre está siempre con ella
por medio de Cristo.
Precisamente en esto reside la fuente de
la paz de la Iglesia aun en las experiencias, sobresaltos y
persecuciones más fuertes. A veces el corazón humano se altera y teme,
pero la Iglesia se mantiene en la paz divina que le dio Cristo a la hora
de partir.
Y todos los días en la Santa Misa, la Iglesia recuerda esta paz. Pide esta paz para sí y para los hombres.
Esta paz es también un gustar anticipado
de la paz perfecta y felicidad de la Ciudad Santa de que se habla en la
segunda lectura. Dicha Ciudad Santa, la Jerusalén que desciende de
Dios, contiene en sí la plenitud de la gloria divina. Es asimismo el
destino eterno del hombre y la realización cumplida de la Iglesia
terrena.
Oremos ardientemente con las palabras
del Salmista: “El Señor tenga piedad y nos bendiga,/ ilumine su rostro
sobre nosotros;/ conozca la tierra tus caminos,/ todos los pueblos tu
salvación” (Sal 66(67)).