(Cfr. www.almudi.org)
Homilía pronunciada por S.S. Benedicto XVI
VISITA PASTORAL A AQUILEA Y VENECIA
Parque San Julián - Mestre
Domingo 8 de mayo de 2011
Queridos hermanos y hermanas:
Me alegra mucho estar hoy entre vosotros
y celebrar con vosotros y para vosotros esta solemne Eucaristía. Es
significativo que el lugar escogido para esta liturgia sea el parque de
San Julián: un espacio en donde normalmente no se celebran ritos
religiosos, sino manifestaciones culturales y musicales. Hoy este
espacio acoge a Jesús resucitado, realmente presente en su Palabra, en
la asamblea del pueblo de Dios con sus pastores y, de modo eminente, en
el sacramento de su Cuerpo y de su Sangre. A vosotros venerados hermanos
obispos, con los presbíteros y los diáconos, y a vosotros, religiosos,
religiosas y laicos, os dirijo mi más cordial saludo, pensando en
particular en los enfermos aquí presentes, acompañados por la UNITALSI.
¡Gracias por vuestra cordial acogida! Saludo con afecto al patriarca,
cardenal Angelo Scola, a quien agradezco las sentidas palabras que me ha
dirigido al inicio de la santa misa. Dirijo un deferente saludo al
alcalde, al ministro de Bienes y actividades culturales, en
representación del Gobierno, al ministro de Trabajo y políticas
sociales, y a las autoridades civiles y militares, que con su presencia
han querido honrar este encuentro. Un sentido agradecimiento a todos
aquellos que generosamente han prestado su colaboración para la
preparación y el desarrollo de mi visita pastoral. ¡Gracias de corazón!
El Evangelio del tercer domingo de
Pascua, que acabamos de escuchar, presenta el episodio de los discípulos
de Emaús (cf. Lc 24, 13-35), un relato que no acaba nunca de
sorprendernos y conmovernos. Este episodio muestra las consecuencias de
la obra de Jesús resucitado en los dos discípulos: conversión de la
desesperación a la esperanza; conversión de la tristeza a la alegría; y
también conversión a la vida comunitaria. A veces, cuando se habla de
conversión, se piensa únicamente a su aspecto arduo, de desprendimiento y
de renuncia. En cambio, la conversión cristiana es también y sobre todo
fuente de gozo, de esperanza y de amor. Es siempre obra de Jesús
resucitado, Señor de la vida, que nos ha obtenido esta gracia por medio
de su pasión y nos la comunica en virtud de su resurrección.
Queridos hermanos y hermanas, he venido a
vosotros como Obispo de Roma y continuador del ministerio de Pedro,
para confirmaros en la fidelidad al Evangelio y en la comunión. He
venido para compartir con los obispos y los presbíteros el celo del
anuncio misionero, que debe involucrarnos a todos en un serio y bien
coordinado servicio a la causa del reino de Dios. Vosotros, aquí
presentes hoy, representáis a las comunidades eclesiales nacidas de la
Iglesia madre de Aquileya. Como en el pasado, cuando esas Iglesias se
distinguieron por el fervor apostólico y el dinamismo pastoral, así
también hoy es necesario promover y defender con valentía la verdad y la
unidad de la fe. Es necesario dar razón de la esperanza cristiana al
hombre moderno, a menudo agobiado por grandes e inquietantes
problemáticas que ponen en crisis los cimientos mismos de su ser y de su
actuar.
Vivís en un contexto en el que el
cristianismo se presenta como la fe que ha acompañado, a lo largo de
siglos, el camino de tantos pueblos, incluso a través de persecuciones y
pruebas muy duras. Son elocuentes expresiones de esta fe los múltiples
testimonios diseminados por todas partes: las iglesias, las obras de
arte, los hospitales, las bibliotecas, las escuelas; el ambiente mismo
de vuestras ciudades, así como los campos y las montañas, todos ellos
salpicados de referencias a Cristo. Sin embargo, hoy este ser de Cristo
corre el riesgo de vaciarse de su verdad y de sus contenidos más
profundos; corre el riesgo de convertirse en un horizonte que sólo toca
la vida superficialmente, en aspectos más bien sociales y culturales;
corre el riesgo de reducirse a un cristianismo en el que la experiencia
de fe en Jesús crucificado y resucitado no ilumina el camino de la
existencia, como hemos escuchado en el Evangelio de hoy a propósito de
los dos discípulos de Emaús, los cuales, tras la crucifixión de Jesús,
regresaban a casa embargados por la duda, la tristeza y la desilusión.
Esa actitud tiende, lamentablemente, a difundirse también en vuestro
territorio: esto ocurre cuando los discípulos de hoy se alejan de la
Jerusalén del Crucificado y del Resucitado, dejando de creer en el poder
y en la presencia viva del Señor. El problema del mal, del dolor y del
sufrimiento, el problema de la injusticia y del atropello, el miedo a
los demás, a los extraños y a los que desde lejos llegan hasta nuestras
tierras y parecen atentar contra aquello que somos, llevan a los
cristianos de hoy a decir con tristeza: nosotros esperábamos que el
Señor nos liberara del mal, del dolor, del sufrimiento, del miedo, de la
injusticia.
Por tanto, cada uno de nosotros, como
ocurrió a los dos discípulos de Emaús, necesita aprender la enseñanza de
Jesús: ante todo escuchando y amando la Palabra de Dios, leída a la luz
del misterio pascual, para que inflame nuestro corazón e ilumine
nuestra mente, y nos ayude a interpretar los acontecimientos de la vida y
a darles un sentido. Luego es necesario sentarse a la mesa con el
Señor, convertirse en sus comensales, para que su presencia humilde en
el sacramento de su Cuerpo y de su Sangre nos restituya la mirada de la
fe, para mirarlo todo y a todos con los ojos de Dios, y a la luz de su
amor. Permanecer con Jesús, que ha permanecido con nosotros, asimilar su
estilo de vida entregada, escoger con él la lógica de la comunión entre
nosotros, de la solidaridad y del compartir. La Eucaristía es la máxima
expresión del don que Jesús hace de sí mismo y es una invitación
constante a vivir nuestra existencia en la lógica eucarística, como un
don a Dios y a los demás.
El Evangelio refiere también que los dos
discípulos, tras reconocer a Jesús al partir el pan, «levantándose en
aquel momento, se volvieron a Jerusalén» (Lc 24, 33). Sienten la
necesidad de regresar a Jerusalén y contar la extraordinaria experiencia
vivida: el encuentro con el Señor resucitado. Hace falta realizar un
gran esfuerzo para que cada cristiano, aquí en el nordeste como en todas
las demás partes del mundo, se transforme en testigo, dispuesto a
anunciar con vigor y con alegría el acontecimiento de la muerte y de la
resurrección de Cristo. Conozco el empeño que, como Iglesias del
Trivéneto, ponéis para tratar de comprender las razones del corazón del
hombre moderno y cómo, refiriéndoos a las antiguas tradiciones
cristianas, os preocupáis por trazar las líneas programáticas de la
nueva evangelización, mirando con atención a los numerosos desafíos del
tiempo presente y repensando el futuro de esta región. Con mi presencia
deseo apoyar vuestra obra e infundir en todos confianza en el intenso
programa pastoral puesto en marcha por vuestros pastores, deseando un
fructífero compromiso por parte de todos los componentes de la comunidad
eclesial.
Sin embargo, también un pueblo
tradicionalmente católico puede experimentar de forma negativa o
asimilar casi de manera inconsciente los contragolpes de una cultura que
acaba por insinuar una manera de pensar en la que el mensaje evangélico
se rechaza abiertamente o se lo obstaculiza solapadamente. Sé cuán
grande ha sido y sigue siendo vuestro compromiso por defender los
valores perennes de la fe cristiana. Os aliento a no ceder jamás a las
recurrentes tentaciones de la cultura hedonista y a las llamadas del
consumismo materialista. Acoged la invitación del apóstol Pedro,
presente en la segunda lectura de hoy, a comportaros «con temor de Dios
durante el tiempo de vuestra peregrinación» (1 P 1, 17), invitación que
se hace realidad en una existencia vivida intensamente por los caminos
de nuestro mundo, con la conciencia de la meta que hay que alcanzar: la
unidad con Dios, en Cristo crucificado y resucitado. De hecho, nuestra
fe y nuestra esperanza están dirigidas hacia Dios (cf. 1 P 1, 21):
dirigidas a Dios por estar arraigadas en él, fundadas en su amor y en su
fidelidad. En los siglos pasados, vuestras Iglesias han conocido una
rica tradición de santidad y de generoso servicio a los hermanos gracias
a la obra de celosos sacerdotes, religiosos y religiosas de vida activa
y contemplativa. Si queremos ponernos a la escucha de su enseñanza
espiritual, no nos es difícil reconocer la llamada personal e
inconfundible que nos dirigen: sed santos. Poned a Cristo en el centro
de vuestra vida. Construid sobre él el edificio de vuestra existencia.
En Jesús encontraréis la fuerza para abriros a los demás y para hacer de
vosotros mismos, siguiendo su ejemplo, un don para toda la humanidad.
En torno a Aquileya se unieron pueblos
de lenguas y culturas diversas, que convergieron no sólo por exigencias
políticas sino sobre todo por la fe en Cristo y por la civilización
inspirada en la enseñanza evangélica, la civilización del amor. Las
Iglesias nacidas de Aquileya están hoy llamadas a reforzar aquella
antigua unidad espiritual, en particular a la luz del fenómeno de la
inmigración y de las nuevas circunstancias geopolíticas actuales. La fe
cristiana seguramente puede contribuir a poner en práctica este
programa, que afecta al desarrollo armonioso e integral del hombre y de
la sociedad en la que vive. Por esto, mi presencia entre vosotros quiere
ser también un vivo apoyo a los esfuerzos que se realizan para
favorecer la solidaridad entre vuestras diócesis del nordeste. Quiere
ser, además, un estímulo para toda iniciativa orientada a la superación
de las divisiones que podrían hacer vanas las aspiraciones concretas a
la justicia y a la paz.
Este, hermanos, es mi deseo; esta es la
oración que dirijo a Dios por todos vosotros, invocando la intercesión
celestial de la Virgen María y de tantos santos y beatos, entre los
cuales me es grato recordar a san Pío X y al beato Juan XXIII, pero
también al venerable Giuseppe Toniolo, cuya beatificación ya está
próxima. Estos luminosos testigos del Evangelio son la mayor riqueza de
vuestro territorio: seguid sus ejemplos y sus enseñanzas, conjugándolos
con las exigencias actuales. Tened confianza: el Señor resucitado camina
con vosotros ayer, hoy y siempre. Amén.
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