Las tentaciones de Jesús
«En aquel tiempo,
Jesús, lleno del Espíritu Santo, volvió del Jordán y, durante cuarenta
días, el Espíritu lo fue llevando por el desierto, mientras era tentado
por el diablo. Todo aquel tiempo estuvo sin comer, y al final sintió
hambre. Entonces el diablo le dijo: -«Si eres Hijo de Dios, dile a esta
piedra que se convierta en pan. Jesús le contestó: -“Está escrito: “No
sólo de pan vive el hombre”. Después, llevándole a lo alto, el diablo le
mostró en un instante todos los reinos del mundo y le dijo: -“Te daré
el poder y la gloria de todo eso, porque a mí me lo han dado, y yo lo
doy a quien quiero. Si tú te arrodillas delante de mí, todo será tuyo.”
Jesús le contestó: -“Está escrito: “Al Señor, tu Dios, adorarás y a él
solo darás culto”. Entonces lo llevó a Jerusalén y lo puso en el alero
del templo y le dijo: -Si eres Hijo de Dios, tírate de aquí abajo,
porque está escrito: “Encargará a los ángeles que cuiden de ti”, y
también: “Te sostendrán en sus manos, para que tu pie no tropiece con
las piedras”. Jesús le contestó: -Está mandado: “No tentarás al Señor,
tu Dios”. Completadas las tentaciones, el demonio se marchó hasta otra
ocasión» (Lucas 4,1-13).
I. «La Cuaresma conmemora los cuarenta
días que pasó Jesús en el desierto, como preparación de esos años de
predicación, que culminan en la Cruz y en la gloria de la Pascua.
Cuarenta días de oración y de penitencia. Al terminar, tuvo lugar la
escena que la liturgia de hoy ofrece a nuestra consideración,
recogiéndola en el Evangelio de la Misa: las tentaciones de Cristo (Cfr.
Mt 4, 111).
»Una escena llena de misterio, que el
hombre pretende en vano entender -Dios que se somete a la tentación, que
deja hacer al Maligno-, pero que puede ser meditada, pidiendo al Señor
que nos haga saber la enseñanza que contiene».
Es la primera vez que interviene el
diablo en la vida de Jesús, y lo hace abiertamente. Pone a prueba a
Nuestro Señor; quizá quiere averiguar si ha llegado ya la hora del
Mesías. Jesús se lo permitió para darnos ejemplo de humildad y para
enseñarnos a vencer las tentaciones que vamos a sufrir a lo largo de
nuestra vida: «como el Señor todo lo hacía para nuestra enseñanza -dice
San Juan Crisóstomo‑, quiso también ser conducido al desierto y trabar
allí combate con el demonio, a fin de que los bautizados, si después del
bautismo sufren mayores tentaciones, no se turben por eso, como si no
fuera de esperar». Si no contáramos con las tentaciones que hemos de
padecer abriríamos la puerta a un gran enemigo: el desaliento y la
tristeza.
Quería Jesús enseñarnos con su ejemplo
que nadie debe creerse exento de padecer cualquier prueba. «Las
tentaciones de Nuestro Señor son también las tentaciones de sus
servidores de un modo individual. Pero su escala, naturalmente, es
diferente: el demonio no va a ofreceros a vosotros ni a mí -dice Knox-
todos los reinos del mundo. Conoce el mercado y, como buen vendedor,
ofrece exactamente lo que calcula que el comprador tomará. Supongo que
pensará, con bastante razón, que la mayor parte de nosotros podemos ser
comprados por cinco mil libras al año, y una gran parte de nosotros por
mucho menos. Tampoco nos ofrece sus condiciones de modo tan abierto,
sino que sus ofertas vienen envueltas en toda especie de formas
plausibles. Pero si ve la oportunidad no tarda mucho en señalarnos a
vosotros y a mí cómo podemos conseguir aquello que queremos si aceptamos
ser infieles a nosotros mismos y, en muchas ocasiones, si aceptamos ser
infieles a nuestra fe católica».
El Señor, como se nos recuerda en el
Prefacio de la Misa de hoy, nos enseña con su actuación cómo hemos de
vencer las tentaciones y además quiere que saquemos provecho de las
pruebas por las que vamos a pasar. Él «permite la tentación y se sirve
de ella providencialmente para purificarte, para hacerte santo, para
desligarte mejor de las cosas de la tierra, para llevarte a donde Él
quiere y por donde Él quiere, para hacerte feliz en una vida que no sea
cómoda, y para darte madurez, comprensión y eficacia en tu trabajo
apostólico con las almas, y... sobre todo para hacerte humilde, muy
humilde». Bienaventurado el varón que soporta la tentación -dice el
Apóstol Santiago- porque, probado, recibirá la corona de la vida que el
Señor prometió a los que le aman.
II. El demonio tienta aprovechando las necesidades y debilidades de la naturaleza humana.
El Señor, después de haber pasado
cuarenta días y cuarenta noches ayunando, debe encontrarse muy débil, y
siente hambre como cualquier hombre en sus mismas circunstancias. Este
es el momento en que se acerca el tentador con la proposición de que
convierta las piedras que allí había en el pan que tanto necesita y
desea.
Y Jesús «no sólo rechaza el alimento que
su cuerpo pedía, sino que aleja de sí una incitación mayor: la de usar
del poder divino para remediar, si podemos hablar así, un problema
personal (...).
»Generosidad del Señor que se ha
humillado, que ha aceptado en pleno la condición humana, que no se sirve
de su poder de Dios para huir de las dificultades o del esfuerzo. Que
nos enseña a ser recios, a amar el trabajo, a apreciar la nobleza humana
y divina de saborear las consecuencias del entregamiento».
Nos enseña también este pasaje del
Evangelio a estar particularmente atentos, con nosotros mismos y con
aquellos a quienes tenemos una mayor obligación de ayudar, en esos
momentos de debilidad, de cansancio, cuando se está pasando una mala
temporada, porque el demonio quizá intensifique entonces la tentación
para que nuestras vidas tomen otros derroteros ajenos a la voluntad de
Dios.
En la segunda tentación, el diablo lo
llevó a la Ciudad Santa y lo puso sobre el pináculo del Templo. Y le
dijo: Si eres Hijo de Dios, arrójate abajo. Pues escrito está: Dará
órdenes acerca de ti a sus ángeles de que te lleven en sus manos, no sea
que tropiece tu pie contra alguna piedra. Y le respondió Jesús: Escrito
está también: No tentarás al Señor tu Dios.
Era en apariencia una tentación
capciosa: si te niegas, demostrarás que no confías en Dios plenamente;
si aceptas, le obligas a enviar, en provecho personal, a sus ángeles
para que te salven. El demonio no sabe que Jesús no tendría necesidad de
ángel alguno.
Una proposición parecida, y con un texto
casi idéntico, oirá el Señor ya al final de su vida terrena: Si es el
rey de Israel, que baje ahora de la cruz y creeremos en él.
Cristo se niega a hacer milagros
inútiles, por vanidad y vanagloria. Nosotros hemos de estar atentos para
rechazar, en nuestro orden de cosas, tentaciones parecidas: el deseo de
quedar bien, que puede surgir hasta en lo más santo; también debemos
estar alerta ante falsas argumentaciones que pretendan basarse en la
Sagrada Escritura, y no pedir (mucho menos exigir) pruebas o señales
extraordinarias para creer, pues el Señor nos da gracias y testimonios
suficientes que nos indican el camino de la fe en medio de nuestra vida
ordinaria.
En la última de las tentaciones, el
demonio ofrece a Jesús toda la gloria y el poder terreno que un hombre
puede ambicionar. Le mostró todos los reinos del mundo y su gloria, y le
dijo: -Todas estas cosas te daré si postrándote delante de mí, me
adoras. El Señor rechazó definitivamente al tentador.
El demonio promete siempre más de lo que
puede dar. La felicidad está muy lejos de sus manos. Toda tentación es
siempre un miserable engaño. Y para probarnos, el demonio cuenta con
nuestras ambiciones. La peor de ellas es la de desear, a toda costa, la
propia excelencia; el buscarnos a nosotros mismos sistemáticamente en
las cosas que hacemos o proyectamos. Nuestro propio yo puede ser, en
muchas ocasiones, el peor de los ídolos.
Tampoco podemos postrarnos ante las
cosas materiales haciendo de ellas falsos dioses que nos esclavizarían.
Los bienes materiales dejan de ser bienes si nos separan de Dios y de
nuestros hermanos los hombres.
Tendremos que vigilar, en lucha
constante, porque permanece en nosotros la tendencia a desear la gloria
humana, a pesar de haberle dicho muchas veces al Señor que no queremos
otra gloria que la suya. También a nosotros se dirige Jesús: Adorarás al
Señor Dios tuyo; y a Él solo servirás. Y eso es lo que deseamos y
pedimos: servir a Dios en la vocación a la que nos ha llamado.
III. El Señor está siempre a nuestro
lado, en cada tentación, y nos Confiad: Yo he vencido al mundo. Y
nosotros nos apoyamos en Él, porque, si no lo hiciéramos, poco
conseguiríamos solos: Todo lo puedo en Aquel que me conforta. El Señor
es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré?.
Podemos prevenir la tentación con la
mortificación constante en el trabajo, al vivir la caridad, en la guarda
de los sentidos internos y externos. Y junto a la mortificación, la
oración: Velad y orad para no caer en la tentación. También debemos
prevenirla huyendo de las ocasiones de pecar, por pequeñas que sean,
pues el que ama el peligro perecerá en él, y teniendo el tiempo bien
ocupado, principalmente cumpliendo bien nuestros deberes profesionales,
familiares y sociales.
Para combatir la tentación «habremos de
repetir muchas veces y con confianza la petición del padrenuestro: no
nos dejes caer en la tentación, concédenos la fuerza de permanecer
fuertes en ella. Ya que el mismo Señor pone en nuestros labios tal
plegaria, bien estará que la repitamos continuamente.
»Combatimos la tentación
manifestándosela abiertamente al director espiritual, pues el
manifestarla es ya casi vencerla. El que revela sus propias tentaciones
al director espiritual puede estar seguro de que Dios otorga a éste la
gracia necesaria para dirigirle bien».
Contamos siempre con la gracia de Dios
para vencer cualquier tentación. «Pero no olvides, amigo mío, que
necesitas de armas para vencer en esta batalla espiritual. Y que tus
armas han de ser éstas: oración continua; sinceridad y franqueza con tu
director espiritual; la Santísima Eucarístia y el Sacramento de la
Penitencia; un generoso espíritu de cristiana mortificación que te
llevará a huir de las ocasiones y evitar el ocio; la humildad del
corazón, y una tierna y filial devoción a la Santísima Virgen:
Consolatrix afflictorum et Refugium peccatorum, consuelo de los
afligidos y refugio de los pecadores. Vuélvete siempre a Ella
confiadamente y dile: Mater mea, fiducia mea; ¡Madre mía, confianza
mía!».
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.