Él estaba en el principio junto a Dios.
Por medio de él se hizo todo, y sin él no se hizo nada de cuanto se ha hecho.
En
él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. Y la luz brilla
en la tiniebla, y la tiniebla no lo recibió. El Verbo era la luz
verdadera, que alumbra a todo hombre, viniendo al mundo.
En el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de él, y el mundo no lo conoció. Vino a su casa, y los suyos no lo recibieron.
Pero a cuantos lo recibieron, les dio poder de ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre.
Estos no han nacido de sangre, ni de deseo de carne, ni de deseo de varón, sino que han nacido de Dios.
Y
el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos contemplado su
gloria: gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de
verdad. (Jn 1, 1-5.9-14)
«EN EL
PRINCIPIO existía el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo
era Dios» (Jn 1, 1). Hoy la liturgia proclama nuevamente, durante la
Misa, el prólogo del evangelio de san Juan: un texto tan rico que vale
la pena meditar varias veces para ahondar en su significado.
«Y el
Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros, y hemos visto su gloria,
gloria como de Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad» (Jn 1,
14). Toda la grandeza de Dios se ha concentrado en un niño recién
nacido. Dios nos ha hablado, nos ha mandado su Palabra, se ha dirigido a
cada uno. Pero su gloria no nos deslumbra; es sencilla, humilde,
discreta. Quien no quiera escucharla no necesita taparse los oídos
porque el Niño apenas emite algún sonido. Nace en un establo escondido
para que nadie se sienta obligado a acompañarlo. Lo hallarán solo
quienes desean libremente acogerlo.
Nosotros
podemos pedir a la Virgen María, a san José y a nuestro ángel de la
guarda que aumente nuestro deseo de tratar a este Niño, de dejarnos
querer por él y de escuchar su frágil voz. Queremos llenarnos de la
gracia y la verdad que contiene esta Palabra. Se nos ha dirigido un
mensaje que deseamos custodiar: Dios nos ama, nos salva y quiere contar
con nosotros para que su amor llegue hasta el último rincón de la
tierra. «Emprendamos la marcha, vayamos a Belén, hacia ese Dios que ha
venido a nuestro encuentro. Sí, Dios se ha encaminado hacia nosotros. No
podríamos llegar hasta Él sólo por nuestra cuenta. La senda supera
nuestras fuerzas. Pero Dios se ha abajado. Viene a nuestro encuentro. Él
ha hecho el tramo más largo del recorrido. Y ahora nos pide: Venid a
ver cuánto os amo. Venid a ver que yo estoy aquí»[1].
«LA
GRACIA y la verdad nos han llegado por medio de Jesucristo –continúa
diciendo el evangelio de san Juan–. A Dios nadie lo ha visto jamás: Dios
unigénito, que está en el seno del Padre es quien lo ha dado a conocer»
(Jn 1, 17). En Cristo podemos conocer la verdad y la bondad de Dios. Y
para acercarnos a Jesucristo, para contemplar su Humanidad santísima,
tratarlo como a un amigo y seguir sus huellas, necesitamos leer y
meditar el evangelio.
San
Josemaría tuvo una experiencia sorprendente por las calles de Madrid;
escribe, un día de 1931: «Ayer por la mañana, en la calle de Santa
Engracia, cuando iba yo a casa de Romeo, leyendo el cap. segundo de San
Lucas, que era el que me correspondía leer, encontré a un grupo de
obreros. Aunque yo iba bastante metido en mi lectura, oí que se decían
en voz alta algo, sin duda preguntando qué leería el cura. Y uno de
aquellos hombres contestó también en voz alta: “la vida de Jesucristo”.
Como mis evangelios están en un libro pequeño, que llevo siempre en el
bolsillo, y las cubiertas forradas con tela, no pudo aquel obrero
acertar en su respuesta, más que por casualidad, por providencia. Y
pensé y pienso que ojalá fuera tal mi compostura y mi conversación que
todos pudieran decir al verme o al oírme hablar: éste lee la vida de
Jesucristo»[2].
Leer
la vida de Jesucristo nos ayuda a entrar en sintonía con el querer de
Dios. Es una Palabra que no deja indiferente; tiene un poder
transformador infinito porque está viva. Si la recibimos, nos cambia. Si
la acogemos, nos vivifica. San Josemaría aconsejaba leer el evangelio
con una actitud activa, para facilitar que la Palabra de Dios vaya
configurando cada vez más nuestra realidad cotidiana: «Al abrir el Santo
Evangelio, piensa que lo que allí se narra –obras y dichos de Cristo–
no sólo has de saberlo, sino que has de vivirlo. Todo, cada punto
relatado, se ha recogido, detalle a detalle, para que lo encarnes en las
circunstancias concretas de tu existencia. –El Señor nos ha llamado a
los católicos para que le sigamos de cerca y, en ese Texto Santo,
encuentras la Vida de Jesús; pero, además, debes encontrar tu propia
vida»[3].
«EL
VERBO era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre» (Jn 1, 9).
Impulsados por estas palabras de san Juan, hoy pedimos al Señor que el
brillo de la verdad guíe nuestras vidas; que nos haga cada vez más
capaces de reconocer, como dirigidas a cada uno, las palabras, gestos y
acciones del Maestro; que aprendamos a meternos en las escenas de los
evangelios para pasar el día con Jesús en su recorrido por Galilea y
Judea. Queremos, así, ser testigos de sus milagros y curaciones;
queremos escucharle hablar del amor incondicional e infinito de su Padre
por nosotros.
Para
entrar en la vida del Señor necesitamos dedicar un momento de nuestro
día a leer el evangelio. Precisamente el Domingo de la Palabra de Dios
ha sido instituido para que los cristianos recordemos, una vez más, el
gran valor que esta Palabra ocupa en nuestra existencia cotidiana.
«Hagamos espacio dentro de nosotros a la Palabra de Dios. Leamos algún
versículo de la Biblia cada día. Comencemos por el Evangelio;
mantengámoslo abierto en casa, en la mesita de noche, llevémoslo en
nuestro bolsillo o en el bolso, veámoslo en la pantalla del teléfono,
dejemos que nos inspire diariamente. Descubriremos que Dios está cerca
de nosotros, que ilumina nuestra oscuridad y que nos guía con amor a lo
largo de nuestra vida»[4].
Tal vez un buen propósito para este año que acaba de comenzar puede ser
el de gustar y ver qué bueno es el Señor a través de las páginas del
evangelio. Le pedimos al Espíritu Santo que aprendamos a escuchar allí
el susurro divino que nos hace sentir acompañados, inspirados,
comprendidos.
La
Virgen María es la que mejor recibió esa Palabra y la hizo carne de su
carne. En ella se cumplen a la perfección las palabras de san Juan: «A
cuantos le recibieron les dio la potestad de ser hijos de Dios» (Jn 1,
12). María ha entendido que esa Palabra era para ella: aquel día en que
vino a verla el arcángel san Gabriel y cada día de su vida.
Fuente: opusdei.org/es-es/
[1] Benedicto XVI, Homilía, 24-XII-2009.
[2] San Josemaría, Apuntes íntimos, Cuaderno V, n. 521 (30-XII-1931).
[3] San Josemaría, Forja, n. 754.
[4] Francisco, Homilía en el Domingo de la Palabra de Dios, 26-I-2020.