Serenidad ante las dificultades
«Aquel día,
llegada la tarde, les dice: Crucemos al otro lado. Y despidiendo a la
muchedumbre le llevaron en la barca tal como se encontraba, y le
acompañaban otras barcas. Y se levantó una gran tempestad de viento, y
las olas se echaban encima de la barca, de manera que se inundaba la
barca. Él estaba en la papa durmiendo sobre un cabezal; entonces lo
despiertan, y le dicen: Maestro, ¿no te importa que perezcamos? Y
levantándose, increpó al viento y dijo al mar: ¡Calla, enmudece! Y se
calmó el viento, y se produjo una gran bonanza. Entonces les dijo: ¿Por
qué tenéis miedo? ¿Todavía no tenéis fe? Y se llenaron de gran temor y
se decían unos a otros: ¿Quién es éste, que hasta el viento y el mar le
obedecen?» (Marcos 4, 35-41).
I. En dos ocasiones, según leemos en el
Evangelio, sorprendió la tempestad a los Apóstoles en el lago de
Genesaret, mientras navegaban hacia la orilla opuesta cumpliendo un
mandato del Señor. En el Evangelio de la Misa de este domingo, San
Marcos narra que Jesús estaba con ellos en la barca, y aprovechó
aquellos momentos para descansar, después de un día muy lleno de
predicación. Se recostó en la popa, reposando la cabeza sobre un
cabezal, probablemente un saquillo de cuero embutido de lana, sencillo y
basto, que para descanso de los marineros llevaban estas barcas. ¡Cómo
contemplarían los ángeles del Cielo a su Rey y Señor apoyado sobre la
dura madera, restaurando sus fuerzas! ¡El que gobierna el Universo está
rendido de fatiga! Mientras tanto, sus discípulos, hombres de mar muchos
de ellos, presienten la borrasca. Y la tempestad se precipitó muy
pronto con un ímpetu formidable: las olas se echaban encima, de manera
que se inundaba la barca. Hicieron frente al peligro, pero el mar se
embravecía más y más, y el naufragio parecía inminente. Entonces, como
definitivo recurso, acuden a Jesús. Le despertaron con un grito de
angustia: ¡Maestro, que perecemos! No fue suficiente la pericia de
aquellos hombres habituados al mar, tuvo que intervenir el Señor. Y
levantándose, increpó a los vientos y dijo al mar: ¡calla, enmudece! Y
se calmó el viento, y se produjo una gran bonanza. La paz llegó también a
los corazones de aquellos hombres asustados.
Algunas veces se levanta la tempestad a
nuestro alrededor o dentro de nosotros. Y nuestra pobre barca parece que
ya no aguanta más. En ocasiones puede darnos la impresión de que Dios
guarda silencio; y las olas se nos echan encima: debilidades personales,
dificultades profesionales o económicas que nos superan, enfermedades,
problemas de los hijos o de los padres, calumnias, ambiente adverso,
infamias...; pero «si tienes presencia de Dios, por encima de la
tempestad que ensordece, en tu mirada brillará siempre el sol; y, por
debajo del oleaje tumultuoso y devastador, reinarán en tu alma la calma y
la serenidad».
Nunca nos dejará solos el Señor; debemos
acercanos a Él, poner los medios que se precisen... y, en todo momento,
decirle a Jesús, con la confianza de quien le ha tomado por Maestro, de
quien quiere seguirle sin condición alguna: ¡Señor, no me dejes! Y
pasaremos junto a Él las tribulaciones, que dejarán entonces de ser
amargas, y no nos inquietarán las tempestades.
II. Jesús se puso en pie, increpó al
viento y dijo al lago: ¡Silencio, cállate! Este milagro fue
impresionante y quedó para siempre en el alma de los Apóstoles; sirvió
para confirmar su fe y para preparar su ánimo en vista de las batallas,
más duras y difíciles, que les aguardaban. La visión de un mar en
absoluta calma, sumiso a la voz de Cristo, después de aquellas grandes
olas, quedó grabada en su corazón. Años más tarde, su recuerdo durante
la oración tuvo que devolver muchas veces la serenidad a estos hombres
cuando se enfrentaron a todas las pruebas que el Señor les iba
anunciando.
En otra ocasión, camino de Jerusalén,
les había dicho Jesús que se iba a cumplir lo que habían vaticinado los
profetas acerca del Hijo del Hombre; porque será entregado en manos de
los gentiles, y escarnecido, y azotado, y escupido; y después que le
hubieren azotado le darán muerte y al tercer día resucitará. Y a la vez
les advierte que también ellos conocerán momentos duros de persecución y
de calumnia, porque no es el discípulo más que el maestro, ni el siervo
más que su amo. Si al amo de la casa le han llamado Beelzebul, cuánto
más a los de su casa. Jesús quiere persuadir a aquellos primeros y
también a nosotros de que entre Él y su doctrina y el mundo como reino
del pecado no hay posibilidad de entendimiento; les recuerda que no
deben extrañarse de ser tratados así: si el mundo os aborrece, sabed que
antes que a vosotros me aborreció a mí. Y por eso, explica San
Gregorio: «la hostilidad de los perversos suena como alabanza para
nuestra vida, porque demuestra que tenemos al menos algo de rectitud en
cuanto que resultamos molestos a los que no aman a Dios: nadie puede
resultar grato a Dios y a los enemigos de Dios al mismo tiempo». Por
consiguiente, si somos fieles habrá vientos y oleaje y tempestad, pero
Jesús podrá volver a decir al lago embravecido: ¡Silencio, cállate! En
los comienzos de la Iglesia, los Apóstoles experimentaron pronto, junto a
frutos muy abundantes, las amenazas, las injurias, la persecución. Pero
no les importó el ambiente, a favor o en contra, sino que Cristo fuera
conocido por todos, que los frutos de la Redención llegaran hasta el
último rincón de la tierra. La predicación de la doctrina del Señor, que
humanamente hablando era escándalo para unos y locura para otros, fue
capaz de penetrar en todos los ambientes, transformando las almas y las
costumbres.
Han cambiado muchas de aquellas
circunstancias con las que se enfrentaron los Apóstoles, pero otras
siguen siendo las mismas, y aun peores: el materialismo, el afán
desmedido de comodidad y de bienestar, de sensualidad, la ignorancia,
vuelven a ser viento furioso y fuerte marejada en muchos ambientes. A
esto se ha de unir el ceder -por parte de muchos- a la tentación de
adaptar la doctrina de Cristo a los tiempos, con graves deformaciones de
la esencia del Evangelio.
Si queremos ser apóstoles en medio del
mundo debemos contar con que algunos -a veces el marido, o la mujer, o
los padres, o un amigo de siempre- no nos entiendan, y habremos de
cobrar firmeza de ánimo, porque no es una actitud cómoda ir contra
corriente. Habremos de trabajar con decisión, con serenidad, sin
importarnos nada la reacción de quienes -en no pocos aspectos- se han
identificado de tal manera con las costumbres del nuevo paganismo que
están como incapacitados para entender un sentido trascendente y
sobrenatural de la vida.
Con la serenidad y la fortaleza que
nacen del trato íntimo con el Señor seremos roca firme para muchos. En
ningún momento podemos olvidar que, particularmente en nuestros días,
«el Señor necesita almas recias y audaces, que no pacten con la
mediocridad y penetren con paso seguro en todos los ambientes»: en las
asociaciones de padres de alumnos, en los colegios profesionales, en los
claustros universitarios, en los sindicatos, en la conversación
informal de una reunión... Como ejemplo concreto, es de especial
importancia la influencia de las familias en la vida social y pública.
«Ellas mismas deben ser "las primeras en procurar que las leyes no sólo
no ofendan, sino que sostengan y defiendan positivamente los derechos y
deberes de la familia" (cfr. Familiaris consortio, 44), promoviendo así
una verdadera "política familiar" (ibídem). En este campo es muy
importante favorecer la difusión de la doctrina de la Iglesia sobre la
familia de manera renovada y completa, despertar la conciencia y la
responsabilidad social y política de las familias cristianas, promover
asociaciones o fortalecer las existentes para el bien de la familia
misma». No podemos permanecer inactivos mientras los enemigos de Dios
quieren borrar toda huella que señale el destino eterno del hombre.
III. «"Las tres concupiscencias (cfr. 1
Jn 2, 16) son como tres fuerzas gigantescas que han desencadenado un
vértigo imponente de lujuria, de engreimiento orgulloso de la criatura
en sus propias fuerzas, y de afán de riquezas" (Mons. Escrivá de
Balaguer, Carta 14-III-974, n. 10). (...) Y vemos, sin pesimismo ni
apocamientos, que (...) estas fuerzas han alcanzado un desarrollo sin
precedentes y una agresividad monstruosa, hasta el punto de que "toda
una civilización se tambalea, impotente y sin recursos morales"
(ibídem)». Ante esta situación no es lícito quedarse inmóviles. Nos
apremia el amor de Cristo..., nos dice San Pablo en la Segunda lectura
de la Misa. La caridad, la extrema necesidad de tantas criaturas, es lo
que no surge a una incansable labor apostólica en todos los ambientes,
cada uno en el suyo, aunque encontremos incomprensiones y malentendidos
de personas que no quieren o no pueden entender.
«Caminad (...) in nomine Domini, con
alegría y seguridad en el nombre del Señor. ¡Sin pesimismos! Si surgen
dificultades, más abundante llega la gracia de Dios; si aparecen más
dificultades, del Cielo baja más gracia de Dios; si hay muchas
dificultades, hay mucha gracia de Dios. La ayuda divina es proporcionada
a los obstáculos que el mundo y el demonio pongan a la labor
apostólica. Por eso, incluso me atrevería a afirmar que conviene que
haya dificultades, porque de este modo tendremos más ayuda de Dios:
donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia (Rom 5, 20)».
Aprovecharemos la ocasión para purificar
la intención, para estar más pendientes del Maestro, para fortalecernos
en la fe. Nuestra actitud ha de ser la de perdonar siempre y permanecer
serenos, pues está el Señor con cada uno de nosotros. «Cristiano, en tu
nave duerme Cristo -nos recuerda San Agustín-, despiértale, que Él
increpará a la tempestad y se hará la calma». Todo es para nuestro
provecho y para el bien de las almas. Por eso, basta estar en su
compañía para sentirnos seguros. La inquietud, el temor y la cobardía
nacen cuando se debilita nuestra oración. Él sabe bien todo lo que nos
pasa. Y si es necesario, increpará a los vientos y al mar, y se hará una
gran bonanza, nos inundará con su paz. Y también nosotros quedaremos
maravillados, como los Apóstoles.
La Santísima Virgen no nos abandona en
ningún momento: «Si se levantan los vientos de las tentaciones -decía
San Bernardo- mira a la estrella, llama a María (...). No te
descaminarás si la sigues, no desesperarás si la ruegas, no te perderás
si en ella piensas. Si ella te tiende su mano, no caerás; si te protege,
nada tendrás que temer; no te fatigarás si es tu guía; llegarás
felizmente al puerto si ella te ampara».
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.