El sentido de la mortificación
«Estaba próxima la Pascua de los
judíos, y Jesús subió a Jerusalén. Encontró en el Templo a los
vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas sentados; y
haciendo un látigo de cuerdas arrojó a todos del Templo, con las ovejas y
los bueyes; tiró las monedas de los cambistas y volcó las mesas. Y dijo
a los que vendían palomas: Quitad eso de aquí, no hagáis de la casa de
mi Padre un mercado. Recordaron sus discípulos que está escrito: el celo
de tu casa me consume. Entonces los judíos replicaron: ¿Qué señal nos
das para hacer esto? Jesús respondió: Destruid este Templo y en tres
días lo levantaré. Los judíos contestaron: ¿ En cuarenta y seis años ha
sido construido este Templo, y tú lo vas a levantar en tres días? Pero
él hablaba del templo de su cuerpo. Cuando resucitó de entre los
muertos, recordaron sus discípulos que él había dicho esto, y creyeron
en la Escritura y en las palabras que había pronunciado Jesús. Mientras
estaba en Jerusalén durante la fiesta de la Pascua, muchos creyeron en
su nombre al ver los milagros que hacia. Pero Jesús no se fiaba de
ellos, porque los conocía a todos, y no necesitaba que nadie le diera
testimonio acerca de hombre alguno, pues sabía lo que hay dentro de cada
hombre.»(Juan 2 13-25)
I. Si todos los actos de la vida de
Cristo son redentores, la salvación del género humano culmina en la
Cruz, hacia la que Cristo encamina toda su vida en la tierra: Tengo que
recibir un bautismo, y ¡cómo me siento urgido hasta que se cumpla!, dirá
a sus discípulos camino de Jerusalén. Les revela las ansias
incontenibles de dar su vida por nosotros, y nos da ejemplo de su amor a
la Voluntad del Padre muriendo en la Cruz. Y es en la Cruz donde el
alma alcanza la plenitud de la identificación con Cristo. Ese es el
sentido más profundo que tienen los actos de mortificación y penitencia.
Para ser discípulo del Señor es preciso
seguir su consejo: el que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí
mismo, tome su cruz y sígame. No es posible seguir al Señor sin la Cruz.
Las palabras de Jesús tienen vigencia en todos los tiempos, ya que
fueron dirigidas a todos los hombres, pues el que no toma su cruz y me
sigue -nos dice a cada uno- no puede ser mi discípulo. Tomar la cruz -la
aceptación del dolor y de las contrariedades que Dios permite para
nuestra purificación, el cumplimiento costoso de los propios deberes, la
mortificación cristiana asumida voluntariamente- es condición
indispensable para seguir al Maestro.
«¿Qué sería un Evangelio, un
cristianismo sin Cruz, sin dolor, sin el sacrificio del dolor? -se
preguntaba Pablo VI-. Sería un Evangelio, un Cristianismo sin Redención,
sin Salvación, de la cual ‑debemos reconocerlo aquí con sinceridad
despiadada- tenemos necesidad absoluta. El Señor nos ha salvado con la
Cruz; con su muerte nos ha vuelto a dar la esperanza, el derecho a la
Vida...». Sería un cristianismo desvirtuado que no serviría para
alcanzar el Cielo, pues «el mundo no puede salvarse sino con la Cruz de
Cristo».
Unida al Señor, la mortificación
voluntaria y las mortificaciones pasivas adquieren su más hondo sentido.
No son algo dirigido primariamente al a propia perfección, o una manera
de sobrellevar con paciencia las contrariedades de esta vida, sino
participación en el misterio de la Redención.
La mortificación puede parecer a algunos
locura o necedad, residuo de otras épocas que no engarzan bien con los
adelantos y el nivel cultural de nuestro tiempo. También puede ser signo
de contradicción o piedra de escándalo para aquellos que viven
olvidados de Dios. Pero todo esto no debe sorprender: ya San Pablo
escribía que la Cruz era escándalo para los judíos, locura para los
gentiles. Y en la medida en que los mismos cristianos pierden el sentido
sobrenatural de sus vidas se resisten a entender que a Cristo sólo le
podemos seguir a través de una vida de sacrificio, cerca de la Cruz. «Si
no eres mortificado nunca serás alma de oración». Y Santa Teresa
señala: «Creer que (el Señor) admite a Su amistad a gente regalada y sin
trabajos es disparate».
Los mismos Apóstoles que siguen a Cristo
cuando es aclamado por multitudes, aunque le amaban profundamente e
incluso estaban dispuestos a dar su vida por Él, no le siguen hasta el
Calvario, pues aún -por no haber recibido al Espíritu Santo- eran
débiles. Existe un largo camino entre ir en pos de Cristo cuando este
seguimiento no exige mucho, y el identificarse plenamente con Él, a
través de las tribulaciones, pequeñas y grandes, de una vida
mortificada.
El cristiano que va por la vida
rehuyendo sistemáticamente el sacrificio, que se rebela ante el dolor,
se aleja también de la santidad y de la felicidad, que está muy cerca de
la Cruz, muy cerca de Cristo Redentor.
II. El Señor pide a cada cristiano que
le siga de cerca, y para esto es necesario acompañarle hasta el
Calvario. Nunca deberíamos olvidar estas palabras: el que no toma su
cruz y me sigue no es digno de mí. Mucho antes de padecer en la Cruz, ya
Jesús hablaba a sus seguidores de que habrían de cargar con ella.
Hay en la mortificación una paradoja, un
misterio, que sólo puede comprenderse cuando hay amor: detrás de la
aparente muerte está la Vida; y el que con egoísmo trata de conservar la
vida para sí, la pierde: el que quiera salvar su vida la perderá: y el
que la pierda por mí la hallará. Para dar frutos, amando a Dios,
ayudando de una manera efectiva a los demás, es necesario el sacrificio.
No hay cosecha sin sementera: si el grano de trigo no muere al caer en
la tierra, queda infecundo; pero si muere, produce mucho fruto. Para ser
sobrenaturalmente eficaces debe uno morir a sí mismo mediante la
continua mortificación, olvidándose por completo de su comodidad y de su
egoísmo. «-¿No quieres ser grano de trigo, morir por la mortificación, y
dar espigas bien granadas? -¡Que Jesús bengida tu trigal!».
Debemos perder el miedo al sacrificio, a
la voluntaria mortificación, pues la Cruz la quiere para nosotros un
Padre que nos ama y sabe bien lo que más nos conviene. Él quiere siempre
lo mejor para nosotros: Venid a mí los que estáis fatigados y cargados,
nos dice, que yo os aliviaré. Tomad sobre vosotros mi yugo y aprended
de mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso para
vuestras almas, pues mi yugo es suave, y mi carga, ligera. Junto a
Cristo, las tribulaciones y penas no oprimen, no pesan, y por el
contrario disponen al alma para la oración, para ver a Dios en los
sucesos de la vida.
Con la mortificación nos elevamos hasta
el Señor; sin ella quedamos a ras de tierra. Con el sacrificio
voluntario, con el dolor ofrecido y llevado con paciencia y amor nos
unimos firmemente al Señor. «Como si dijera: todos los que andáis
atormentados, afligidos y cargados con la carga de vuestros cuidados y
apetitos, salid de ellos, viniendo a mí, y yo os recrearé, y hallaréis
para vuestras almas el descanso que os quitan vuestros apetitos».
III. Para decidirnos a vivir con
generosidad la mortificación, interesa comprender bien las razones que
le dan sentido. A algunos les puede costar ser más mortificados porque
no han entendido o descubierto ese sentido. Son varios los motivos que
impulsan al cristiano hacia la mortificación. El primero es el que hemos
considerado anteriormente: desear identificarse con el Señor y seguirle
en su afán de redimir en la Cruz, ofreciéndose a Sí mismo en sacrificio
al Padre. Nuestra mortificación tiene así los mismos fines de la Pasión
de Cristo y de la Santa Misa, y se traduce en una unión cada vez más
plena a la Voluntad del Padre.
Pero la mortificación es también medio
para progresar en las virtudes. El sacerdote, en el diálogo que precede
al Prefacio de la Misa, alza sus manos al cielo mientras dice:
-Levantemos el corazón, y se oye al pueblo fiel: -¡Lo tenemos levantado
hacia el Señor! Nuestro corazón debe estar permanentemente dirigido
hacia Dios. El corazón del cristiano debe estar lleno de amor, con la
esperanza siempre puesta en su Señor. Para eso es preciso que no esté
atrapado y prisionero de las cosas de la tierra, que vaya quedando más
purificado. Y esto no es posible sin la penitencia, sin la continua
mortificación, que es «medio para ir adelante». Sin ella, el alma queda
sujeta por las mil cosas en que tienden a desparramarse los sentidos:
apegamientos, impurezas, aburguesamiento, deseos de inmoderada
comodidad...La mortificación nos libera de muchos lazos y nos capacita
para amar.
La mortificación es medio indispensable
para hacer apostolado, extendiendo el Reino de Cristo: «La acción nada
vale sin la oración: la oración se avalora con el sacrificio». Muy
equivocados andaríamos si quisiéramos atraer a otros hacia Dios sin
apoyar esa acción con una oración intensa, y si esa oración no fuese
reforzada con la mortificación gustosamente ofrecida. Por eso se ha
dicho, de mil modos diferentes, que la vida interior, manifestada
especialmente en la oración y la mortificación, es el alma de todo
apostolado.
No olvidemos, por último, que la
mortificación sirve también como reparación por nuestras faltas pasadas,
hayan sido pequeñas o grandes. De ahí que en muchas ocasiones le
pidamos al Señor que nos ayude a enmendar la vida pasada: «emendationem
vitae, spatium verae paenitentiae... tribuat nobis omnipotens et
misericors Dominus» Que el Señor omnipotente y misericordioso nos
conceda la enmienda de nuestra vida y un tiempo de verdadera penitencia.
De este modo, por la mortificación, hasta las mismas faltas pasadas se
convierten en fuente de nueva vida. «Entierra con la penitencia, en el
hoyo profundo que abra tu humildad, tus negligencias, ofensas y pecados.
-Así entierra el labrador, al pie del árbol que los produjo, frutos
podridos, ramillas secas y hojas caducas. -Y lo que era estéril, mejor,
lo que era perjudicial, contribuye eficazmente a una nueva fecundidad.
»Aprende a sacar, de las caídas, impulso: de la muerte, vida».
Le pedimos al Señor que sepamos
aprovechar nuestra vida, a partir de ahora, del mejor de los modos:
«Cuando recuerdes tu vida pasada, pasada sin pena ni gloria, considera
cuánto tiempo has perdido y cómo lo puedes recuperar: con penitencia y
con mayor entrega». Y, cuando algo nos cueste, vendrá a nuestra mente
alguno de estos pensamientos que nos mueva a la mortificación generosa:
«¿Motivos para la penitencia?: Desagravio, reparación, petición,
hacimiento de gracias: medio para ir adelante...: por ti, por mí, por
los demás, por tu familia, por tu país, por la Iglesia... Y mil motivos
más».
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.