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Lo importante es que tengas espiritualidad por dentro y luego puedes hacer lo que quieras
En el camino de estas catequesis sobre
la vejez, hoy nos encontramos con un personaje bíblico –un anciano–
llamado Eleazar, que vivió en la época de la persecución de
Antíoco Epífanes. Es una figura hermosa. Su figura nos da
testimonio de la especial relación que existe entre la fidelidad de la vejez y el honor de la fe.
¡Él está orgulloso de esto! Quisiera hablar precisamente del honor de
la fe, no sólo de la constancia, del anuncio, de la resistencia de la
fe. El honor de la fe se encuentra periódicamente bajo la presión,
incluso violenta, de la cultura de los gobernantes, que intenta
degradarlo tratándolo como un hallazgo arqueológico, o como una vieja
superstición, una obstinación anacrónica, etc.
El relato bíblica –hemos escuchado un
pequeño pasaje, pero es bueno leerlo todo– narra el episodio de los
judíos obligados por decreto de un rey a comer carne sacrificada a los
ídolos. Cuando le lleva el turno a Eleazar, que era un anciano de
noventa años muy respetado por todos y con autoridad, los oficiales del
rey le aconsejan que haga un simulacro, es decir, que finja comer carne
sin hacerlo de verdad. Hipocresía religiosa, hay mucha hipocresía
religiosa, hipocresía clerical. Le dicen: “Pero sé un poco hipócrita,
nadie se dará cuenta”. Así Eleazar se habría salvado, y –le decían– en
nombre de la amistad habría aceptado su gesto de compasión y cariño.
Al fin y al cabo –insistían– era un gesto mínimo, fingir comer pero no
comer, un gesto insignificante.
Es poca cosa, pero la respuesta
tranquila y firme de Eleazar se basa en un tema que nos llama la
atención. El punto central es este: deshonrar la fe en la vejez, para
ganar un puñado de días, no es comparable con el legado que debe dejar a
los jóvenes, a futuras generaciones enteras. ¡Pero Eleazar es bueno! Un
anciano que ha vivido con coherencia fe durante toda una vida, y ahora
se adapta a fingir un repudio, condena a la nueva generación a pensar
que toda la fe era una ficción, una cubierta exterior que puede ser
abandonada, pensando en poderla guardar dentro de uno mismo. Y
ese no es el caso, dice Eleazar. Tal comportamiento no honra la
fe, ni siquiera delante de Dios. Y el efecto de esa banalización
exterior será devastador para la interioridad de los jóvenes. ¡La
coherencia de este hombre que piensa en los jóvenes, piensa en el legado
futuro, piensa en su pueblo!
Precisamente la vejez –y esto es hermoso
para los viejos– aparece aquí como el lugar decisivo, el lugar
insustituible, de ese testimonio. Un anciano que, por su vulnerabilidad,
aceptara considerar irrelevante la práctica de la fe, haría creer a los
jóvenes que la fe no tiene una relación real con la vida. Les
parecería, desde sus inicios, como un conjunto de conductas que, en
caso necesario, pueden ser simuladas o disfrazadas, porque ninguna de
ellas es tan importante para la vida.
La antigua gnosis heterodoxa, que fue
una trampa muy poderosa y muy seductora para el cristianismo de los
primeros siglos, teorizó precisamente sobre esto, es algo antiguo: que
la fe es una espiritualidad, no una práctica; una fuerza de la mente, no
una forma de vida. La fidelidad y el honor de la fe, según esta
herejía, nada tienen que ver con el comportamiento de la vida, las
instituciones de la comunidad, los símbolos del cuerpo. La seducción de
esta perspectiva es fuerte, porque interpreta, a su manera, una verdad
indiscutible: que la fe nunca puede reducirse a un conjunto de reglas
dietéticas o prácticas sociales. La fe es otra cosa. El problema es que
la radicalización gnóstica de esta verdad anula el realismo de la fe
cristiana, porque la fe cristiana es realista, la fe cristiana no es
sólo decir el Credo, sino pensar en el Credo, sentir el Credo, hacer
el Credo. Actuar con las manos. En cambio, esta propuesta gnóstica es un
“fingir”, lo importante es que tengas espiritualidad por dentro y luego
puedes hacer lo que quieras. Y eso no es cristiano. Es la primera
herejía de los gnósticos, que está muy de moda aquí, ahora mismo, en
tantos centros de espiritualidad y otros. Y vacía el testimonio de esas
personas, que muestran los signos concretos de Dios en la vida de la
comunidad y resisten las perversiones de la mente a través de los gestos
del cuerpo.
La tentación gnóstica que es una de las
–digamos la palabra– herejías, una de las desviaciones religiosas de
este tiempo, la tentación gnóstica siempre es actual. En muchas
tendencias de nuestra sociedad y de nuestra cultura, la práctica de la
fe sufre una representación negativa, a veces en forma de ironía
cultural, a veces con una marginación oculta. La práctica de la fe para
estos gnósticos que ya existían en tiempos de Jesús, es considerada como
una fachada inútil y hasta dañina, como un residuo anticuado, como una
superstición disfrazada. En definitiva, una cosa de viejos. La presión
que ejerce esta crítica indiscriminada sobre las generaciones más
jóvenes es fuerte. Por supuesto, sabemos que la práctica de la fe puede
convertirse en una exterioridad sin alma –este es el otro peligro, el
contrario–, pero en sí misma no lo es en absoluto. Quizá nos toca a
nosotros, los ancianos, una misión muy importante: devolver a la fe su
honor, hacerla coherente, que es el testimonio de Eleazar, coherencia
hasta el final. La práctica de la fe no es el símbolo de nuestra
debilidad, sino el signo de su fortaleza. Ya no somos niños.
¡No bromeábamos cuando emprendimos el camino del Señor!
La fe merece respeto y honor hasta el
final: cambió nuestra vida, purificó nuestra mente, nos enseñó la
adoración a Dios y el amor al prójimo. ¡Es una bendición para todos!
Pero toda la fe, no una parte. No cambiaremos la fe por unos días
tranquilos, sino que haremos como Eleazar, consecuentes hasta el final,
hasta el martirio. Demostraremos, con toda humildad y firmeza,
precisamente en nuestra vejez, que creer no es algo “para viejos”, sino
algo vital. Creer en el Espíritu Santo, que hace nuevas todas las cosas,
y con mucho gusto nos ayudará.
Queridos hermanos y hermanas ancianos,
por no decir viejos –estamos en el mismo grupo–, por favor, miremos a
los jóvenes. Nos miran, no olvidemos esto. Me acuerdo de aquella hermosa
película de la posguerra: “Los niños nos miran”. Lo mismo podemos decir
de los jóvenes: los jóvenes nos miran y nuestra coherencia puede
abrirles un hermoso camino de vida. En cambio, cualquier hipocresía hará
mucho daño. Recemos unos por otros. ¡Que Dios nos bendiga a todos los
viejos!
P.P. Francisco, en vatican.va/