(Cfr. www.almudi.org)
Discurso a los participantes en la 31ª edición del Curso sobre el Foro Interno en el que ha reflexionado sobre el significado del Sacramento de la Reconciliación, dando algunos consejos a los confesores explicándoles cuál debe ser la actitud que deben tener ante el pecador perdonado
Texto del Discurso del Santo Padre
Queridos hermanos, buenos días. El Cardenal −le agradezco sus palabras− ha insistido en San José. Durante meses me decía: “Escriba algo sobre San José, escriba algo sobre San José”. Y la Carta sobre San José es obra suya, en gran parte. Así que gracias. Me disculpo por estar sentado, me he pensado: ellos están sentados, así que yo también. No debería, pero después del viaje todavía las piernas se resienten. Perdonadme.
Me alegra recibiros con ocasión del Curso sobre el Foro Interno, organizado por la Penitenciaría Apostólica, que este año llega a la 31ª edición. El Curso es una cita habitual que, providencialmente, cae en el tiempo de Cuaresma, tiempo penitencial y tiempo de desierto, de conversión, de penitencia y de acogida de la misericordia, también para nosotros. Saludo al Cardenal Mauro Piacenza, Penitenciario Mayor, y le agradezco sus palabras, como he dicho antes, y con él saludo al Regente, a los Prelados, a los Oficiales y al Personal de la Penitenciaría, a los Colegas de los penitenciarios ordinarios y extraordinarios de las Basílicas Papales en la Urbe y a todos vosotros participantes en el Curso que, por necesidad de la pandemia, se ha debido desarrollar online pero con la notable participación de 870 clérigos. Buen número.
Me gustaría detenerme con vosotros en tres expresiones que explican bien el sentido del Sacramento de la Reconciliación, porque ir a confesarse no es ir a la tintorería a que me quiten una mancha. No, es otra cosa. Pensemos bien qué es. La primera expresión que explica este sacramento, este misterio es: “abandonarse al Amor”; la segunda: “dejarse transformar por el Amor”; y la tercera: “corresponder al Amor”. Siempre el Amor: si no hay Amor en el sacramento, no es como Jesús lo quiere. Si hay mentalidad de funcionario, no es como Jesús lo quiere. Amor. Amor de hermano pecador perdonado −como ha dicho el Cardenal− al hermano, a la hermana, pecador y pecadora perdonados. Esa es la relación fundamental.
1. Abandonarse al Amor significa hacer un auténtico acto de fe. La fe nunca puede reducirse a un elenco de conceptos o a una serie de afirmaciones que creer. La fe se expresa y se comprende dentro de una relación: la relación entre Dios y el hombre y entre el hombre y Dios, según la lógica de la llamada y la respuesta: Dios llama y el hombre responde. Es verdad también al revés: nosotros llamamos a Dios cuando le necesitamos, y Él responde siempre. La fe es el encuentro con la Misericordia, con Dios mismo que es Misericordia −el nombre de Dios es Misericordia− y es el abandono en los brazos de ese Amor, misterioso y generoso, que tanto necesitamos, pero al que, a veces, se tiene miedo de abandonarse.
La experiencia enseña que quien no se abandona al amor de Dios acaba, antes o después, por abandonarse a otro, terminando “en brazos” de la mentalidad mundana, que al final trae amargura, tristeza y soledad, y no cura. Entonces el primer paso para una buena Confesión es precisamente el acto de fe, de abandono, con el que el penitente se acerca a la Misericordia. Y todo confesor, pues, debe ser capaz de asombrase siempre por los hermanos que, por fe, piden perdón a Dios y, también solo por fe, se abandonan a Él, dándose a sí mismos en la Confesión. El dolor por los propios pecados es la señal de dicho abandono confiado al Amor.
2. Vivir así la Confesión significa dejarse transformar por el Amor. Es la segunda dimensión, la segunda expresión en la que quería reflexionar. Sabemos bien que no son las leyes las que salvan, basta leer el capítulo 23 de Mateo: el individuo no cambia por una fría serie de preceptos, sino por el asombre del Amor percibido y gratuitamente ofrecido. Es el Amor el que se ha manifestado plenamente en Jesucristo y en su muerte en la cruz por nosotros. Así el Amor, que es Dios mismo, se ha hecho visible a los hombres, de un modo antes impensable, totalmente nuevo y por eso capaz de renovar todas las cosas. El penitente que encuentra, en el coloquio sacramental, un rayo de ese Amor acogedor, se deja transformar por el Amor, por la Gracia, empezando a vivir esa transformación del corazón de piedra en corazón de carne, que es una transformación que se da en cada confesión. También en la vida afectiva es así: se cambia por el encuentro con un gran amor.
El buen confesor siempre está llamado a vislumbrar el milagro del cambio, a acogerse a la obra de la Gracia en los corazones de los penitentes, favoreciendo lo más posible su acción trasformadora. La integridad de la acusación es la señal de esa transformación que el Amor realiza: todo es entregado, para que todo sea perdonado.
3. La tercera y última expresión es corresponder al Amor. El abandono y el dejarse transformar por el Amor tienen como necesaria consecuencia una correspondencia al amor recibido. El cristiano tiene siempre presente aquellas palabras de Santiago: «Muéstrame tu fe sin obras, y yo con mis obras te mostraré mi fe» (2,18). La real voluntad de conversión se concreta en la correspondencia al amor de Dios recibido y acogido. Se trata de una correspondencia que se manifiesta en el cambio de vida y en las obras de misericordia que le siguen. Quien ha sido acogido por el Amor, no puede dejar de acoger al hermano. Quien se ha abandonado al Amor, no puede dejar de consolar a los afligidos. Quien ha sido perdonado por Dios, no puede sino perdonar de corazón a los hermanos.
Si es cierto que nosotros nunca podremos corresponder plenamente al Amor divino, por la diferencia insalvable entre Creador y criaturas, también es cierto que Dios nos señala un amor posible, en el que vivir tal imposible correspondencia: el amor al hermano. Es el amor al hermano el lugar de la correspondencia real al amor de Dios: amando a los hermanos mostramos a nosotros mismos, al mundo y a Dios que le amamos de verdad a Él y correspondemos, siempre de modo inadecuado, a su misericordia. El buen confesor indica siempre, junto al primado del amor de Dios, el indispensable amor al prójimo, como palestra diaria en la que entrenar el amor a Dios. El propósito actual de no volver a cometer el pecado es la señal de la voluntad de corresponder al Amor. Y tantas veces la gente, incluso nosotros mismos, nos avergonzamos de haber prometido, de cometer el pecado y volver otra vez, otra vez… Me viene a la mente una poesía de un párroco argentino, bueno, un buen párroco, buenísimo. Era un poeta, ha escrito muchos libros. Una poesía a la Virgen, en la que pedía a la Virgen, en la poesía, que lo protegiera, porque él quería cambiar pero no sabía cómo. Le hacía la promesa de cambiar, a la Virgen, y acababa así: “Esta tarde, Señora, la promesa es sincera. Por las dudas, no olvide dejar la llave afuera”. Sabía que siempre estará la llave para abrir, porque fue Dios, la ternura de Dios, la que la deja fuera. Así, la celebración frecuente del sacramento de la Reconciliación es, tanto para el penitente como para el confesor, una vía de santificación, una escuela de fe, de abandono, de cambio y de correspondencia al Amor misericordioso del Padre.
Queridos hermanos, recordemos siempre que cada uno de nosotros es un pecador perdonado −si uno no se siente así, mejor que no vaya a confesar, mejor que no sea confesor−, un pecador perdonado, puesto al servicio de los demás, para que también ellos, a través del encuentro sacramental, puedan encontrar aquel Amor que ha fascinado y cambiado nuestra vida. Con esta conciencia, os animo a perseverar con fidelidad en el ministerio precioso que realizáis, o que pronto os será confiado: es un servicio importante para la santificación del pueblo santo de Dios. Encomendad ese ministerio vuestro de la reconciliación a la poderosa protección de San José, hombre justo y fiel.
Y aquí quería detenerme para subrayar la actitud religiosa que nace de esa conciencia de ser pecador perdonado que debe tener el confesor. Acoger en paz, acoger con paternidad. Cada uno sabrá cómo es la expresión de la paternidad: la sonrisa, los ojos en paz… Acoger dando tranquilidad, y luego dejar hablar. A veces, el confesor se da cuenta de que hay cierta dificultad para seguir adelante con un pecado, pero si lo entiende, no haga preguntas indiscretas. Yo he aprendido del Cardenal Piacenza una cosa: me dijo que cuando él ve que esas personas tienen dificultad y se entiende de qué se trata, él enseguida los para y dice: “He entendido. Sigamos adelante”. No dar más dolor, más “tortura” en esto. Y luego, por favor, no hacer preguntas. Yo algunas veces me pregunto: esos confesores que empiezan: “Y cómo esto, y esto, y esto…”. Pero dime, ¿qué estás haciendo? ¿Te estás haciendo la película en tu mente? Por favor. Luego, en las basílicas hay una oportunidad tan grande de confesarse, pero desgraciadamente los seminaristas que están en los colegios internacionales se corren la voz, también los curas jóvenes: “A aquella basílica puedes ir a todos menos a aquel y aquel; a aquel confesionario no vayas, porque es un sheriff que te tortura”. Se corre la voz…
Ser misericordioso no significa ser de manga ancha, no. Significa ser hermano, padre, consolador. “Padre, yo no puedo, no sé qué hacer…” −“Tú reza, y vuelve cada vez que lo necesites, porque aquí encontrarás a un padre, un hermano, eso hallarás”. Esa es la actitud. Por favor, no seáis el tribunal de examen académico: “Y cómo, y cuándo…”. No meter las narices en el alma de los demás. Padres, hermanos misericordiosos.
Mientras os dejo estos apuntes de reflexión, os deseo a vosotros y a vuestros penitentes una fructuosa Cuaresma de conversión. Os bendigo de corazón, y os pido por favor que recéis por mí. Gracias.
Fuente: vatican.va / romereports.com
Traducción de Luis Montoya
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