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El valor de la limosna
«Y (Jesús), enseñándoles, decía:
Guardaos de los escribas, que les gusta pasear con vestidos lujosos y
que los saluden en las plazas, y ocupar los primeros asientos en las
sinagogas y los primeros puestos en los banquetes; que devoran las casas
de las viudas mientras fingen largas oraciones; éstos recibirán un
juicio más severo.
Sentado Jesús frente al gazofilacio
(cepillo de templo), miraba cómo la gente echaba en él monedas de cobre,
y bastantes ricos echaban mucho. Y al llegar una viuda pobre, echó dos
monedas, que hacen la cuarta parte del as. Llamando a sus discípulos,
les dijo: En verdad os digo que esta viuda pobre ha echado más en el
gazofilacio que todos los otros, pues todos han echado algo de lo que
les sobraba; ella, en cambio, en su necesidad, ha echado todo lo que
tenía, todo su sustento» (Marcos 12,38-44).
I. Jesús observaba, sentado ante el cepillo de las ofrendas del Templo (Marcos 12, 41-44) a las gentes que depositaban allí su limosna y bastantes ricos echaban mucho. El Señor se conmueve cuando se acercó una viuda pobre y echó dos monedas que hacen la cuarta parte de un as. El Señor alaba esta generosidad y toda dádiva que nace de un corazón recto y generoso, que sabe dar incluso aquello de que tiene necesidad. La limosna, no sólo de lo superfluo sino también de lo necesario, es una obra gratísima al Señor, que no deja nunca de recompensar. “Jamás será pobre una casa caritativa”, solía repetir el santo Cura de Ars. Qué sorpresa para la pobre viuda cuando, en su encuentro con Dios después de esta vida, pudo ver la mirada complacida de Jesús aquella mañana cuando hizo su ofrenda. Cada día esta mirada de Dios se posa sobre nuestra vida.
II. La limosna brota de un corazón misericordioso que quiere llevar un poco de consuelo al que padece necesidad, o contribuir con esos medios económicos al sostenimiento de la Iglesia y de aquellas obras buenas dirigidas al bien de la sociedad. Esta práctica lleva al desprendimiento y prepara el corazón para entender mejor los planes de Dios. La limosna, en cualquiera de sus formas, es expresión de nuestra entrega y de nuestro amor al Señor, que han de ir por delante. Dar y darse no depende de lo mucho o lo poco que se posea, sino del amor de Dios que se lleva en el alma.
III. La limosna atrae la bendición de Dios y produce abundantes frutos: cura las heridas del alma, que son los pecados. La limosna ha de ser hecha con rectitud de intención, mirando a Dios, como aquella viuda de la que nos habla Jesús en el Evangelio, y debe nacer de un corazón compasivo, lleno de amor a Dios y a los demás. Por eso, por encima, del valor material de los bienes que compartimos, está el espíritu de caridad con que realizamos la limosna, que se manifestará en la alegría y generosidad al practicarla. Pidamos a Nuestra Señora que nos conceda un corazón generoso que sepa dar y darse, que no escatime tiempo, ni bienes económicos, ni esfuerzo... a la hora de ayudar a otros y a esas empresas apostólicas en bien de los demás. El Señor nos mirará desde el Cielo con amor compasivo, como miró a la mujer pobre que se acercó al cepillo de las ofrendas del Templo aquella mañana.
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