(Cfr. www.almudi.org)
Hay cinco cosas que los jóvenes chestertonianos reverencian: el chuletón, la ordinariez, la Iglesia, el lío y la cerveza
La invitación a prologar La opción cervecera (HomoLegens, 2022) me extrañó. Mucho. Sólo bebo cerveza en casos de extrema necesidad, antes de caer en el agua mineral, ante un golpe de calor. Después resulta que, como vivo en el tórrido sur de largos veranos, bebo bastante cerveza, todo hay que confesarlo. Pero, en condiciones generales, me dedico al vino y, más específicamente, al jerez, gran rival comercial de la cerveza a la hora del aperitivo.
Teniendo la más alta consideración por los responsables de la editorial, decidí dejar los aspavientos vitivinícolas hasta después de leer el manuscrito. Como mínimo, les daría el voto de confianza de tratar de entender por qué me invitaban a esta fiesta precisamente a mí. Leerlo no me costaba ningún esfuerzo, porque el cocktail entre catolicismo y alcohol que prometía el título siempre me ha interesado muchísimo. ¡Cuánto me divierte el enfado sordo del abstemio y vegetariano H. G. Wells con G. K. Chesterton, H. Belloc y compañía por su afición a beber, con especial dedicación, desde luego, a la cerveza! Él detestaba lo que llamó con involuntaria frase feliz: «theboozy halo of Catholicism», esto es, «el aura borrachuza del catolicismo». Luego vino Evelyn Waugh e hizo áurea el aura.
Jared Staudt superó mis expectativas en lo referente a la cerveza, al catolicismo y, sobre todo, al maridaje de ambos milagros. Cumple al pie de la letra aquel epigrama que, según recogía una divertida DorothyL. Sayers, se marcó un oxoniense contrariado por la proliferación de seguidores de Chesterton:
Hay cinco cosas que los jóvenes chestertonianos reverencian: el chuletón, la ordinariez, la Iglesia, el lío y la cerveza. Staudt reverencia las cinco cosas sin dejarse fuera ni una. Lo del lío no se refiere a embarrullar la ortodoxia, sino a enfrentar al mundo y a los valores dominantes con un talante gallardo, que todo hay que explicarlo, ay, en estos tiempos. Lo punzante de ese epigrama es lo que más incomoda a un lector español: la ordinariez. Porque en nuestra patria, quien más, quien menos, todos tenemos un punto de hidalguía. En realidad, los chestertonianos con eso de la ordinariez estaban vacilando a los dandis que esnobeaban cosas tan «vulgares» como el sentido común, la democracia, las clases populares, los chistes tremebundos, el amor conyugal o, por supuesto, una buena cerveza. ¿Iba yo a renegar de ese placer por un prurito de elegancia vinícola? Estaba claro, a esas alturas, tras las primeras catas, que yo no iba a renunciar a mi prólogo ni loco.
Releí El primer trago de cerveza y otros pequeños placeres de la vida de Philippe Delern para coger impulso y acepté el reto encantado. Chin-chin, y vámonos que nos vamos.
Una magnífica humildad
Además, si Staudt hubiese echado un pulso al vino, me habría forzado a escoger bando; pero no sólo es demasiado inteligente y culto para eso, sino que también es humilde. En numerosos pasajes de este libro, cada vez que tiene ocasión, reconoce la superioridad histórica, cultural y teológica del vino.
Levanta acta de la querencia vitivinícola de las Sagradas Escrituras: «Según los Salmos, el vino es un signo de la bendición de Dios: “Vino que alegra el corazón” y “mi copa rebosa” (Sal 104, 15; 23, 5)». Y sigue apuntando: «Claramente, en Israel se daba preferencia al vino, y esta tradición llegaría al Nuevo Testamento, […] tanto los griegos como los romanos preferían el vino. Se despreciaba la cebada por ser una fuente alimenticia de las clases más bajas». Y más aún: «Las fuentes históricas indican una jerarquía, con el “vino como la bebida de los ricos, la cerveza para los pobres y el agua para los miserables”». Todo lo cual queda en nada ante la jerarquía sacramental: «Podemos usar agua bendita para bendecir la cerveza, no para hacerla. […] Sin embargo, en la Nueva Alianza, sin vino no tenemos Eucaristía y sin la Eucaristía perdemos la fuente y la cumbre de nuestra fe», confiesa Staudt. Amén.
No se limita a reconocer, honesto y ortodoxo, los datos de la historia y los de la fe. El autor, apasionado de la cerveza, es incluso capaz de corregir una cita muy conocida, prestigiosa y favorable a la bebida de su predilección, pero falsa: «Se ha atribuido a Benjamin Franklin la frase: “La cerveza es la prueba de que Dios nos ama y quiere que seamos felices”. No podemos encontrar pruebas de esa cita, pero Franklin sí que escribió en una carta a André Morellet lo siguiente: “Contemplemos la lluvia que desciende del cielo sobre nuestros viñedos, entrando en las raíces de las viñas, para ser transformada en vino, una prueba constante de que Dios nos ama y quiere vernos felices”». Tiene mérito que no se lleve el agua a su molino.
No piensen que recolecto estas menciones por el hecho de justificar mi conciencia de bebedor de vino. Sencillamente las pongo porque estremece que este libro a la cerveza, escrito con el fervor del firme partidario, sea también, de forma indirecta, uno de los más apasionados cantos de amor al vino que he leído, pues se le pone por encima de lo que se ama con locura. La humildad es tan admirable que nos ha ganado para siempre a la cerveza. No es el único motivo, pero sí el primero.
A beber, a beber y a apurar
Otra razón por las que este ensayo es una lanzadera para la afición a la cerveza: la extensísima información que nos da de modos de elaboración, tipos, historias y anécdotas. Para amar algo, es fundamental conocerlo a fondo, porque el trato fermenta (sic) el cariño.
En estas páginas hay un trato muy estrecho con la cerveza. Estrecho y, en buena medida, desordenadísimo. Esto podría ser un defecto si estuviésemos ante tratado de metafísica kantiana, pero, tratándose de un ensayo cervecero, la forma adquiere una perfecta adecuación al fondo. El amor no conoce cuadros sinópticos. Por momentos, la prosa remeda a la perfección la animada conversación en un grupo de amigos, entre cervezas, donde el hilo viene y va, se pierde y vuelve, siempre avivado por el calor de la reunión y por el interés compartido en lo que se nos cuenta.
Hay mucho de dejar correr la tertulia, confiando en que los lectores, sobre todo si hemos tenido la muy recomendable prudencia de prepararnos una buena jarra de cerveza para maridar con la lectura, no nos hallaremos mejor en ningún otro sitio. Staudt, confiado en los poderes encantatorios en partes alícuotas de sus anécdotas, de su prosa y de la misma cerveza, nos escancia mil y una historias.
Una me ha emocionado particularmente. Cuando está repasando las cervezas que conservan o recuperan sus raíces monacales, trae a colación «otra cooperativa abacial, Óvila, que toma su nombre del monasterio medieval español, Santa María de Óvila, fundado en 1181 en Trillo, Guadalajara. Las piedras de la sala capitular del monasterio fueron exportadas a San Francisco por el magnate de la prensa William Randolph Hearst, para incorporarlas en una de sus fantasiosas casas. Después de permanecer inutilizadas durante décadas en un parque público de San Francisco, la abadía de New Clairvaux adquirió las piedras para restaurar su capilla. Con el fin de financiar el proyecto, se asoció con la fábrica cervecera Sierra Nevada para producir una serie de cervezas de estilo monástico de alta calidad. Es un claro ejemplo de recuperación de las cervezas monásticas y de renovación de la cultura católica, que está literalmente reconstruyendo sus estructuras caídas». ¿No les resulta maravilloso que las piedras de Santa María de Óvila hayan encontrado su camino, a pesar de los magnates anti-hispánicos y de los parques públicos, para volver a ser un lugar sagrado de oración? ¿Y que lo hayan encontrado a través de la cerveza?
Batalla cultural
La anécdota anterior nos adelanta el tema axial de este libro. La relación de la cerveza con la vida monástica, y las enseñanzas que se pueden extraer de ahí para la vida en el siglo. El padre Nivakoff, que fue el encargado del laboratorio de la cerveza del monasterio de Nursia y ahora es el prior, explicó en una entrevista: «La cerveza es un catalizador […] puesto que hace que la gente se sienta cómoda y empiece a hablar. Unos monjes que elaboran cerveza parecen más accesibles a cualquier persona. Además, los monjes les enseñan cómo pedir bien una cerveza […] Si la oración no es lo primero, la cerveza sufrirá». Y nadie, por muy ateo que sea, quiere que su cerveza sufra lo más mínimo.
Staudt se complace en que nuestro santo Domingo, fundador de la Orden de Predicadores, hiciese su primera conversión hablando con un hereje toda la noche en una taberna. Cuando los dominicos crean una cerveza artesanal están volviendo a sus raíces. Y también nos cuenta que la santa irlandesa Brígida de Kildare (451–525) rezó para que hubiese cerveza en el Cielo. Dios oiga sus preces.
No caigamos tontamente en una sospecha de frivolidad. Es todo lo contrario: una alegría con las raíces más profundas, sólo que bajo tierra. Y no está sola. Al observador atento del panorama cultural no se le escapará la abundancia de libros recientes sobre el buen beber y el buen comer desde una óptica cristiana. La opción cervecera se suma a esa comunidad.
Sin apurar las jarras, esto es, sin ánimo de ser exhaustivos, tenemos los clásicos de Bela Hamvás (La filosofía del vino, Acantilado, 2014), el Bebo luego existo de sir Roger Scruton (Rialp, 2018) y el magistral El alma hambrienta de Leon R. Kass (Ediciones Cristiandad, 2006). Y luego, más divulgativos, pero con la misma intención última, TheBadCatholic’s Guide toWine, Whiskey, and Song (2007) de John Zmirak; La mesa católica, de Emily Stimpson Chapman (CEU, 2021) y Drinking with the Saints, de Michael P. Foley (2015). A estos libros habría que sumar Loa a la tierra (Herder, 2021), de Byung-Chul Han, un curioso ensayo, quizá el mejor de todos los suyos. Allí, a partir de la afición de cuidar un pequeño jardín urbano en el frío Berlín, el filósofo coreano-alemán entra en contacto con la realidad, con las raíces, también con las de su lejana familia católica y, finalmente, con la fe. Que todo culmine bebiendo un vino siciliano que se llama «Sangre de Cristo» más que metáfora es signo.
Ese camino ascensional es el que hacen todos los libros citados. En una sociedad cada día más aquejada de virtualidad y falta de contacto con las cosas como son, la comida y la bebida juegan un papel esencial. Contaba José María Pemán de su encuentro con el filósofo argentino César Pico: «Santa Teresa veía al Amado hasta entre los pucheros de la cocina. Pico lo ve hasta entre las mejores salsas francesas. Cuando se le rechaza un puro o una jarra de cerveza, suele amonestar: «¿Cuándo será usted del todo ortodoxo?»». Además de alimentar nuestros cuerpos, las salsas y las cervezas han de sustentar nuestras mentes, para que no olvidemos que somos naturaleza y que tenemos los pies en la tierra. La opción cervecera no se queda atrás. Puede avanzar más lenta hacia la Teología porque se recrea en cada paso del camino, de la verdad y de la vida, disfrutando muy demoradamente de itinerario tan ortodoxo como ameno. La cerveza se convierte en la poción mágica de Astérix para una de las batallas culturales más acuciantes de nuestro tiempo. La defensa de la carnalidad, del gozo, de la alegría de vivir, de las tradiciones y de la vida en comunidad. Hace honor la cerveza a la petición con que se la bendice según el Rituale Romanum(1615), de Paulo V: «quicumque ex eabiberint, sanitatem corpus et animae tutelam percipiant», o sea, «que quien beba de ella pueda obtener la salud del cuerpo y darse cuenta de cómo cuida de su alma».
Cosmos y cerveza
Recuerda el poeta Javier Rodríguez Marcos que «Martín López-Vega le preguntó a Seamus Heaney en una entrevista para El Mundo cuál era la mezcla ideal en poesía. El Nobel irlandés le contestó que la que había visto en la casa que compartían Mandelstam y Ajmátova: la mezcla entre cocina y cosmos». La respuesta es excelente, porque en esa mezcla encontramos lo íntimo y lo infinito, lo personal y lo inabarcable, la elaboración y la contemplación, lo comestible y lo inconcebible. Es lo que ha intentado y ha conseguido hacer —si me permiten el spoiler— Staudt en estas páginas que aparentan ser tan poco ambiciosas: ha fundido en un brindis universal la cerveza y el cosmos. De nuevo, la bendición del Ritual Romano no da puntada sin hilo: «ut sitre medium salutare humano generi», que sea «un remedio saludable para toda la raza humana», pide con un aliento cósmico, universal.
A estas alturas, Staudt confiesa: «La opción cervecera es una extensión de La opción benedictina». Esto es, del exitoso ensayo de R. O. Dreher (Ediciones Encuentro, 2018). Se fija, pues, en el modelo de la tradición monástica para la renovación cultural: oración y trabajo unidos en una visión orgánica. Pero Staudt añade este factor del fervor cervecero, del pequeño placer del primer trago de cerveza, como decíamos; y se produce un oportuno prodigio. Como él advierte, «La opción benedictina ha sido en gran medida malinterpretada como un alejamiento o una retirada del mundo». La cerveza es un antídoto, un bálsamo de Fierabrás contra esa tentación o malinterpretación, porque es un multiplicador de la convivencia e implica una apertura a la sociedad por su propia naturaleza. La cerveza añade unas gotas de alegría y de optimismo a esas tesis de Dreher tan dignas de consideración y que Staudt admira y sigue. La cerveza las refresca. En ese espíritu, este libro también se podría haber titulado La opción benedictina 16, guiñando a la majestuosa afición a la cerveza de Benedicto XVI. Busquen, por favor, en internet fotografías del papa bebiendo cerveza, y ya verán qué disfrute.
Por eso, no puedo estar de acuerdo con una afirmación que hace el autor, llevado quizá en volandas de su ya ponderada humildad: «Ahora que hemos llegado al final de este libro, tengo que hacer una confesión. Este libro no es, en última instancia, sobre la cerveza. De hecho, si usted elimina la cerveza del mismo, el relato seguirá siendo coherente». Qué va. Si le quitas la cerveza a este libro, pierde toda la gracia. Lo que La opción cervecera sostiene (la Iglesia, la comunidad, la recuperación de una cultura cristiana…) no se caerá, por supuesto; pero nuestros ánimos no se levantarán tan instantánea y alborozadamente.
La cerveza se constituye así, como quien no quiere la cosa, en un argumento apologético de primera importancia. Ya la usó Chesterton memorablemente: «Si creemos que el cosmos es una broma, consideramos que la catedral de San Pablo es una broma. Si todo es malo, entonces debemos creer (si creer tal cosa fuera posible) que la cerveza es mala…».
Enrique García-Máiquez, en revistacentinela.es
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