(Cfr. www.almudi.org)
Si "la vejez debilita, de un modo u otro, la sensibilidad del cuerpo", una vejez que se ha ejercitado en la espera de Dios será más sensible para acogerlo cuando pase
Catequesis del Santo Padre en español
Texto completo de la catequesis del Santo Padre traducida al español
En nuestro itinerario de catequesis sobre el tema de la vejez, hoy nos fijamos en el tierno cuadro pintado por el evangelista san Lucas, que llama a escena a dos figuras ancianas, Simeón y Ana. Su razón de vivir, antes de despedirse de este mundo, es esperar la visita de Dios. Esperaban que Dios viniera a visitarlos, o sea Jesús. Simeón sabe, por una moción del Espíritu Santo, que no morirá antes de haber visto al Mesías. Anna asiste al templo todos los días y se dedica a su servicio. Ambos reconocen la presencia del Señor en el niño Jesús, que colma de consuelo su larga espera y asegura su despedida de la vida. Esta es una escena de un encuentro con Jesús, y de despedida. ¿Qué podemos aprender de estos dos ancianos llenos de vitalidad espiritual?
De momento, aprendemos que la fidelidad de la espera afina los sentidos. Además, lo sabemos, el Espíritu Santo hace precisamente eso: ilumina los sentidos. En el antiguo himno Veni Creator Spiritus, con el que aún hoy invocamos al Espíritu Santo, decimos: “Accende lumen sensibus”, enciende una luz para los sentidos, ilumina nuestros sentidos. El Espíritu es capaz de hacer esto: agudiza los sentidos del alma, a pesar de las limitaciones y heridas de los sentidos del cuerpo. La vejez debilita, de un modo u otro, la sensibilidad del cuerpo: uno es más ciego, otro más sordo... Sin embargo, una vejez ejercida en previsión de la visita de Dios no perderá su paso: es más, estará aún más dispuesta a captarlo, tendrá más sensibilidad para acoger al Señor cuando pase. Recordemos que la actitud del cristiano es estar atento a las visitas del Señor, porque el Señor pasa por nuestra vida con inspiraciones, con la invitación a ser mejores. Y San Agustín decía: “Tengo miedo de Dios cuando pasa” −“¿Pero por qué tienes miedo?” −“Sí, temo que no me dé cuenta y lo deje pasar”. Es el Espíritu Santo quien prepara los sentidos para comprender cuándo el Señor nos visita, como lo hizo con Simeón y Ana.
Hoy más que nunca necesitamos esto: necesitamos una vejez dotada de sentidos espirituales vivos y capaz de reconocer los signos de Dios, es más, el Signo de Dios, que es Jesús, un signo que nos pone en crisis, siempre: Jesús nos pone en crisis porque es un “signo de contradicción” (Lc 2,34), pero que nos llena de alegría. Porque la crisis no trae necesariamente tristeza, no: estar en crisis, rindiendo servicio al Señor, muchas veces da paz y alegría. La anestesia de los sentidos espirituales −y esto es malo−, la anestesia de los sentidos espirituales, por la excitación y entumecimiento de los del cuerpo, es un síndrome muy extendido en una sociedad que cultiva la ilusión de la eterna juventud, y su rasgo más peligroso radica en el hecho de que es mayormente inconsciente. No notas que estás anestesiado. Y eso pasa: siempre ha sucedido y sucede en nuestro tiempo. Los sentidos anestesiados, sin comprender lo que pasa; los sentidos interiores, los sentidos del espíritu para comprender la presencia de Dios o la presencia del mal, anestesiados, no distinguen.
Cuando pierdes la sensibilidad del tacto o del gusto, lo notas enseguida. En cambio, la del alma, esa sensibilidad del alma puedes ignorarla durante mucho tiempo, vives sin darte cuenta de que has perdido la sensibilidad del alma. No se trata simplemente de pensar en Dios o en la religión. La insensibilidad de los sentidos espirituales se refiere a la compasión y la piedad, la vergüenza y el remordimiento, la fidelidad y la entrega, la ternura y el honor, la propia responsabilidad y el dolor por el otro. Es curioso: la insensibilidad no te hace entender la compasión, no te hace entender la lástima, no te hace sentir vergüenza ni remordimiento por haber hecho algo malo. Es así: los sentidos espirituales anestesiados confunden todo y uno no siente, espiritualmente, tales cosas. Y la vejez se convierte, por así decirlo, en la primera pérdida, en la primera víctima de esta pérdida de sensibilidad. En una sociedad que ejerce principalmente la sensibilidad por el disfrute, la atención a lo frágil sólo puede venir a menos y prevalecer la competencia de los vencedores. Y así se pierde la sensibilidad. Por supuesto, la retórica de la inclusión es la fórmula ritual de cualquier discurso políticamente correcto. Pero no lleva a una corrección real en las prácticas de convivencia normal: le cuesta crecer en una cultura de la ternura social. No: el espíritu de la fraternidad humana –que me ha parecido necesario relanzar con fuerza– es como un vestido pasado de moda, para admirar, sí, pero... en un museo. Se pierde la sensibilidad humana, se pierden esos movimientos del espíritu que nos hacen humanos.
Es cierto, en la vida real podemos observar, con conmovedora gratitud, a tantos jóvenes capaces de honrar plenamente esta fraternidad. Pero ese es precisamente el problema: hay un desfase, un desfase culpable, entre el testimonio de esta savia de la ternura social y el conformismo que exige a la juventud contarse a sí misma de una forma completamente diferente. ¿Qué podemos hacer para cerrar esa brecha?
Del relato de Simeón y Ana, y también de otras historias bíblicas de ancianos sensibles al Espíritu, hay un indicio oculto que merece ser destacado. ¿En qué consiste la revelación que enciende la sensibilidad de Simeón y Ana? Consiste en reconocer en un hijo, que no han engendrado y al que ven por primera vez, el signo seguro de la visita de Dios. Aceptan que no son protagonistas, sino sólo testigos. Y cuando un individuo acepta no ser el protagonista, pero se involucra como testigo, la cosa va bien: ese hombre o esa mujer está madurando bien. Pero si siempre tiene el deseo de ser protagonista, ese viaje hacia la plenitud de la vejez nunca madurará. La visita de Dios no se encarna en la vida de los que quieren ser protagonistas y nunca testigos, no los pone en escena como salvadores: Dios no se encarna en su generación, sino en la generación venidera. Pierden el espíritu, pierden las ganas de vivir con madurez y, como suele decirse, viven superficialmente. Es la gran generación de los superficiales, que no permiten sentir las cosas con la sensibilidad del espíritu. Pero ¿por qué no lo permiten? En parte por pereza, y en parte porque ya no pueden: lo han perdido. Es malo cuando una civilización pierde la sensibilidad del espíritu. En cambio, es maravilloso cuando encontramos ancianos como Simeón y Ana que conservan esa sensibilidad del espíritu y son capaces de entender las diferentes situaciones, como estos dos entendieron que esa situación que estaba delante de ellos era la manifestación del Mesías. No hay resentimiento ni recriminación, por lo tanto, cuando estoy en este estado de quietud. En cambio, gran emoción y gran consuelo cuando los sentidos espirituales aún están vivos. La emoción y el consuelo de poder ver y anunciar que la historia de su generación no se pierde ni se desperdicia, gracias a un acontecimiento que toma cuerpo y se manifiesta en la siguiente generación. Y esto es lo que siente un anciano cuando sus nietos van a hablar con él: se sienten revividos. “Ah, mi vida sigue aquí”. Es tan importante ir a los ancianos, es tan importante escucharlos. Es muy importante hablar con ellos, porque se produce ese intercambio de civilizaciones, ese intercambio de madurez entre jóvenes y viejos. Y así, nuestra civilización avanza de manera madura.
Sólo la vejez espiritual puede dar este humilde y deslumbrante testimonio, haciéndolo autorizado y ejemplar para todos. La vejez que ha cultivado la sensibilidad del alma apaga toda envidia entre generaciones, todo resentimiento, toda recriminación por un advenimiento de Dios en la generación venidera, que viene acompañada de la despedida de la propia. Y eso es lo que le sucede a un anciano abierto con un joven abierto: se despide de la vida pero entregando –entre comillas– su vida a la nueva generación. Y esta es aquella despedida de Simeone y Anna: “Ya me puedo ir en paz”. La sensibilidad espiritual de los ancianos es capaz de romper la competencia y el conflicto entre generaciones de manera creíble y definitiva. Supera esta sensibilidad: los mayores, con esta sensibilidad, superan el conflicto, van más allá, van a la unidad, no al conflicto. Esto ciertamente es imposible para los hombres, pero es posible para Dios. ¡Y hoy lo necesitamos tanto, la sensibilidad del espíritu, la madurez del espíritu, necesitamos ancianos sabios, maduros en el espíritu que nos den esperanza de vida!
Saludos
Saludo cordialmente a los peregrinos francófonos presentes en esta audiencia, en particular a los miembros del Grupo de Amistad Francia-Italia. Reconociendo al Niño que ven por primera vez y que no los ha engendrado, Simeón y Ana aceptan que no son los protagonistas sino testigos discretos y fieles de la venida del Mesías. Sólo la sensibilidad espiritual de la vejez puede dar este humilde y ejemplar testimonio y romper la competencia o los conflictos entre generaciones. ¡Dios os bendiga!
Saludo a los peregrinos de lengua inglesa presentes en la audiencia de hoy, en particular a los de Inglaterra, Dinamarca, Países Bajos, Suecia, Israel y Estados Unidos de América. Deseo a todos que el camino de Cuaresma nos lleve a la celebración de la Pascua con un corazón purificado y renovado por la gracia del Espíritu Santo. Sobre cada uno de vosotros, y sobre vuestras familias, invoco la alegría y la paz en Cristo nuestro Redentor.
Queridos fieles de lengua alemana, en Cuaresma estamos invitados a abrirnos al Señor a través del ayuno y la oración y a ser sensibles a las necesidades de los demás. Os pido que oréis por mí, como yo también rezo por vosotros.
Saludo cordialmente a los fieles de lengua española. Teniendo presente el testimonio de Simeón y Ana, pidamos al Espíritu Santo que ilumine nuestros sentidos espirituales para que descubramos los signos de Dios en nuestra vida y seamos testigos alegres de su presencia en medio del mundo. Que Dios los bendiga. Muchas gracias.
Queridos fieles de lengua portuguesa y en particular el grupo del Colegio Nuestra Señora de Lourdes, de Oporto, y a los demás grupos de peregrinos de Portugal, ¡bienvenidos! Os saludo a todos cordialmente y encomiendo al buen Dios vuestra vida y la de vuestra familia, invocando para todos los consuelos y las luces del Espíritu Santo para que, superados los pesimismos y desengaños de la vida, franqueéis el umbral de la esperanza que tenemos en Cristo Señor. Cuento con vuestras oraciones. ¡Gracias!
Saludo a los fieles de lengua árabe, en particular a los de Tierra Santa, del colegio de las Hermanas de Nazaret en Haifa. La vejez, que ha cultivado la sensibilidad del alma, extingue todo resentimiento y recriminación entre generaciones por un advenimiento de Dios en la generación siguiente, y es capaz de romper de manera creíble y definitiva la competencia y el conflicto generacional. ¡El Señor os bendiga a todos y os proteja siempre de todo mal!
Saludo cordialmente a todos los polacos. Vuestros mayores pueden enseñar a las generaciones más jóvenes cómo confiar en Dios, cómo ser misericordiosos y orar con fervor no sólo en tiempos de paz, sino especialmente en los difíciles. Os animo, siguiendo su ejemplo, a continuar el camino cuaresmal de conversión para llegar a la celebración de la resurrección del Señor con el corazón renovado. ¡Bendigo de corazón a los aquí presentes y a sus vuestros queridos!
Doy una cordial bienvenida a los peregrinos de lengua italiana. En particular, saludo a la Asociación Nacional de Ayudas al Regadío, a la que animo a continuar con cuidado con la labor de gestión del agua, patrimonio inestimable; saludo a la Unión General del Trabajo, comprometida en la protección de los derechos de los trabajadores; a los representantes de la Armada de Taranto y a la selección nacional de fútbol trasplantados. Un saludo particularmente afectuoso a los niños ucranianos, acogidos por la Fundación “Ayudémoslos a vivir”, a la Asociación “Puer” y a la Embajada de Ucrania ante la Santa Sede. Y con este saludo a los niños, volvamos también nosotros a pensar en esta monstruosidad de la guerra y renovemos nuestras oraciones para que cese esta crueldad salvaje que es la guerra.
Finalmente, como siempre, mi pensamiento se dirige a los ancianos, enfermos, jóvenes y recién casados. En este último tramo del camino cuaresmal, miremos la Cruz de Cristo, máxima expresión del amor de Dios, y esforcémonos por estar siempre cerca de los que sufren, de los que están solos, de los débiles que sufren violencia y no tienen quien los defienda.
Llamamiento
Queridos hermanos y hermanas, el próximo sábado y domingo iré a Malta. En esa tierra luminosa seré peregrino tras las huellas del apóstol Pablo, que allí fue acogido con gran humanidad después de haber naufragado en el mar camino de Roma. Este Viaje Apostólico será, pues, una oportunidad para ir a las fuentes del anuncio del Evangelio, para conocer personalmente a una comunidad cristiana con una historia milenaria y viva, para encontrar a los habitantes de un país situado en el centro del Mediterráneo y en el sur del continente europeo, hoy aún más comprometido en acoger a tantos hermanos y hermanas en busca de refugio. Desde ahora saludo de corazón a todos los malteses: que tengáis un buen día. Agradezco a todos los que han trabajado mucho para preparar esta visita y pido a todos que me acompañen con la oración. ¡Gracias!
Fuente: vatican.va / romereports.com
Traducción de Luis Montoya
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