(Cfr. www.almudi.org)
El triunfo sobre la muerte
«Les dijo también una parábola: —¿Acaso puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en el hoyo? No está el discípulo por encima del maestro; todo aquél que esté bien instruido podrá ser como su maestro.» ¿Por qué te fijas en la mota del ojo de tu hermano y no reparas en la viga que hay en tu propio ojo? ¿Cómo puedes decir a tu hermano: «Hermano, deja que saque la mota que hay en tu ojo», no viendo tú mismo la viga que hay en el tuyo? Hipócrita: saca primero la viga de tu ojo, y entonces verás con claridad cómo sacar la mota del ojo de tu hermano.» Porque no hay árbol bueno que dé fruto malo, ni tampoco árbol malo que dé buen fruto. Pues cada árbol se conoce por su fruto; no se recogen higos de los espinos, ni se vendimian uvas del zarzal. El hombre bueno del buen tesoro de su corazón saca lo bueno, y el malo de su mal saca lo malo: porque de la abundancia del corazón habla su boca..» (Lucas 6, 39-45)
I. Nos enseña San Pablo en la Segunda lectura de la
Misa que cuando el cuerpo resucitado y glorioso se revista de
inmortalidad, la muerte será definitivamente vencida. Entonces podremos
preguntar: ¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está, muerte, tu
aguijón? Pues el aguijón de la muerte es el pecado... Fue el pecado
quien introdujo la muerte en el mundo. Cuando Dios creó al hombre, junto
con los dones sobrenaturales de la gracia le otorgó también otros dones
que perfeccionaban la naturaleza en su mismo orden. Entre ellos
figuraba el de la inmortalidad corporal, que nuestros primeros padres
debían transmitir con la vida a su descendencia. El pecado de origen
llevó consigo la pérdida de la amistad con Dios y de este don de la
inmortalidad. La muerte, estipendio y paga del pecado, entró en un mundo
que había sido concebido para la vida. La Revelación nos enseña que
Dios no hizo la muerte ni se goza en la pérdida de los vivientes.
Pero,
con el pecado, la muerte llegó para todos: «lo mismo muere el justo y
el impío, el bueno y el malo, el limpio y el sucio, el que ofrece
sacrificios y el que no. La misma suerte corre el bueno y el que peca.
El que jura, lo mismo que el que teme el juramento. De igual modo se
reducen a pavesas y a cenizas hombres y animales». Todo lo material se
acabará: cada cosa a su hora. El mundo corpóreo y cuanto existe en él
está abocado a un fin. También nosotros.
Con la muerte, el hombre
pierde todo lo que tuvo en la vida. Como al rico de la parábola, el
Señor dirá al que sólo ha pensado en sí mismo, en su bienestar y
comodidad: ¡Insensato!... ¿De quién será cuanto has acumulado?. Cada uno
llevará consigo, solamente, el mérito de sus buenas obras y el débito
de sus pecados. Bienaventurados los muertos que mueren en el Señor. Ya
desde ahora dice el Espíritu que descansen de sus trabajos, puesto que
sus obras los acompañan. Con la muerte termina la posibilidad de merecer
para la vida eterna, según advertía el Señor: luego viene la noche,
cuando nadie puede trabajar. Con la muerte, la voluntad se fija en el
bien o en el mal para siempre; queda en la amistad con Dios o en el
rechazo de su misericordia por toda la eternidad.
La meditación de
nuestro final en este mundo nos mueve a reaccionar ante la tibieza, ante
la posible desgana en las cosas de Dios, ante el apegamiento a las
cosas de aquí abajo, que bien pronto hemos de dejar; nos ayuda a
santificar el trabajo y a comprender que esta vida es un tiempo, corto,
para merecer.
Recordamos hoy que somos barro que perece, pero también
sabemos que hemos sido creados para la eternidad, que el alma no muere
jamás y que nuestros propios cuerpos resucitarán gloriosos un día para
unirse de nuevo al alma. Y esto nos llena de alegría y de paz y nos
mueve a vivir como hijos de Dios en el mundo.
II. Con la Resurrección de Cristo, la muerte ha sido
vencida: ya no tiene esclavizado al hombre; es éste quien la tiene bajo
su dominio. Y esta soberanía la alcanzamos en la medida en que estamos
unidos a Aquel posee las llaves de la muerte. La auténtica muerte la
constituye el pecado, que es la tremenda separación -el alma separada de
Dios-, junto a la cual la otra separación, la del cuerpo y el alma, es
menos importante y, además, provisional. Quien cree en mí -dice el
Señor-, aunque muera vivirá, y todo el que vive y cree en mí no morirá
jamás. «En Cristo, la muerte ha perdido su poder, le ha sido arrebatado
su aguijón, la muerte ha sido derrotada. Esta verdad de nuestra fe puede
parecer paradójica cuando a nuestro alrededor vemos todavía hombres
afligidos por la certeza de la muerte y confundidos por el tormento del
dolor. Ciertamente, el dolor y la muerte desconciertan al espíritu
humano y siguen siendo un enigma para aquellos que no creen en Dios,
pero por la fe sabemos que serán vencidos, que la victoria se ha logrado
ya en la muerte y resurrección de Jesucristo, nuestro Redentor».
El
materialismo, en sus diversos planteamientos a lo largo de los tiempos,
al negar la subsistencia del alma después de la muerte, trata de calmar
el ansia de eternidad que Dios ha puesto en el corazón humano,
aquietando las conciencias con el consuelo de pervivir a través de las
obras que se hayan dejado, y en el recuerdo y el afecto de los que aún
viven en el mundo. Es bueno que quienes vengan detrás nos recuerden,
pero el Señor nos enseña más: No temáis a los que matan el cuerpo, y no
pueden matar el alma: temed más bien al que puede arrojar alma y cuerpo
en el infierno. Éste es el santo temor de Dios, que tanto nos puede
ayudar en ocasiones a alejarnos del pecado.
Para toda criatura, la
muerte es un trance difícil, pero después de la Redención obrada por
Cristo, ese momento tiene una significación completamente distinta. Ya
no es sólo el duro tributo que todo hombre ha de pagar por el pecado
como justa pena por la culpa; es, sobre todo, la culminación de la
entrega en manos de nuestro Redentor, el tránsito de este mundo al
Padre; el paso a una vida nueva de eterna felicidad. Si somos fieles a
Cristo, podremos decir con el Salmista: aunque haya de pasar por un
valle tenebroso, no temo mal alguno, porque Tú estás conmigo. Esta
serenidad y optimismo ante el momento final nacen de la firme esperanza
en Jesucristo, que quiso asumir íntegramente la naturaleza humana, con
sus flaquezas, a excepción del pecado, para destruir por su muerte al
que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo, y librar a
aquellos que por el temor de la muerte andaban sujetos a servidumbre.
Por eso enseña San Agustín que «nuestra herencia es la muerte de
Cristo»: por ella podemos alcanzar la Vida.
La incertidumbre de
nuestro fin debe empujarnos a confiar en la misericordia divina y a ser
muy fieles a la vocación recibida, gastando nuestra vida en servicio de
Dios y de la Iglesia allí donde estemos. Siempre debemos tener presente,
y de modo particular cuando llegue ese momento último, que el Señor es
un buen Padre, lleno de ternura por sus hijos. ¡Es nuestro Padre Dios
quien nos dará la bienvenida! ¡Es Cristo quien nos dice: Ven, bendito de
mi Padre...! La amistad con Jesucristo, el sentido cristiano de la
vida, el sabernos hijos de Dios, nos permitirán ver y aceptar la muerte
con serenidad: será el encuentro de un hijo con su Padre, a quien ha
procurado servir a lo largo de esta vida. Aunque haya de pasar por un
valle tenebroso, no temo mal alguno, porque Tú estás conmigo.
III. La Iglesia recomienda la meditación de los
Novísimos, pues de su consideración podemos sacar muchos frutos. El
pensamiento de la brevedad de la vida no nos aleja de los asuntos que el
Señor ha puesto en nuestras manos: familia, trabajo, aficiones
nobles... Nos ayuda a estar desprendidos de los bienes, a situarlos en
el lugar que les corresponde, y a santificar todas las realidades
terrenas, con las que hemos de ganarnos el Cielo. Cuando muera un amigo,
un familiar, una persona querida, puede ser un momento oportuno, entre
otros, para llevar a nuestra consideración estas verdades ineludibles.
El
Señor se presentará quizá cuando menos lo pensemos: vendrá como ladrón
en la noche, y debe hallarnos dispuestos, vigilantes, desprendidos de lo
terreno. Aferrarse a las cosas de aquí abajo cuando hemos de dejarlas
tan pronto sería un grave error. Hemos de caminar con los pies en la
tierra, estamos en medio del mundo y a eso nos llama la vocación de
cristianos, pero sin olvidar que somos caminantes que tienen la vista en
Cristo y en su Reino, que será lo definitivo. Debemos vivir todos los
días con la conciencia de ser peregrinos que se dirigen -muy deprisa-
hacia el encuentro de Dios. Cada mañana damos un paso más hacia Él, cada
tarde nos encontramos más cerca. Por eso viviremos como si el Señor
fuera a llamarnos enseguida. La incertidumbre en que quiso dejar el
Señor el fin de nuestra vida terrena nos ayuda a vivir cada jornada como
si fuera la última, preparados siempre y dispuestos a «cambiar de
casa». De todas formas, ese día «no puede estar muy lejos»; cualquier
día puede ser el último. Hoy han muerto miles de personas en
circunstancias diversísimas; posiblemente, muchas jamás imaginaron que
ya no tendrían más tiempo para merecer.
Cada día nuestro es una hoja
en blanco en la que podemos escribir maravillas o llenarla de errores y
manchas. Y no sabemos cuántas páginas faltan para el final del libro,
que un día verá nuestro Señor.
La amistad con Jesucristo, el amor a
nuestra Madre María, el sentido cristiano con que nos hemos empeñado en
vivir la existencia, nos permitirán ver con serenidad nuestro encuentro
definitivo con Dios. San José, abogado de la buena muerte, que tuvo a su
lado la dulce compañía de Jesús y María a la hora de su tránsito de
este mundo, nos enseñará a preparar día a día ese encuentro inefable con
nuestro Padre Dios.
San Pablo se despide de los primeros cristianos
de Corinto con estas palabras consoladoras con las que termina la
Primera lectura. Podemos considerarlas nosotros como dirigidas a cada
uno en particular: Por tanto, amados hermanos míos, manteneos firmes,
inconmovibles, progresando siempre en la obra del Señor, sabiendo que
vuestro trabajo no es en vano en el Señor. Madre nuestra -acudimos, para
terminar nuestra oración, a la Virgen Santísima-, alcánzanos de tu Hijo
la gracia de tener siempre presente la meta del Cielo en todos nuestros
quehaceres: trabajar con empeño, con la mirada puesta en la eternidad:
Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores ahora y en la
hora de nuestra muerte. Amén.
No hay comentarios:
Publicar un comentario