Cfr. www.almudi.org)
El don de sabiduría
“En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: -«Así estaba escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día y en su nombre se predicará la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén. Vosotros sois testigos de esto. Yo os enviaré lo que mi Padre ha prometido; vosotros quedaos en la ciudad, hasta que os revistáis de la fuerza de lo alto.» Después los sacó hacia Betania y, levantando las manos, los bendijo. Y mientras los bendecía se separó de ellos, subiendo hacia el cielo. Ellos se postraron ante él y se volvieron a Jerusalén con gran alegría; y estaban siempre en el templo bendiciendo a Dios” (Lucas 24,46-53).
I. Existe un conocimiento de Dios y de
lo que a Él se refiere al que sólo se llega con santidad. El Espíritu
Santo, mediante el don de sabiduría, lo pone al alcance de las almas
sencillas que aman al Señor: Yo te glorifico, Padre, Señor del Cielo y
de la tierra ‑exclamó Jesús delante de unos niños-, porque has tenido
encubiertas estas cosas a los sabios y prudentes y las has revelado a
los pequeños. Es un saber que no se aprende en libros sino que es
comunicado por Dios mismo al alma, iluminando y llenando de amor a un
tiempo la mente y el corazón, el entendimiento y la voluntad. Mediante
la luz que da el amor, el cristiano tiene un conocimiento más íntimo y
gustoso de Dios y de sus misterios.
«Cuando tenemos en nuestra boca
una fruta, apreciamos entonces su sabor mucho mejor que si leyéramos las
descripciones que de ella hacen todos los tratados de Botánica. ¿Qué
descripción podría ser comparable al sabor que experimentamos cuando
probamos una fruta? Así, cuando estamos unidos a Dios y gustamos de Él
por la íntima experiencia, esto nos hace conocer mucho mejor las cosas
divinas que todas las descripciones que puedan hacer los eruditos y los
libros de los hombres más sabios». Este conocimiento se experimenta de
manera particular en el don de la sabiduría.
De manera semejante a
como una madre conoce a su hijo a través del amor que le tiene, así el
alma, mediante la caridad, llega a un conocimiento profundo de Dios que
saca del amor su luz y su poder de penetración en los misterios. Es un
don del Espíritu Santo porque es fruto de la caridad infundida por Él en
el alma y nace de la participación de su sabiduría infinita. San Pablo
oraba por los primeros cristianos, para que fuesen fortalecidos por la
acción de su Espíritu (...), para que (...), arraigados y cimentados en
el amor, podáis comprender cuál es la anchura y la longitud, la altura y
la profundidad, y conocer el amor de Cristo, que excede a todo
conocimiento. Comprender, estando cimentados en el amor..., dice el
Apóstol. Es un conocimiento profundo y amoroso.
Santo Tomás de Aquino
enseña que el objeto de este don es Dios mismo y las cosas divinas, en
primer lugar y de modo principal, pero también lo son las cosas de este
mundo en cuanto se ordenan a Dios y de Él proceden.
A ningún
conocimiento más alto de Dios podemos aspirar que a este saber gustoso,
que enriquece y facilita nuestra oración y toda nuestra vida de servicio
a Dios y a los hombres por Dios: La sabiduría -dice la Sagrada
Escritura- vale más que las piedras preciosas, y cuanto hay de
codiciable no puede comparársele. La preferí a los cetros y a los
tronos, y en comparación con ella tuve en nada la riqueza (...). Todo el
oro ante ella es un grano de arena, y como el lodo es la plata ante
ella. La amé más que a la salud y a la hermosura y antepuse a la luz su
posesión, porque el resplandor que de ella brota es inextinguible. Todos
los bienes me vinieron juntamente con ella (...), porque la sabiduría
es quien los trae, pero yo ignoraba que fuese ella la madre de todos
(...), Es para los hombres un tesoro inagotable, y los que de él se
aprovechan se hacen partícipes de la amistad de Dios.
El don de
sabiduría está íntimamente unido a la virtud teologal de la caridad, que
da un especial conocimiento de Dios y de las personas, que dispone al
alma para poseer «una cierta experiencia de la dulzura de Dios», en Sí
mismo y en las cosas creadas, en cuanto se relacionan con Él.
Por
estar este don tan hondamente ligado a la caridad, estaremos mejor
dispuestos para que se manifieste en nosotros en la medida en que nos
ejercitemos en esta virtud. Cada día son incontables las oportunidades
que tenemos a nuestro alcance de ayudar y servir a los demás. Pensemos
hoy en nuestra oración si son abundantes estos pequeños servicios, si
realmente nos esforzamos por hacer la vida más amable a quienes están
junto a nosotros.
II. «Entre los dones del Espíritu Santo,
diría que hay uno del que tenemos especial necesidad todos los
cristianos: el don de sabiduría que, al hacernos conocer a Dios y gustar
de Dios, nos coloca en condiciones de poder juzgar con verdad sobre las
situaciones y las cosas de esta vida». Con la visión profunda que da al
alma este don, el cristiano que sigue de cerca al Señor contempla la
realidad creada con una mirada más alta, pues participa de algún modo de
la visión que Dios tiene en Sí mismo de todo lo creado. Todo lo juzga
con la claridad de este don.
Los demás son entonces una ocasión
continua para ejercer la misericordia, para hacer un apostolado eficaz
acercándolos al Señor. El cristiano comprende mejor la inmensa necesidad
que tienen los hombres de que se les ayude en su caminar hacia Cristo.
Se ve a los demás como a personas muy necesitadas de Dios, como Jesús
las veía.
Los santos, iluminados por este don, han entendido en su
verdadero sentido los sucesos de esta vida: los que consideramos como
grandes e importantes y los de apariencia pequeña. Por eso, no llaman
desgracia a la enfermedad, a las tribulaciones que han debido padecer,
porque comprendieron que Dios bendice de muchas maneras, y
frecuentemente con la Cruz; saben que todas las cosas, también lo
humanamente inexplicable, coopera al bien de los que aman a Dios.
«Las
inspiraciones del Espíritu Santo, a las que este don hace que seamos
dóciles, nos aclaran poco a poco el orden admirable del plan
providencial, aun y precisamente en aquellas cosas que antes nos dejaban
desconcertados, en los casos dolorosos e imprevistos, permitidos por
Dios en vista de un bien superior».
Las mociones de la gracia a
través del don de sabiduría nos traen una gran paz, no sólo para
nosotros, sino también para el prójimo; nos ayudan a llevar la alegría
allí donde vamos, y a encontrar esa palabra oportuna que ayuda a
reconciliar a quienes están desunidos. Por eso a este don corresponde la
bienaventuranza de los pacíficos, aquellos que, teniendo paz en sí
mismos, pueden comunicarla a los demás. Esta paz, que el mundo no puede
dar, es el resultado de ver los acontecimientos dentro del plan
providente de Dios, que no se olvida en ningún momento de sus hijos.
III. El don de sabiduría nos da una fe
amorosa, penetrante, una claridad y seguridad en el misterio inabarcable
de Dios, que nunca pudimos sospechar. Puede ser en relación a la
presencia y cercanía de Dios, o a la presencia real de Jesucristo en el
Sagrario, que nos produce una felicidad inexplicable por encontrarnos
delante de Dios. «Permanece allí, sin decir nada o simplemente
repitiendo algunas palabras de amor, en contemplación profunda, con los
ojos fijos en la Hostia Santa, sin cansarse de mirarle. Le parece que
Jesús penetra por sus ojos hasta lo más profundo de ella misma...».
Lo
ordinario, sin embargo, será que encontremos a Dios en la vida
corriente, sin particulares manifestaciones, pero con la íntima
seguridad de que nos contempla, que ve nuestros quehaceres, que nos mira
como hijos suyos... En medio de nuestro trabajo, en la familia, el
Espíritu Santo nos enseña, si somos fieles a sus gracias, que todo
aquello es el medio normal que Dios ha puesto a nuestro alcance para
servirle aquí y contemplarle luego por toda la eternidad.
En la
medida en que vamos purificando nuestro corazón, entendemos mejor la
verdadera realidad del mundo, de las personas (a quienes vemos como
hijos de Dios) y de los acontecimientos, participando en la visión misma
de Dios sobre lo creado, siempre según nuestra condición de creaturas.
El
don de sabiduría ilumina nuestro entendimiento y enciende nuestra
voluntad para poder descubrir a Dios en lo corriente de todos los días,
en la santificación del trabajo, en el amor que ponemos por acabar con
perfección la tarea, en el esfuerzo que supone estar siempre dispuestos a
servir a los demás.
Esta acción amorosa del Espíritu Santo sobre
nuestra vida sólo será posible si cuidamos con esmero los tiempos que
tenemos especialmente dedicados a Dios: la Santa Misa, los ratos de
meditación personal, la Visita al Santísimo... Y esto en las temporadas
normales y en las que tenemos un trabajo que parece superar nuestra
capacidad de sacarlo adelante; cuando tenemos una devoción más fácil y
sencilla y cuando llega la aridez; en los viajes, en el descanso, en la
enfermedad... Y junto al cuidado de estos momentos más particularmente
dedicados a Dios, no ha de faltarnos el interés para que en el trasfondo
de nuestro día se encuentre siempre el Señor. Presencia de Dios
alimentada con jaculatorias, acciones de gracias, petición de ayuda,
actos de desagravio, pequeñas mortificaciones que nacen con ocasión de
nuestra labor o que buscamos libremente...
«Que la Madre de Dios y
Madre nuestra nos proteja, con el fin de que cada uno de nosotros pueda
servir a la Iglesia en la plenitud de la fe, con los dones del Espíritu
Santo y con la vida contemplativa. Cada uno realizando los deberes
personales, que le son propios; cada uno en su oficio y profesión, y en
el cumplimiento de las obligaciones de su estado, honre gozosamente al
Señor».
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
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