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Homilía de Fernández Carvajal en "Hablar con Dios" Tomo III
-Victoria sobre la muerte
-La muerte para el insensato
-La muerte para el creyente
Nos enseña San Pablo en la Segunda lectura de la Misa que cuando el cuerpo resucitado y glorioso se revista de inmortalidad, la muerte será definitivamente vencida. Entonces podremos preguntar: ¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón? Pues el aguijón de la muerte es el pecado...Fue el pecado quien introdujo la muerte en el mundo. Cuando Dios creó al hombre, junto con los dones sobrenaturales de la gracia le otorgó también otros dones que perfeccionaban la naturaleza en su mismo orden. Entre ellos figuraba el de la inmortalidad temporal, que nuestros primeros padres debían transmitir con la vida a su descendencia. El pecado de origen llevó consigo la pérdida de la amistad con Dios y de este modo de la inmortalidad. La muerte, estipendio y paga del pecado, entró en un mundo que había sido concebido para la vida. La Revelación nos enseña que Dios no hizo la muerte ni se goza en la pérdida de los vivientes (Sab 1,13-14).
Pero (San Jerónimo, Epístola 39,3) con el pecado, la muerte llegó para todos: «lo mismo muere el justo y el impío, el bueno y el malo, el limpio y el sucio, el que ofrece sacrificios y el que no. La misma suerte corre el bueno y el que peca. El que jura, lo mismo que el que teme el juramento. De igual modo se reducen a pavesas y a cenizas hombres y animales». Todo lo material se acabará: cada cosa a su hora.
Con la muerte el hombre pierde todo lo que tuvo en la vida. Como al rico de la parábola, el Señor nos dirá al que sólo ha pensado en sí mismo, en su bienestar y comodidad: ¡Insensato!...¿De quién será cuanto has acumulado. Cada uno llevará consigo, solamente el mérito de sus buenas obras y el débito de sus pecados. (Apoc 14,13) «Bienaventurados los muertos que mueren en el Señor. Ya desde ahora dice el Espíritu que descansen de sus trabajos, puesto que sus obras los acompañan». Con la muerte termina la posibilidad de merecer para la vida eterna, según advertía el Señor: (Jn 9,4) «luego viene la noche, cuando nadie puede trabajar». Con la muerte, la voluntad se fija en el bien o en el mal para siempre; queda en la amistad con Dios o en el rechazo de su misericordia para toda la eternidad.
La meditación de nuestro final en este mundo nos mueve a reaccionar ante la tibieza, ante la posible desgana de las cosas de Dios, ante el apegamiento a las cosas de aquí abajo, que bien pronto hemos de dejar; nos ayuda a santificar el trabajo y a comprender que esta vida es un tiempo, corto, para merecer.
Recordamos hoy como somos de barro que perece, pero también sabemos que hemos sido creados para la eternidad, que el alma no muere jamás y que nuestros propios cuerpos resucitarán gloriosos un día para unirse de nuevo al alma. Y esto nos llena de alegría y de paz y nos mueve a vivir como hijos de Dios en el mundo.
Con la Resurrección de Cristo, la muerte ha sido vencida: ya no tiene esclavizado al hombre; es éste quien la tiene bajo su dominio. Y esta soberanía la alcanzamos en la medida que estamos unidos a Aquel que posee las llaves de la muerte (Apoc 1,18). La auténtica muerte la constituye el pecado, que es la tremenda separación -el alma se separa de Dios-, junto a la cual la otra separación, la del cuerpo y el alma, es menos importante y, además, provisional. "Quien cree en mí -dice el Señor-, aunque muera vivirá, y todo el que vive y cree en mí no morirá jamás" (Jn 11,25-26). (Juan Pablo, Homilía II 16-2-1981) «En Cristo la muerte ha perdido su poder, le ha sido arrebatado su aguijón, la muerte ha sido derrotada. Esta verdad de nuestra fe puede parecer paradójica cuando a nuestro alrededor vemos todavía hombres afligidos por la certeza de la muerte y confundidos por el tormento del dolor. Ciertamente, el dolor y la muerte desconciertan al espíritu humano y siguen siendo un enigma para aquellos que no creen en Dios, pero por la fe sabemos que serán vencidos, que la victoria se ha logrado ya en la muerte y resurrección de Jesucristo, nuestro Redentor».
El materialismo, en sus diversos planteamientos a lo largo de los tiempos, al negar la subsistencia del alma después de la muerte, trata de calmar el ansia de eternidad que Dios ha puesto en el corazón humano, aquietando las conciencias con el consuelo de pervivir a través de las obras que hayan dejado, y en el recuerdo y el afecto de los que aún viven en el mundo. Es bueno que quienes venga detrás nos recuerden, pero el Señor nos enseña más: (Mt 10,28) «No temáis a los que matan el cuerpo, y no pueden matar el alma: temed más bien al que puede arrojar alma y cuerpo en el infierno». Éste es el santo temor de Dios.
Si somos fieles a Cristo, podremos decir con el Salmista: (Sal 22,4) «aunque haya de pasar por un valle tenebroso, no temo mal alguno, porque Tú estás conmigo». Esta serenidad y optimismo ante el momento final nacen de la firme esperanza en Jesucristo, que quiso asumir íntegramente la naturaleza humana, con sus flaquezas, a excepción del pecado, para destruir por su muerte (Hebr 2,14-15) «al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo, y librar a aquellos que por el temor de la muerte andaban sujetos a servidumbre». Por eso enseña San Agustín que «nuestra herencia es la muerte de Cristo»: por ella podemos alcanzar la Vida.
La incertidumbre de nuestro fin debe empujarnos a confiar en la misericordia divina y a ser fieles a la vocación recibida, gastando nuestra vida al servicio de Dios y de la Iglesia allí donde estamos.
La amistad con Jesucristo, el sentido cristiano de la vida, el sabernos hijos de Dios, nos permitirán ver y aceptar la muerte con serenidad: será el encuentro de un hijo con su Padre, a quien ha procurado servir a lo largo de esta vida.
El pensamiento de la brevedad de la vida nos ayuda a estar desprendido de los bienes, a situarlos en el lugar que les corresponde.
El Señor se presentará cuando menos lo pensemos: vendrá como ladrón en la noche (1 Tes 5,2), y debe hallarnos dispuestos, vigilantes, desprendidos de lo terreno
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