(Cfr. www.almudi.org)
La venida del Espíritu Santo
“Al anochecer de aquel día, el día primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: «Paz a vosotros.» Y diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: «Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo.» Y, dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos.»” (Juan 20, 19-23)
I. El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que habita en nosotros. Aleluya.
Pentecostés
era una de las tres grandes fiestas judías; muchos israelitas
peregrinaban a Jerusalén en estos días para adorar a Dios en el Templo.
El origen de la fiesta se remontaba a una antiquísima celebración en la
que se daban gracias a Dios por la cosecha del año, a punto ya de ser
recogida. Después se sumó en ese día el recuerdo de la promulgación de
la Ley dada por Dios en el monte Sinaí. Se celebraba cincuenta días
después de la Pascua, y la cosecha material que los judíos festejaban
con tanto gozo se convirtió, por designio divino, en la Nueva Alianza,
en una fiesta de inmensa alegría: la venida del Espíritu Santo con todos
sus dones y frutos.
Al cumplirse el día de Pentecostés, estaban
todos juntos en un mismo lugar y de repente sobrevino del cielo un
ruido, como de viento que irrumpe impetuosamente, y llenó toda la casa
en la que se hallaban. El Espíritu Santo se manifiesta en aquellos
elementos que solían acompañar la presencia de Dios en el Antiguo
Testamento: el viento y el fuego.
El fuego aparece en la Sagrada
Escritura como el amor que lo penetra todo, y como elemento purificador.
Son imágenes que nos ayudan a comprender mejor la acción que el
Espíritu Santo realiza en las almas: Ure igne Sancti Spiritus renes
nostros et cor nostrum, Domine... Purifica, Señor, con el fuego del
Espíritu Santo nuestras entrañas y nuestro corazón...
El fuego
también produce luz, y significa la claridad con que el Espíritu Santo
hace entender la doctrina de Jesucristo: Cuando venga aquél, el Espíritu
de verdad, os guiará hacia la verdad completa... Él me glorificará
porque recibirá de lo mío y os lo anunciará. En otra ocasión, Jesús ya
había advertido a los suyos: el Paráclito, el Espíritu Santo... os lo
enseñará todo y os recordará todo lo que os he dicho. Él es quien lleva a
la plena comprensión de la verdad enseñada por Cristo: «habiendo
enviado por último al Espíritu de verdad, completa la revelación, la
culmina y la confirma con testimonio divino».
En el Antiguo
Testamento, la obra del Espíritu Santo es frecuentemente sugerida por el
«soplo», para expresar al mismo tiempo la delicadeza y la fuerza del
amor divino. No hay nada más sutil que el viento, que llega a penetrar
por todas partes, que parece incluso llegar a los cuerpos inanimados y
darles una vida propia. El viento impetuoso del día de Pentecostés
expresa la fuerza nueva con que el Amor divino irrumpe en la Iglesia y
en las almas.
San Pedro, ante la multitud de gente que se congrega en
las inmediaciones del Cenáculo, les hace ver que se está cumpliendo lo
que ya había sido anunciado por los Profetas: Sucederá en los últimos
días, dice Dios, que derramaré mi Espíritu sobre toda carne... Quienes
reciben la efusión del Espíritu no son ya algunos privilegiados, como
los compañeros de Moisés, o como los Profetas, sino todos los hombres,
en la medida en que reciban a Cristo. La acción del Espíritu Santo debió
producir, en los discípulos y en quienes les escuchan, tal admiración,
que todos estaban fuera de sí, llenos de amor y alegría.
II. La venida del Espíritu Santo en el
día de Pentecostés no fue un hecho aislado en la vida de la Iglesia. El
Paráclito la santifica continuamente; también santifica a cada alma, a
través de innumerables inspiraciones, que son «todos los atractivos,
movimientos, reproches y remordimientos interiores, luces y
conocimientos que Dios obra en nosotros, previniendo nuestro corazón con
sus bendiciones, por su cuidado y amor paternal, a fin de despertarnos,
movernos, empujarnos y atraernos a las santas virtudes, al amor
celestial, a las buenas resoluciones; en una palabra, a todo cuanto nos
encamina a nuestra vida eterna». Su actuación en el alma es «suave y
apacible (...); viene a salvar, a curar, a iluminar.
En Pentecostés,
los Apóstoles fueron robustecidos en su misión de testigos de Jesús,
para anunciar la Buena Nueva a todas las gentes. Pero no solamente
ellos: cuantos crean en Él tendrán el dulce deber de anunciar que Cristo
ha muerto y resucitado para nuestra salvación. Y sucederá en los
últimos días, dice el Señor, que derramaré mi Espíritu sobre toda carne,
y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas, y vuestros jóvenes
verán visiones, y vuestros ancianos soñarán sueños. Y sobre mis siervos y
mis siervas derramaré mi Espíritu en aquellos días y profetizarán. Así
predica Pedro la mañana de Pentecostés, que inaugura ya la época de los
últimos días, los días en que ha sido derramado de una manera nueva el
Espíritu Santo sobre aquellos que creen que Jesús es el Hijo de Dios, y
llevan a cabo su doctrina.
Todos los cristianos tenemos desde
entonces la misión de anunciar, de cantar las magnalia Dei, las
maravillas que ha hecho Dios en su Hijo y en todos aquellos que creen en
Él. Somos ya un pueblo santo para publicar las grandezas de Aquel que
nos sacó de las tinieblas a su luz admirable.
Al comprender que la
santificación y la eficacia apostólica de nuestra vida dependen de la
correspondencia a las mociones del Espíritu Santo, nos sentiremos
necesitados de pedirle frecuentemente que lave lo que está manchado,
riegue lo que es árido, cure lo que está enfermo, encienda lo que es
tibio, enderece lo torcido. Porque conocemos bien que en nuestro
interior hay manchas y partes que no dan todo el fruto que debieran
porque están secas, y partes enfermas, y tibieza, y también pequeños
extravíos, que es preciso enderezar.
Nos es necesario pedir también
una mayor docilidad; una docilidad activa que nos lleve a acoger las
inspiraciones y mociones del Paráclito con un corazón puro.
III. Para ser más fieles a la constantes
mociones e inspiraciones del Espíritu Santo en nuestra alma «podemos
fijarnos en tres realidades fundamentales: docilidad (...), vida de
oración, unión con la Cruz».
Docilidad, «en primer lugar, porque el
Espíritu Santo es quien, con sus inspiraciones, va dando tono
sobrenatural a nuestros pensamientos, deseos y obras. Él es quien nos
empuja a adherirnos a la doctrina de Cristo y a asimilarla con
profundidad, quien nos da luz para tomar conciencia de nuestra vocación
personal y fuerza para realizar todo lo que Dios espera».
El
Paráclito actúa sin cesar en nuestra alma: no decimos una sola
jaculatoria si no es por una moción del Espíritu Santo, como nos señala
San Pablo en la Segunda lectura de la Misa. Él está presente y nos mueve
en la oración, al leer el Evangelio, cuando descubrimos una luz nueva
en un consejo recibido, al meditar una verdad de fe que ya habíamos
considerado, quizá, muchas veces. Nos damos cuenta de que esa claridad
no depende de nuestra voluntad. No es cosa nuestra sino de Dios. Es el
Espíritu Santo quien nos impulsa suavemente al sacramento de la
Penitencia para confesar nuestros pecados, a levantar el corazón a Dios
en un momento inesperado, a realizar una obra buena. Él es quien nos
sugiere una pequeña mortificación, o nos hace encontrar la palabra
adecuada que mueve a una persona a ser mejor.
Vida de oración,
«porque la entrega, la obediencia, la mansedumbre del cristiano nacen
del amor y al amor se encaminan. Y el amor lleva al trato, a la
conversación, a la amistad. La vida cristiana requiere un diálogo
constante con Dios Uno y Trino, y es a esa intimidad a donde nos conduce
el Espíritu Santo (...). Acostumbrémonos a frecuentar al Espíritu
Santo, que es quien nos ha de santificar: a confiar en Él, a pedir su
ayuda, a sentirlo cerca de nosotros. Así se irá agrandando nuestro pobre
corazón, tendremos más ansias de amar a Dios y, por Él, a todas las
criaturas».
Unión con la Cruz, «porque en la vida de Cristo el
Calvario precedió a la Resurrección y a la Pentecostés, y ese mismo
proceso debe reproducirse en la vida de cada cristiano (...). El
Espíritu Santo es fruto de la Cruz, de la entrega total a Dios, de
buscar exclusivamente su gloria y de renunciar por entero a nosotros
mismos».
Podemos terminar nuestra oración haciendo nuestras las
peticiones que se contienen en el himno que se canta en la Secuencia de
la Misa de este día de Pentecostés: Ven, Espíritu Santo, y envía desde
el cielo un rayo de tu luz. Ven, padre de los pobres; ven, dador de las
gracias; ven, lumbre de los corazones. Consolador óptimo, dulce huésped
del alma, dulce refrigerio. Descanso en el trabajo, en el ardor
tranquilidad, consuelo en el llanto. ¡Oh luz santísima!, llena lo más
íntimo de los corazones de tus fieles(...). Concede a tus fieles que en
Ti confían, tus siete sagrados dones. Dales el mérito de la virtud,
dales el puerto de la salvación, dales el eterno gozo.
Para tratar
mejor al Espíritu Santo nada tan eficaz como acercarnos a Santa María,
que supo secundar como ninguna otra criatura las inspiraciones del
Espíritu Santo. Los Apóstoles, antes del día de Pentecostés,
perseveraban unánimes en la oración con algunas mujeres y con María la
Madre de Jesús.
No hay comentarios:
Publicar un comentario