Mil y una Fábulas (Latín-Inglés)

04 noviembre 2022

Meditación Domingo 32º t.o. (C)

 (Cfr. www.almudi.org)

 

La dignidad del cuerpo humano

Se le acercaron algunos de los saduceos los cuales niegan la resurrección, y le preguntaron: «Maestro, Moisés nos dejó escrito que si el hermano de uno muere dejando mujer, y éste no tiene hijos, su hermano la tomará por mujer y dará descendencia a su hermano. Pues bien, eran siete hermanos; el primero tomó mujer y murió sin hijos, y lo mismo el siguiente; también el tercero la tomó por mujer; los siete, de igual manera, murieron y no dejaron hijos. Finalmente murió la mujer. Ahora bien: en la resurrección, la mujer ¿de quién será esposa? Porque los siete la tuvieron como esposa». Jesús les dijo: «Los hijos de este mundo toman mujer o marido; sin embargo, los que sean dignos de alcanzar el otro mundo y la resurrección de los muertos, no tomarán ni mujer ni marido. Porque ya no podrán morir otra vez, pues son iguales a los ángeles e hijos de Dios, siendo hijos de la resurrección. Que los muertos resucitarán lo mostró Moisés en el pasaje de la zarza, cuando llama al Señor Dios de Abrahán, y Dios de Isaac y Dios de Jacob. Pues no es Dios de muertos, sino de vivos; todos viven para El». Tomando la palabra algunos escribas dijeron: «Maestro, has hablado bien». Y ya no se atrevían a preguntarle más» (Lucas 20,27-40).

I. La liturgia de la Misa propone a nuestra consideración una de las verdades de fe recogidas en el Credo, y que hemos repetido muchas veces: la resurrección de los cuerpos y la existencia de una vida eterna para la que hemos sido creados. Los cristianos profesamos en el Credo nuestra esperanza en estas dos verdades. Ante la atracción de las cosas de aquí abajo, que pueden aparecer en ocasiones como las únicas que cuentan, hemos de considerar repetidamente que nuestra alma es inmortal, y que se unirá a todo el cuerpo al fin de los tiempos; ambos –el hombre entero, alma y cuerpo- están destinados a una eternidad sin término. Todo lo que llevemos a cabo en este mundo hemos de hacerlo con la mirada puesta en esa vida que nos espera, pues “pertenecemos totalmente a Dios, con alma y cuerpo, con la carne y con los huesos, con los sentidos y las potencias” (J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Amigos de Dios)

II. La muerte no la hizo Dios: es pena del pecado de Adán. Con la resurrección de Cristo la muerte ha perdido su aguijón, su maldad, para tornarse redentora en unión con la Muerte de Cristo. Y en Él y por Él nuestro cuerpo resucitará al final de los tiempos, estará dando gloria a Dios desde el mismo instante de la muerte, si nada tuvo que purificar. Al meditar que nuestro cuerpo dará gloria a Dios, comprendemos mejor la dignidad de cada hombre y sus características esenciales e inconfundibles, distintas de cualquier otro ser de la Creación. El hombre no sólo posee un alma libre hecha a imagen y semejanza del Creador, sino un cuerpo que ha de resucitar, y que, si está en estado de gracia, es templo del Espíritu Santo. San Pablo recordaba frecuentemente esta verdad gozosa a los primeros cristianos: ¿No sabéis que vuestros cuerpos son templos del Espíritu Santo, que habita en nosotros? (Corintios , 6, 19)

III. Enseña Santo Tomás que nuestra filiación divina, iniciada ya por la acción de la gracia en el alma, “será consumada por la glorificación del cuerpo, de forma que así como nuestra alma ha sido redimida del pecado, así nuestro cuerpo será redimido de la corrupción de la muerte” (Comentario a la Carta a los Romanos, 8, 5). El Señor transformará nuestro cuerpo débil y sujeto a la enfermedad, a la muerte y a la corrupción, en un cuerpo glorioso. No podemos despreciarlo, ni tampoco exaltarlo como si fuera la única realidad en el hombre”. Nuestra Madre, asunta al Cielo en cuerpo y alma, nos recordará que nuestro cuerpo ha sido hecho para dar gloria a Dios aquí en la tierra y en el Cielo por toda la eternidad.

Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.

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