Mil y una Fábulas (Latín-Inglés)

19 julio 2023

Meditación Domingo 15º t.o

 (Cfr. www.almudi.org)

 

La parábola del sembrador

«Aquel día salió Jesús de casa y se sentó a la orilla del mar. Se reunió junto a él tal multitud que hubo que subir a sentarse en una barca, mientras toda la multitud permanecía en la orilla. Y se puso a hablarles muchas cosas en parábolas, diciendo: He aquí que salió el sembrador a sembrar. Y al echar la semilla, parte cayó junto al camino y vinieron los pájaros y se la comieron. Parte cayó en terreno rocoso, donde no había mucha tierra y brotó pronto por no ser hondo el suelo; pero al salir el sol, se agostó y se secó porque no tenía raíz. Otra parte cayó entre espinos; crecieron los espinos y la sofocaron. Otra, en cambio, cayó en buena tierra y dio fruto, una parte el ciento, otra el sesenta y otra el treinta. El que tenga oídos, que oiga. Los discípulos se acercaron a decirle: ¿Por qué les hablas en parábolas? Él les respondió: A vosotros se os ha dado conocer los misterios del Reino de los Cielos, pero a ellos no se les ha dado. Porque al que tiene se le dará y abundará, pero al que no tiene incluso lo que tiene se le quitará. Por eso les hablo en parábolas, porque viendo no ven, y oyendo no oyen ni entienden. Y se cumple en ellos la profecía de Isaías, que dice:
Con el oído oiréis, pero no entenderéis, con la vista miraréis, pero no veréis. Porque se ha embotado el corazón de este pueblo, han hecho duros sus oídos, y han cerrado sus ojos; no sea que vean con los ojos, y oigan con los oídos, y entiendan con el corazón y se conviertan, y yo los sane.
Bienaventurados, en cambio, vuestros ojos porque ven y vuestros oídos porque oyen. Pues en verdad os digo que muchos profetas y justos ansiaron ver lo que vosotros estáis viendo y no lo vieron, y oír lo que vosotros estáis oyendo y no lo oyeron.
Escuchad, pues, la parábola del sembrador. Todo el que oye la palabra del Reino y no lo entiende, viene el Maligno y arrebata lo sembrado en su corazón: esto es lo sembrado junto al camino. Lo sembrado sobre terreno rocoso es el que oye la palabra, y al punto la recibe con alegría; pero no tiene en sí raíz, sino que es inconstante y, al venir una tribulación o persecución por causa de la palabra, en seguida tropieza y cae. Lo sembrado entre espinos es el que oye la palabra, pero las preocupaciones de este mundo y la seducción de las riquezas sofocan la palabra y queda estéril. Por el contrario, lo sembrado en buena tierra es el que oye la palabra y la entiende, y fructifica y produce el ciento, o el sesenta, o el treinta.» (Mateo 13, 1-23)

I. San Mateo nos dice en el Evangelio de la Misa que Jesús se sentó junto al mar y se le acercó tanta gente para oír su palabra que hubo de subirse a una barca, mientras la multitud le escuchaba desde la orilla. El Señor, sentado ya en la pequeña embarcación, comenzó a enseñarles: Salió un sembrador a sembrar, y la semilla cayó en tierra muy desigual.

En Galilea, terreno accidentado y lleno de colinas, se destinaban a la siembra pequeñas extensiones de terreno en valles y riberas; la parábola reproduce la situación agrícola de aquellas tierras. El sembrador esparce a voleo su semilla, y así se explica que una parte caiga en el camino. La semilla caída en estos senderos era pronto comida por los pájaros o pisoteada por los transeúntes. El detalle del suelo pedregoso, cubierto sólo por una delgada capa de tierra, correspondía también a la realidad. A causa de su poca profundidad, brota la semilla con más rapidez, pero el calor la seca con la misma prontitud por carecer de raíces profundas.

El terreno donde cae la buena semilla es el mundo entero, cada hombre; nosotros somos también tierra para la simiente divina. Y aunque la siembra es realizada con todo amor -es Dios que se vuelca en el alma-, el fruto depende en buena parte del estado de la tierra donde cae. Las palabras de Jesús nos muestran con toda fuerza la responsabilidad que tiene el hombre de disponerse para aceptar y corresponder a la gracia de Dios.

Parte cayó junto al camino, y vinieron los pájaros y se la comieron. Oyen la palabra de Dios, pero viene luego el Maligno y arrebata lo sembrado en su corazón. El camino es la tierra pisada, endurecida; son las almas disipadas, vacías, abiertas por completo a lo externo, incapaces de recoger sus pensamientos y guardar los sentidos, sin ordenen sus afectos, poco vigilantes en los sentimientos, con la imaginación puesta con frecuencia en pensamientos inútiles; son también las almas sin cultivo alguno, nunca roturadas, acostumbradas a vivir de espaldas al Señor. Son corazones duros, como esos viejos caminos continuamente transitados. Escuchan la palabra divina, pero con suma facilidad el diablo la arranca de sus almas. «Él no es perezoso, antes bien, tiene los ojos siempre abiertos y está siempre preparado para saltar y llevarse el don que vosotros no usáis».

Necesitamos pedir al Señor fortaleza para no ser jamás como éstos que «se parecen al camino donde cayó la semilla: negligentes, tibios y desdeñosos». Negligencia y tibieza que se manifiestan en la falta de contrición y de arrepentimiento, y de una lucha decidida contra los pecados veniales. La primera vez que el Sembrador arrojó su semilla en la tierra de nuestra alma fue en el Bautismo. ¡Cuántas veces desde entonces nos ha dado su gracia abundante! ¡Cuántas veces pasó cerca de nuestra vida, ayudando, alentando, perdonando! Ahora, en la intimidad de la oración, calladamente, podemos decirle: «¡Oh, Jesús! Si, siendo ¡como he sido! -pobre de mí-, has hecho lo que has hecho...; si yo correspondiera, ¿qué harías?

»Esta verdad te ha de llevar a una generosidad sin tregua.

»Llora, y duélete con pena y con amor, porque el Señor y su Madre bendita merecen otro comportamiento de tu parte».

II. Otra parte cayó en pedregal, donde no había mucha tierra, y brotó pronto por no ser hondo el suelo; pero al salir el sol, se agostó y se secó porque no tenía raíz. Este pedregal representa a las almas superficiales, con poca hondura interior, inconstantes, incapaces de perseverar. Tienen buenas disposiciones, incluso reciben la gracia con alegría, pero, llegado el momento de hacer frente a las dificultades, retroceden; no son capaces de sacrificarse por llevar a cabo los propósitos que un día hicieron, y éstos mueren sin dar fruto. Hay algunos, enseña Santa Teresa, que después de vencer a los primeros enemigos de la vida interior «acabóseles el esfuerzo, faltóles ánimo», dejaron de luchar, cuando sólo estaban «a dos pasos de la fuente del agua viva que dijo el Señor a la Samaritana que quien la bebiere no tendrá sed». Hemos de pedir al Señor constancia en los propósitos, espíritu de sacrificio para no detenernos ante las dificultades, que necesariamente hemos de encontrar. Comenzar y recomenzar una y otra vez, con santa tozudez, empeñándonos en llegar a la santidad a la que Jesús nos llama, y para la que nos da las gracias necesarias. «El alma que ama a Dios de veras no deja por pereza de hacerlo que puede para encontrar al Hijo de Dios, su Amado. Y después que ha hecho todo lo que puede, no se queda satisfecha y piensa que no ha hecho nada», enseña San Juan de la Cruz.

Otra parte cayó entre espinos; crecieron los espinos y la sofocaron. Son los que oyen la palabra de Dios, pero las preocupaciones de este mundo y la seducción de las riquezas sofocan la palabra y queda estéril. El amor a las riquezas, la ambición desordenada de influencia o de poder, una excesiva preocupación por el bienestar y el confort, y la vida cómoda son duros espinos que impiden la unión con Dios. Son almas volcadas en lo material, envueltas en «una avaricia de fondo, que lleva a no valorar sino lo que se puede tocar. Los ojos que se quedan como pegados a las cosas terrenas, pero también los ojos que, por eso mismo, no saben descubrir las realidades sobrenaturales»; están como ciegos para lo que verdaderamente importa.

Dejar que el corazón se aficione al dinero, a las influencias, al aplauso, a la última comodidad que pregona la publicidad, a los caprichos, a la abundancia de cosas innecesarias, es un grave obstáculo para que el amor de Dios arraigue en el corazón. Es difícil que quien está poseído por esta afición a tener más, a buscar siempre lo más cómodo, no caiga en otros pecados. «Por eso -comenta San Juan de la Cruz- el Señor los llamó en el Evangelio espinas, para dar a entender que el que los manoseare con la voluntad, quedará herido de algún pecado».

Enseña San Pablo que quien pone su corazón en los bienes terrenos como si fueran bienes absolutos comete una especie de idolatría. Este desorden del alma lleva con frecuencia a la falta de mortificación, a la sensualidad, a apartar la mirada de los bienes sobrenaturales, pues se cumplen siempre aquellas palabras del Señor: donde está vuestro tesoro, allí estará vuestro corazón. En este mal terreno quedará indudablemente sofocada la semilla de la gracia.

III. Lo sembrado en buena tierra es el que oye la palabra y la entiende, y fructifica y produce el ciento, o el sesenta, o el treinta. Dios espera de nosotros que seamos un buen terreno que acoja la gracia y dé frutos; más y mejores frutos produciremos cuanto mayor sea nuestra generosidad con Dios. «Lo único que nos importa -comenta San Juan Crisóstomo- es no ser camino, ni pedregal, ni cardos, sino tierra buena (...). No sea el corazón camino donde el enemigo se lleve, como el pájaro, la semilla pisada por los transeúntes; ni peñascal donde la poca tierra haga germinar enseguida lo que ha de agostar el sol; ni abrojal de pasiones humanas y cuidados de la vida».

Todos los hombres pueden convertirse en terreno preparado para recibir la gracia, cualquiera que haya sido su vida pasada: el Señor se vuelca en el alma en la medida en que encuentra acogida. Dios nos da tantas gracias porque tiene confianza en cada uno; no existen terrenos demasiado duros o baldíos para Él, si se está dispuesto a cambiar y a corresponder: cualquier alma se puede convertir en un vergel, aunque antes haya sido desierto, porque la gracia de Dios no falta y sus cuidados son mayores que los del más experto labrador. Supuesta la gracia, el fruto sólo depende del hombre, que es libre de corresponder o no. «La tierra es buena, el sembrador el mismo, y las simientes las mismas; y sin embargo, ¿cómo es que una dio ciento, otra sesenta y otra treinta? Aquí la diferencia depende también del que recibe, pues aun donde la tierra es buena, hay mucha diferencia de una parcela a otra. Ya veis que no tienen la culpa el labrador, ni la semilla, sino la tierra que la recibe; y no es por causa de la naturaleza, sino de la disposición de la voluntad».

Examinemos hoy en la oración si estamos correspondiendo a las gracias que el Señor nos está dando, si aplicamos el examen particular a esas malas raíces del alma que impiden el crecimiento de la buena semilla, si limpiamos las hierbas dañinas mediante la Confesión frecuente, si fomentamos los actos de contrición, que tan bien preparan el alma para recibir las inspiraciones de Dios. «No podemos conformarnos con lo que hacemos en nuestro servicio a Dios, como un artista no se queda satisfecho con el cuadro o la estatua que sale de sus manos. Todos le dicen: es una maravilla; pero él piensa: no, no es esto; yo querría más. Así deberíamos reaccionar nosotros.

»Además, el Señor nos da mucho, tiene derecho a nuestra más plena correspondencia..., y hay que ir a su paso». No nos quedemos atrás.

Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.

 

Homilía Domingo 15º t.o. (A)

 (Cfr. www.almudi.org)

 

 

(Is 55,10-11) "Hará mi voluntad y cumplirá mi encargo"

(Rm 8,18-23)  "Gemimos en nuestro interior, aguardando la hora de ser hijos de Dios"

(Mt 13,1-23)  "Lo sembrado en tierra buena significa el que escucha la palabra y la entiende"

 

 Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva

La Liturgia de la Palabra de este Domingo está impregnada de optimismo por el éxito de la obra redentora de Cristo, y que la Iglesia continúa en el tiempo hasta que de nuevo Cristo vuelva. Tanto la 1ª Lectura, en la que el segundo Isaías conforta a los israelitas desterrados de Babilonia; como la 2ª, en que S. Pablo habla de la expectación de la creación entera que aguarda la manifestación de los hijos de Dios que sufren la esclavitud del pecado; como la abundante cosecha de la tierra buena que compensa con creces lo que se perdió en el pedregal y los espinos, nos animan a confiar en el éxito de todos nuestros desvelos. También el Salmo Responsorial participa de idéntico optimismo: “la acequia de Dios va llena de agua..., coronas el año con tus bienes”.

El Reino de Dios que Jesús vino a instaurar, encontró una fuerte repulsa en el judaísmo de su tiempo, lo encontró también el cristianismo naciente, y lo sigue encontrando hoy. Con la parábola del sembrador, Jesús nos propone la fe y la generosidad del sembrador al esparcir la semilla de la doctrina que, aunque puede dar un fruto dispar e incluso no darlo, pues su fecundidad depende de donde caiga, está destinada a proporcionar una espléndida cosecha.

El Señor quiere asociarnos a esta siembra de paz, de alegría, de mutuo respeto..., de amor a Dios y a todas las criaturas, a través del ejemplo, la palabra y la confianza con la que el sembrador arroja la semilla al surco. Él no ignora los hielos y la sequía, el azote del viento, del granizo y las plagas que pueden hacer estéril su trabajo. Pero no ignora tampoco, que sin la siembra, los campos no producen más que malas hierbas. Los padres de familia, los educadores, los sacerdotes..., los que de un modo u otro quieren inculcar los valores cristianos, han de mantener vivo el optimismo sobrenatural porque “los que en Ti esperan, Señor, no quedarán defraudados” (S. 24,3). Pidamos al Señor que nos aumente la fe, para que la indiferencia del camino, el ánimo mal dispuesto del pedregal y los espinos, no maten la esperanza de una abundante cosecha.

Pero no olvidemos que ese campo donde la semilla cae generosamente, somos también nosotros. La semilla es en sí misma fecunda pero el resultado de la recolección es desigual. ¿Por qué la acción de Dios en las almas produce efectos tan dispares? Es el misterio de la Vida divina y la libertad humana. Las palabras de Jesús revelan con toda su fuerza la responsabilidad de cada uno a disponerse bien para aceptar y corresponder a los dones divinos. El Maestro, valiéndose de la imagen de la dureza del camino y del pedregal, del daño de las zarzas y los espinos, nos advierte del peligro de que la Buena Nueva no fructifique en nosotros.