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Desde este blog se pretende facilitar el aprendizaje de la predicación y la oración personal. Todos los que tratamos a Dios podemos aprender y mejorar, usando este blog, nuestra amistad con el Señor.

Mil y una Fábulas (Latín-Inglés)

13 mayo 2023

PELICULA DE LA SEMANA (12 May): Libres

 (Cfr. www.filmaffiniy.com)

 

 

Libres


Libres

 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

 
 
 
 

Título original
Libres
Año
2023
Duración
107 min.
País
España España
Dirección
Santos Blanco
Guion
Javier Lorenzo
Música
Oscar Martin Leanizbarrutia
Fotografía
Carlos de la Rosa
Reparto
Documental
Compañías
Bosco Films, Variopinto Producciones
Género
Documental
Sinopsis
El ser humano es un perfecto equilibrio entre cuerpo, mente y alma. Desde hace siglos España ha sido cuna de la Contemplación. En este viaje al interior del hombre se ha logrado el permiso para entrar y hablar con personas que rara vez pronuncian palabra y lugares que permanecen cerrados para el mundo: los monasterios.
Críticas
  • "La película no necesita un contrapunto crítico, confía en la inteligencia del espectador. Y se revela como un reguero de perlas, así como una poderosa herramienta para la reflexión." 
    Philipp Engel: Diario La Vanguardia
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Etiquetas: Bosco Films, Documental, Libres, Pelicula, Santos Blanco, Variopinto Producciones

LIBRO DE LA SEMANA (12 May): El chico de las musarañas

 (Cfr. www.almudi.org)

 

 

El chico de las musarañas


Autor/a: Obregón, Ana / Lequio, Aless

Ana Obregón, una de las mujeres más queridas y reconocidas de nuestro país, nos ofrece un desgarrador testimonio sobre la pérdida de su hijo Aless Lequio, tras una larga y dura enf...
978-84-9139-904-9 / HarperCollins
21,90€
(21,06€ sin IVA) 
 
 

Sinopsis

Ana Obregón, una de las mujeres más queridas y reconocidas de nuestro país, nos ofrece un desgarrador testimonio sobre la pérdida de su hijo Aless Lequio, tras una larga y dura enfermedad.

El corazón de este libro es El chico de las musarañas, el texto que Aless empezó a escribir cuando le diagnosticaron cáncer. Un relato sincero, ácido, irónico, vibrante, con un sentido del humor único, que no pudo terminar, y que nos descubre el talento, el carisma y la personalidad de un joven que, sin duda, hubiera triunfado como escritor.

A través de estas páginas, Ana se desnuda en un viaje de esperanza, lucha y fuerza, donde muestra un huracán de sentimientos y emociones sin filtro, en el que sumerge al lector en una experiencia inolvidable.

La prueba de amor más bonita de una madre, una narración conmovedora, que sobrecogerá y en más de una ocasión despertará una sonrisa cómplice.

Ficha Técnica

Materias:
Historias reales | Autobiografía: arte y espectáculo
Editorial:
HarperCollins
Colección:
HarperCollins
Encuadernación:
Cartoné
País de publicación :
España
Idioma de publicación :
Castellano
Idioma original :
Castellano
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Etiquetas: Aless Lequio, Ana Obregón, Ed HarperCollins, Libro

12 mayo 2023

Descubrir valores




 (Cfr. www.almudi.org)

 

Sobre todo, Pepe, ¡gracias!

Mi hermano Pepe falleció en Barcelona el pasado viernes, 28 de abril, a los 77 años, tras un largo proceso canceroso. Bien puede decirse que como él era, «sin dar la lata» y que «la vieja carroza ya dice basta». Discreto, sacrificado, sereno en la larga enfermedad. Admirable su tesón aragonés, también en estos años en que estaba jubilado como catedrático de instituto, de Filosofía, no paró de estudiar y publicar, intentando transmitir lo que él iba considerando cada vez más importante en la sociedad actual.

Estaba muy pendiente de cuanto atañe y evoluciona en la educación, en los jóvenes -fue profesor en la enseñanza pública y privada-, en la cultura, en la comunicación. Con agudo espíritu crítico, analizaba las cuestiones, sin aferrarse a tópicos o quejas. Su inconformismo arraigado, desde su juventud, incluso creció en los últimos años, con espíritu constructivo y un sentido de la justicia que le hacía defender a compañeros -su etapa en el sindicato ANPE fue fiel reflejo- e ideas, cuando veía atropellos, mezquindad, bajeza, injusticias. Fue un luchador nato, fruto de su personalidad, de su intensa vida cristiana y de su vocación docente: estos tres pilares explican buena parte de su vida y de su legado.

Era el quinto de nueve hermanos. Muchas de sus cualidades entroncan con la familia, con mis padres, con una vida familiar que valoraba mucho. Yo soy el menor, y tal vez por eso tengo la perspectiva de la trayectoria familiar, ignorando buena parte de los años en que todavía no había nacido, pero observando y analizando lo que deja cada miembro de la familia, gracias a Dios con una vida cuajada de esfuerzo, proyectos, servicio y realidades tangibles. Sobre todo, Pepe, ¡gracias!

El último libro de Pepe es Descubrir valores, que viene a ser su legado intelectual como docente toda su vida y como estudioso de la realidad cambiante y necesitada siempre de valores permanentes, sin caer acríticamente en modas superficiales. Con agudeza, prestaba atención a los medios de comunicación, y comentábamos no pocas cuestiones de mi trabajo periodístico. Ofrecía una ética personalista -es su tesis doctoral-, frente a la ética light, donde todo es descafeinado, sin esfuerzo.

En este libro, con textos y casos prácticos pensando en su divulgación polifacética, se dirige a hombres y mujeres rebeldes, abiertos a lo humano y a lo trascendente. Libertad, sinceridad, valentía, amistad, alegría, justicia, etc., son valores tratados con brevedad y profundidad, en un trabajo sintético al que dedicó mucha ilusión y trabajo concienzudo.

Javier Arnal en elmundo.es

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Etiquetas: Apertura a lo humano y trascendente, Descubrir valores, Textos y casos prácticos

Meditación Domngo 6º Pascua (A)

 (Cfr. www.almudi.org)

 

La esperanza del cielo

«Si me amáis, guardaréis mis mandamientos; y yo rogaré al Padre y os dará otro Paráclito para que esté con vosotros siempre: el Espíritu de la verdad, al que el mundo no puede recibir porque no le ve ni le conoce; vosotros le conocéis porque permanece a vuestro lado y está en vosotros. No os dejaré huérfanos, yo volveré a vosotros. Todavía un poco y el mundo ya no me verá, pero vosotros me veréis porque yo vivo y también vosotros viviréis. En aquel día conoceréis que yo estoy en el Padre, y vosotros en mí y yo en vosotros. El que acepta mis mandamientos y los guarda, ése es el que me ama. Y el que me ama será amado por mi Padre y yo le amaré y yo mismo me manifestaré a él» (Juan 14, 15-21).

I. En estos cuarenta días que median entre la Pascua y la Ascensión del Señor, la Iglesia nos invita a tener los ojos puestos en el Cielo, nuestra Patria definitiva, a la que el Señor nos llama. Esta invitación se hace más apremiante cuando se acerca el día en que Jesús sube a la derecha del Padre.
El Señor había prometido a sus discípulos que después de un poco de tiempo estaría con ellos para siempre. Todavía un poco y el mundo ya no me verá, pero vosotros me veréis... El Señor ha cumplido su promesa en estos días en que permanece junto a los suyos, pero esta presencia no se terminará cuando suba con su Cuerpo glorioso al Padre, pues con su Pasión y Muerte nos ha preparado un lugar en la casa del Padre, donde hay muchas moradas. De nuevo vendré -les dice- y os llevaré junto a mí para que donde yo estoy estéis también vosotros.
Los Apóstoles, que habían quedado entristecidos por la predicción de las negaciones de Pedro, son confortados con la esperanza del Cielo. La vuelta a la que hace referencia Jesús incluye su segunda venida al fin del mundo y el encuentro con cada alma cuando se separe del cuerpo. Nuestra muerte será eso: el encuentro con Cristo, a quien hemos procurado servir a lo largo de nuestra vida. Él nos llevará a la plenitud de la gloria, al encuentro con su Padre celestial, que es también Padre nuestro. Allí, en el Cielo, donde tenemos preparado un lugar, nos espera Jesucristo, a quien tenemos presente y hablamos en nuestra oración, con el que hemos dialogado tantas veces.
Del trato habitual con Jesucristo nace el deseo de encontrarnos con Él. La fe lima muchas asperezas de la muerte. El amor al Señor cambia por completo el sentido de ese momento final que llegará para todos. “Los que se quieren, procuran verse. Los enamorados sólo tienen ojos para su amor. ¿No es lógico que sea así? El corazón humano siente esos imperativos. Mentiría si negase que me mueve tanto el afán de contemplar la faz de Jesucristo. Vultum tuum, Domine, requiram, buscaré, Señor, tu rostro”.
El pensamiento del Cielo nos ayudará a vivir el desprendimiento de los bienes materiales y a superar circunstancias difíciles. Es muy agradable a Dios que fomentemos esta esperanza teologal, que está unida a la fe y al amor, y en muchas ocasiones tendremos especial necesidad de ella. “A la hora de la tentación piensa en el Amor que en el cielo te aguarda: fomenta la virtud de la esperanza, que no es falta de generosidad”. También en los momentos en que el dolor y la tribulación arrecien, cuando cueste la fidelidad o la perseverancia en el trabajo o en el apostolado. ¡El premio es muy grande! Y está a la vuelta de la esquina, dentro de no mucho tiempo.
La meditación sobre el Cielo, hacia donde nos encaminamos, debe espolearnos para ser más generosos en nuestra lucha diaria, “porque la esperanza del premio conforta el alma para realizar las buenas obras”.
El pensamiento de ese definitivo encuentro de amor, al que somos llamados, nos ayudará a estar vigilantes en las cosas grandes y en las pequeñas, haciéndolas acabadamente, como si fueran las últimas antes de irnos al Padre.

II. No existen palabras para expresar, ni de lejos, lo que será nuestra vida en el Cielo que Dios ha prometido a sus hijos. Sabemos, como recientemente se ha recordado, que “estaremos con Cristo y veremos a Dios (cfr. 1 Jn 3, 2); promesa y misterio admirables en los que consiste esencialmente nuestra esperanza. Si la imaginación no puede llegar allí, el corazón llega instintiva y profundamente”.
Será una realidad dichosísima lo que ahora entrevemos por la revelación y que apenas podemos imaginar en nuestro ser actual. En el Antiguo Testamento se describe la felicidad del Cielo evocando la tierra prometida después de tan largo y duro caminar por el desierto. Allí, en la nueva y definitiva patria, se encuentran todos los bienes, allí se terminarán las fatigas de tan largo y difícil peregrinaje.
El Señor nos habló de muchas maneras de la incomparable felicidad de quienes en este mundo amen con obras a Dios. La eterna bienaventuranza es una de las verdades que con más insistencia predicó nuestro Señor: La voluntad de mi Padre, que me ha enviado ‑declara-, es que yo no pierda a ninguno de los que me ha dado, sino que los resucite a todos en el último día. Por tanto, la voluntad de mi Padre... es que todo aquel que ve al Hijo, y cree en Él, tenga vida eterna, y yo le resucitaré en el último día. Oh Padre, dirá en la Ultima Cena, yo deseo ardientemente que aquellos que Tú mes has dado estén conmigo allí donde yo estoy, para que contemplen mi gloria, que Tú me has dado, porque Tú me amaste antes de la creación del mundo.
La bienaventuranza eterna es comparada a un banquete que Dios prepara para todos los hombres, en el que quedarán saciadas todas las ansias de felicidad que lleva en el corazón el ser humano.
Los Apóstoles nos hablan frecuentemente de esa felicidad que esperamos. San Pablo enseña que ahora vemos a Dios como en un espejo y bajo imágenes oscuras; pero entonces le veremos cara a cara, y que la alegría y la felicidad allí son indescriptibles.
La felicidad de la vida eterna consistirá ante todo en la visión directa e inmediata de Dios. Esta visión no es sólo un perfectísimo conocimiento intelectual, sino también comunión de vida con Dios, Uno y Trino. Ver a Dios es encontrarse con Él, ser felices en Él. De la contemplación amorosa de las Tres divinas Personas se seguirá en nosotros un gozo ilimitado. Todas las exigencias de felicidad y de amor de nuestro pobre corazón quedarán colmadas, sin término y sin fin. “Vamos a pensar lo que será el Cielo. Ni ojo vio, ni oído oyó, ni pasó a hombre por pensamiento cuáles cosas tiene Dios preparadas para los que le aman. ¿Os imagináis qué será llegar allí, y encontrarnos con Dios, y ver aquella hermosura, aquel amor que se vuelca en nuestros corazones, que sacia sin saciar? Yo me pregunto muchas veces al día: ¿qué será cuando toda la belleza, toda la bondad, toda la maravilla infinita de Dios se vuelque en este pobre vaso de barro que soy yo, que somos todos nosotros? Y entonces me explico bien aquello del Apóstol: ni ojo vio, ni oído oyó... Vale la pena, hijos míos, vale la pena”.

III. Además del inmenso gozo de contemplar a Dios, de ver y de estar con Jesucristo glorificado, existe una bienaventuranza accidental, por la que gozaremos de los bienes creados que responden a nuestras aspiraciones. La compañía de las personas justas que más hemos querido en este mundo: familia, amigos; y también la gloria de nuestros cuerpos resucitados, porque nuestro cuerpo resucitado será numérica y específicamente idéntico al terreno: es preciso ‑indica San Pablo- que “este” ser corruptible se revista de incorruptibilidad, y que “este” ser mortal se revista de inmortalidad. «Este», el nuestro, no otro semejante o muy parecido. “Importa mucho -afirma el Catecismo Romano- estar persuadidos de que este mismo cuerpo, y sin duda el mismo cuerpo que ha sido propio de cada uno, aunque se haya corrompido y reducido a polvo, sin embargo de eso ha de resucitar”. Y San Agustín afirma con toda claridad: “Resucitará esta carne, la misma que muere y es sepultada (...). La carne que ahora enferma y padece dolores, esa misma ha de resucitar”. Nuestra personalidad seguirá siendo la misma, y tendremos el propio cuerpo, pero revestido de gloria y esplendor, si hemos sido fieles. Nuestro cuerpo tendrá las cualidades propias de los cuerpos gloriosos: agilidad y sutileza -es decir, no estar sometidos a las limitaciones del espacio y del tiempo-, la impasibilidad -no habrá ya muerte, ni llanto ni gemido, ni habrá más dolor...; ni tendrán ya más hambre, ni más sed..., enjugará Dios toda lágrima de sus ojos-, la claridad, la belleza.
“Creo en la resurrección de la carne”, confesamos en el Símbolo Apostólico. Nuestros cuerpos en el Cielo tendrán características diferentes de las actuales, pero seguirán siendo cuerpos y ocuparán un lugar, como ahora el Cuerpo glorioso de Cristo y el de la Virgen. No sabemos cómo ni dónde está ni cómo se forma ese lugar. La tierra de ahora se habrá transfigurado: vi un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra habrán desaparecido... he aquí que hago todas las cosas nuevas. Muchos Padres y Doctores de la Iglesia, y también muchos santos, piensan que la renovación de todo lo creado se desprende de la misma revelación.
El recuerdo del Cielo, próxima ya la fiesta de la Ascensión del Señor, nos debe llevar a una lucha decidida y alegre por quitar los obstáculos que se interpongan entre nosotros y Cristo, nos impulsa a buscar sobre todo los bienes que perduran y a no desear a toda costa los consuelos que acaban.
Pensar en el Cielo da una gran serenidad. Nada aquí es irreparable, nada es definitivo, todos los errores pueden ser reparados. El único fracaso definitivo sería no acertar con la puerta que lleva a la Vida. Allí nos espera también la Santísima Virgen.

Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.

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Etiquetas: Amor de Dios Padre, La esperanza del Cielo, mandamiento nuevo, Meditación Domingo 6º Pascua (A)

Homilía Domingo 6º Pascua (A)

 (Cfr. www.almudi.org)

 


(Hch 8,5-8.14-17) "Les impusieron las manos y recibían el Espíritu Santo"
(1 Pe 3,15-18) "Glorificad en vuestros corazones a Cristo Señor"
(Jn 14,15-21) "Si me amáis, guardaréis mis mandamientos"

Homilía con textos de homilías pronunciadas por S.S. Juan Pablo II.

Homilía en Viterbo (27-V-1984)


--- Alegría pascual

La Iglesia adora hoy a Dios con el Salmo responsorial de su liturgia, y en este Salmo se refleja la profunda alegría del tiempo pascual.

La obra de Dios: la obra admirable que ha realizado en medio de los hombres. La ha realizado en Jesucristo, crucificado y resucitado. Dios la ha realizado por medio de Él, que se hizo obediente hasta la muerte de cruz (cfr. Fil 2,8), y con esta obediencia nacida del amor hacia el Padre y hacia los hombres venció la muerte y reveló la vida en toda su definitiva verdad y realidad.

Esta obra fue realizada por Dios y por Cristo Señor ante los ojos de los testigos. Y es precisamente su voz, juntamente con el grito del Salmo, la que nos invita a todos a venir y ver la obra de la resurrección y la redención. Toda la tierra y toda la creación narran de un modo nuevo la gloria de Dios: también la tierra y las criaturas participan de la resurrección de Cristo.

La Iglesia es portavoz y servidora de esta gloria. Es “salmista” de las cosas admirables que Dios ha hecho entre los hombres. Y simultáneamente la Iglesia, en este domingo pascual, lee con atención los Hechos de los Apóstoles para recordar, una vez más, cómo la resurrección de Cristo produjo los primeros efectos en medio de los hombres.

Mirad, leemos que el diácono Felipe predicó a Cristo en Samaria, confirmando con signos la verdad de la enseñanza anunciada. Y de este modo Samaria recibió la palabra de Dios. Siguiendo a Felipe se encaminaron a esa ciudad los Apóstoles Pedro y Juan, para imponer las manos, en nombre del Señor Jesús, sobre los bautizados y sobre los que recibían el Espíritu Santo (cfr. Hch 8,5-8).

“Aclamad al Señor tierra entera” (Sal 65,1).

--- Promesa del Espíritu Santo

Este domingo, la Iglesia, llena de alegría pascual, preparándose a la Ascensión del Señor, vive al mismo tiempo, la promesa de otro Defensor: el Espíritu de la verdad (Jn 14,16-17).

Cristo Señor, al prometer, la víspera de la pasión, el Espíritu Santo que sería enviado, dice a los Apóstoles: “No os dejaré desamparados, volveré” (Jn 14,18).

Lo mismo que cada año, nos preparamos para Pentecostés. En esta preparación se encierra la alegría de una nueva venida de Cristo mismo. Él, resucitado y glorificado, permaneciendo en el Padre, viene, al mismo tiempo, a nosotros en el Espíritu Santo, en el Consolador, en el Espíritu de la verdad.

Y en esta nueva venida suya se revela nuestra unión con el Padre: “Sabréis que yo estoy con mi Padre, vosotros conmigo y yo con vosotros” (Jn 14,20). La Iglesia hoy se ve a sí misma como el pueblo de Dios unido al Padre en Jesús mediante la fuerza del Espíritu Santo.

Y la Iglesia se alegra con esta verdad, con esta realidad. La Iglesia encuentra en ella, siempre de nuevo, la fuente inagotable de su misión y de su aspiración a la santidad.

--- Mandamiento del amor

La misión de la Iglesia, su aspiración a la santidad, se realiza mediante el amor.

Cristo dice en el Evangelio de hoy: (Jn 14,21) “El que acepta mis mandamientos y los guarda, ése me ama: al que me ama, lo amará mi Padre, y yo también lo amaré y me revelaré a él”.

Así pues, el amor nos introduce en el más profundo conocimiento de Jesucristo. El amor abre ante el corazón humano el misterio de esta unión con el Padre en Cristo mediante la fuerza del Espíritu Santo, que actúa en nosotros.

Y por esto, el amor es el mandamiento mayor del Evangelio. En él se cumplen todos los mandamientos y consejos. Es “el vínculo de la perfección” (Col 3,14).

“Aclamad al Señor, tierra entera”.

Mirad lo que dice el Apóstol en su primera Carta, de la que está tomada la segunda lectura de la liturgia de hoy: “Glorificad en vuestros corazones a Cristo Señor y estad siempre prontos para dar razón de vuestra esperanza a todo el que os la pidiera ...” (1 Pe 3,15).

Hay una primera invitación: una fe lúcida, consciente, valiente. Esta fe nos pide Cristo crucificado y resucitado, también en nuestros tiempos. De ella toma origen asimismo toda la esperanza cristiana.

Y ved luego las ulteriores palabras del Apóstol: “Pero con mansedumbre y respeto y en buena conciencia... Que mejor es padecer haciendo el bien, si tal es la voluntad de Dios, que padecer haciendo el mal” (1 Pe 3,16-17).

La segunda invitación: ¡Que la fe brote de las obras! ¡Que la fe forma las conciencias! Cristo crucificado y resucitado es la “medida” más perfecta de nuestra conducta.

DP-177 1984

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Homilía II: a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva

“Si me amáis, guardaréis mis mandamientos”. El amor no es algo lírico y vaporoso, sino cumplimiento del querer bueno y sabio de Dios, Padre nuestro. El Señor, que censuró sin miramientos los numerosos preceptos judíos calificándolos de carga pesada (Mt 23,4), recuerda que no hay amor a Dios y a los demás allí donde no hay obras que manifiesten ese amor. No quiere Jesús un amor forzado sino libre y espontáneo, pero sin confundirlo con un sentimentalismo anárquico y caprichoso.

Cuando filosofías que han convertido en clave de especulación el sentimiento o el instinto, confundiendo la sinceridad con la cómoda obediencia al estado de ánimo. Cuando la libertad viene entendida, tantas veces, como licencia. Cuando se apela a la propia conciencia para sortear los deberes para con Dios, afirmando que Dios no puede admitir un servicio forzado, que no se siente, Cristo deja caer esta frase realista, amiga de los hechos y no de las palabras: “El que acepta mis mandamientos y los guarda, ése me ama”. La espontaneidad de un miembro vivo de un cuerpo vivo -somos miembros del Cuerpo Místico de Cristo y Él es la Cabeza- o está al servicio de la cabeza o es un cáncer.

Preguntémonos: ¿Hago míos los mandamientos de la Ley de Dios? ¿Me intereso por los objetivos de la Iglesia, de la parroquia, u otros intereses priman sobre este principal y gustoso deber? ¿Asisto a la Santa Misa para dar a Dios el culto que Él merece y quiere? ¿Constituye la extensión del Reino de Cristo, el que muchos encuentren la verdad que hace libre al hombre y le asegura la vida eterna, el verdadero motor de mi existencia?

Hay quien tiene del cristianismo una imagen triste, contrariante. Se piensa que todo consiste en obedecer a un gravoso conjunto de disposiciones que, al faltar el amor que les da sentido, acaban fatigando y terminan en el rechazo. Y no es así. Es una tarea de amor. Y no de cualquier amor. Es algo gustoso y llevadero como todo lo que se hace por amor, aunque cueste.

La tristeza no hace mella en quien permanece unido a Dios por amor. “¿Qué puede perturbar al cristiano?, pregunta S. Juan Crisóstomo, ¿la muerte? No, porque la desea como premio. ¿Las injurias? No, porque Cristo enseñó a sufrirlas: ‘Dichosos seréis cuando os insulten y persigan’ (Mt 5,11). ¿La enfermedad? Tampoco, porque la Escritura aconseja: ‘recibe cuanto Dios te mande y mantén el buen ánimo en las vicisitudes de la prueba, pues el oro se prueba en el fuego, y los hombres gratos a Dios, en el crisol de la tribulación’ (Eccli 2,5). ¿Qué queda entonces capaz de turbar al cristiano? Nada. En la tierra, hasta la alegría suele parar en tristeza; pero, para el que vive según Cristo, incluso las penas se le convierten en gozo”.

Ser cristiano es paladear la dicha inmensa, inexpresable, de que Dios me ama, me busca, se interesa por mí y perdona mis torpes y, a veces ingratas, maneras de comportarme, y, en consecuencia, tratar de corresponder a ese amor tan grande como inmerecido.

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Homilía III: basada en el Catecismo de la Iglesia Católica

«El Espíritu vive con nosotros y está en nosotros»

I. LA PALABRA DE DIOS

Hch 8,5-8.14-17: «Les imponían las manos y recibían el Espíritu Santo»
Sal 65,1-7.16.20: «Aclama al Señor, tierra entera»
1P 3,15-18: «Murió en la carne, pero volvió a la vida por el Espíritu»
Jn 14,15-21: «Yo le pediré al Padre que os dé otro Defensor»

II. APUNTE BÍBLICO-LITÚRGICO

Ahora es aceptado incluso por quienes no habían sido admitidos por Israel. El Espíritu sólo se da, según San Lucas, a quienes están en comunión con los Doce.
 

Todo el discurso de la última Cena respira en Juan un clima de intimidad personal, propio de quien abre el corazón a sus amigos. En el versículo 15, pone Juan el amor como condición para cumplir con los preceptos: «Si me amáis, guardaréis mis mandamientos»; y en el versículo 21, exactamente al revés: «El que acepta mis mandamientos y los guarda, ese me ama». Lo verdaderamente cristiano es la anulación de fronteras entre lo personal y lo preceptivo «Ama y haz lo que quieras».
 

El amor no es condición para el decreto. La obediencia «guarda», «observa», «cumple»: el amor cristiano se hace actitud, seguimiento. La adhesión no suele hacer distinciones entre quien manda o lo que se manda. Ni es tampoco obediencia ciega, porque es fruto de la madurez y de la convicción.

III. SITUACIÓN HUMANA

Hay importantes sectores de la sociedad que creen que las leyes oprimen, quitan libertad, que destruyen la creatividad humana. Se convierten así en algo insoportable, de lo que hay que liberarse cuanto antes. Los que creen en la ley como cauce de convivencia la cumplen sin agobios, sin conciencia gregaria, con la seguridad del bien común que de ese cumplimiento se sigue.

IV. LA FE DE LA IGLESIA

La fe
– Promesa del Espíritu Santo: "Por fin llega la Hora de Jesús: Jesús entrega su espíritu en las manos del Padre en el momento en que por su Muerte es vencedor de la muerte, de modo que, «resucitado de los muertos por la Gloria del Padre» (Rm 6,4), enseguida da a sus discípulos el Espíritu Santo dirigiendo sobre ellos su aliento. A partir de esta hora, la misión de Cristo y del Espíritu se convierte en la misión de la Iglesia: «Como el Padre me envió, también yo os envío»" (730; cf 729).
 

– La misión del Espíritu Santo en la Liturgia de la Iglesia: 1112.

La respuesta
– El Espíritu Santo, el principio de la vida de la Iglesia: "El Espíritu Santo es «el principio de toda acción vital y verdaderamente saludable en todas las partes del cuerpo». Actúa de múltiples maneras en la edificación de todo el Cuerpo en la caridad: por la Palabra de Dios, «que tiene el poder de construir el edificio» (Hch 20,32), por el Bautismo mediante el cual forma el Cuerpo de Cristo, por los sacramentos que hacen crecer y curan a los miembros de Cristo; por «la gracia concedida a los apóstoles» que «entre estos dones destaca», por las virtudes que hacen obrar según el bien, y por las múltiples gracias especiales [llamadas «carismas»] mediante las cuales los fieles quedan «preparados y dispuestos a asumir diversas tareas o ministerios que contribuyen a renovar y construir más y más la Iglesia»" (798).

El testimonio cristiano

– "En efecto, es a la misma Iglesia, a la que ha sido confiado el «Don de Dios» ...Es en ella donde se ha depositado la comunión con Cristo, es decir el Espíritu Santo, arras de la incorruptibilidad, confirmación de nuestra fe y escala de nuestra ascensión hacia Dios ...Porque allí donde está la Iglesia, allí está también el Espíritu de Dios; y allí donde está el Espíritu de Dios, está la Iglesia y toda gracia (San Ireneo, haer. 3, 24, 1)" (797). Cuando el seguimiento de Jesús, fruto de la fe en Él, fructifica, toda la vida del cristiano «transparenta» a Jesús. Y como seguir a Jesucristo no conoce límites ni fronteras, siempre nos exigirá más.
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Meditación Domingo 5º Pascua (A)

 (Cfr, www.almudi.org)

 

Ser justo

“En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: -No perdáis la calma, creed en Dios y creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas estancias, si no os lo habría dicho, y me voy a prepararos sitio. Cuando vaya y os prepare sitio volveré y os llevaré conmigo, para que donde estoy yo estéis también vosotros. Y adonde yo voy, ya sabéis el camino.
Tomás le dice: -Señor, no sabemos adónde vas. ¿Cómo podemos saber el camino?
Jesús le responde: -Yo soy el camino y la verdad y la vida. Nadie va al Padre sino por mí. Si me conocierais a mí, conoceríais también a mi Padre. Ahora ya lo conocéis y lo habéis visto.
Felipe le dice: -Señor, muéstranos al Padre y nos basta.
Jesús le replica: -Hace tanto que estoy con vosotros, ¿y no me conoces, Felipe? Quien me ha visto a mí ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú: «Muéstranos al Padre»? ¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre en mí? Lo que yo os digo no lo hablo por cuenta propia. El Padre, que permanece en mí, él mismo hace las obras. Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre en mí. Si no, creed a las obras. Os lo aseguro: el que cree en mí, también él hará las obras que yo hago, y aun mayores. Porque yo me voy al Padre” (Juan 14,1-12).

I. La palabra del Señor es sincera y todas sus acciones son leales; Él ama la justicia y el derecho, y su misericordia llena la tierra.
La justicia es la virtud cardinal que permite una convivencia recta y limpia entre los hombres. Sin esta virtud, la convivencia se torna imposible; la sociedad, la familia, la empresa dejan de ser humanas y se convierten en lugares donde el hombre atropella al hombre. La justicia regula la convivencia de la sociedad humana en cuanto humana, es decir, basada en el respeto de los derechos personales; «es principio fundamental de la existencia y de la coexistencia de los hombres, como también de las comunidades humanas, de las sociedades y de los pueblos».
Un aspecto de esta virtud atañe a las relaciones con el vecino, con el compañero, con el amigo, con el colega y, en general, con toda persona: regula estas relaciones de los hombres entre sí, dando a cada uno lo que le es debido. Otra faceta de la justicia se refiere a los deberes de la sociedad en relación a lo que a cada individuo le corresponde. Por último, existe otro plano de la justicia, que regula aquello que cada individuo concreto debe a la comunidad a la que pertenece, al todo del que forma parte.
La justicia en una sociedad viene de quienes la componen. Son las personas quienes proyectan en la sociedad su justicia o su injusticia, sobre todo quienes en ellas tienen más responsabilidad. Y esto es válido en la familia, en la empresa, en la nación o en el conjunto de naciones que componen el mundo. Si de verdad queremos que la justicia impere en una sociedad -ya se trate de una aldea o de la nación-, hagamos justos a los hombres que la componen: que cada uno de nosotros comience a ser justo en ese triple plano: con quienes nos relacionamos cada día, con quienes dependen de nosotros, dando lo que debemos a la sociedad de la que formamos parte. Esta es la primera obligación moral de la justicia, ser justos en todos los aspectos de nuestra vida: convivir con rectitud y limpieza, ser justos con la familia, con el vecino... con el Estado. La lucha porque impere una mayor justicia en la sociedad es fruto de una serie de decisiones personales, que van modelando el alma de la persona que ejercita esta virtud. Con actos concretos de justicia, el hombre se moverá cada vez con más facilidad por «una voluntad constante e inalterable de dar a cada uno lo suyo», pues en esto consiste la esencia de esta virtud.
Si hay una tarea noble y bella que corresponde al común de los ciudadanos es precisamente la de trabajar, con responsabilidad personal, por una sociedad más justa, recta y limpia.

II. «Dios nos llama a través de las incidencias de la vida de cada día, en el sufrimiento y en la alegría de las personas con las que convivimos, en los afanes humanos de nuestros compañeros, en las menudencias de la vida de familia. Dios nos llama también a través de los grandes problemas, conflictos y tareas que definen cada época histórica, atrayendo esfuerzos e ilusiones de gran parte de la humanidad». La fe nos lleva a estar presentes, a intervenir muy directamente en los afanes nobles, en las «menudencias de la vida de familia» y «en los conflictos y tareas que definen cada época histórica»... para santificarnos nosotros y santificar esas realidades, haciéndolas más humanas, más justas, para llevarlas a Dios. «Se comprende muy bien la impaciencia, la angustia, los deseos inquietos de quienes, con un alma naturalmente cristiana (Cfr. TERTULIANO, Apologeticum, 17), no se resignan ante la injusticia personal y social que puede crear el corazón humano. Tantos siglos de convivencia entre los hombres y, todavía, tanto odio, tanta destrucción, tanto fanatismo acumulado en ojos que no quieren ver y en corazones que no quieren amar».
La fe nos urge porque es grande la necesidad de justicia que existe en el mundo. «Los bienes de la tierra, repartidos entre unos pocos; los bienes de la cultura, encerrados en cenáculos. Y, fuera, hambre de pan y de sabiduría, vidas humanas que son santas, porque vienen de Dios, tratadas como simples cosas, como números de una estadística. Comprendo y comparto esa impaciencia, que me impulsa a mirar a Cristo, que continúa invitándonos a que pongamos en práctica ese mandamiento nuevo del amor.
»Todas las situaciones por las que atraviesa nuestra vida nos traen un mensaje divino, nos piden una respuesta de amor, de entrega a los demás».
El cristiano se esfuerza en remediar lo injusto por amor a Jesucristo y a sus hermanos los hombres. El justo, en el pleno sentido de la palabra, es aquel que va dejando a su paso amor y alegría y no transige con la injusticia allí donde la encuentra, ordinariamente en el ámbito en el que se desarrolla su vida: en la familia, en su empresa, en el municipio donde tiene su hogar... Si hacemos examen, es posible que encontremos injusticias que remediar: juicios precipitados contra personas o instituciones, rendimiento en el trabajo, trato injusto a otras personas...

III. El origen, la gran fuerza que mueve al hombre justo, es el amor a Cristo; cuanto más fieles al Señor seamos, más justos seremos, más comprometidos estaremos con la verdadera justicia. Un cristiano sabe que el prójimo, el «otro», es Cristo mismo, presente en los demás, de modo particular en los más necesitados. «Sólo desde la fe se comprende qué es lo que de verdad nos jugamos con la justicia o la injusticia de nuestros actos: acoger o rechazar a Jesucristo». Este es el gran motor de nuestras acciones. Esto es lo que sólo los cristianos, mediante la fe, podemos ver: Cristo nos espera en nuestros hermanos. Porque tuve hambre y no me disteis de comer, tuve sed... Omisiones: Cada vez que dejasteis de hacerlo con uno de mis hermanos más pequeños, dejasteis de hacerlo conmigo.
El Señor está en cada hombre que padece necesidad. «Los pobres de la sociedad, personalmente considerados, así como las zonas, los grupos étnicos o culturales, los enfermos, los sectores de la población más pobres y marginados tienen que ser preocupación constante de la Iglesia y de los cristianos. Es preciso aumentar los esfuerzos para estar con ellos y compartir sus condiciones de vida, sentirnos llamados por Dios desde las necesidades de nuestros hermanos, hacer que la sociedad entera cambie para hacerse más justa y más acogedora en favor de los más pobres».
«Hay que reconocer a Cristo, que nos sale al encuentro, en nuestros hermanos los hombres». Bastaría examinar nuestro espíritu de atención, de respeto, de afán de justicia, enriquecido por la caridad, para conocer con qué fidelidad seguimos a Cristo. Y al revés, si es profundo y verdadero el trato y el amor a Cristo, ese trato y ese amor se desbordan inconteniblemente hacia los demás.
«Las exigencias espirituales y materiales del servicio cristiano a los demás, son grandes: en la voluntad, en el sentimiento, en las obras. Ante ellas, con la ayuda de la gracia divina, el cristiano ni se acobarda ni se atolondra con un nervioso frenesí de "gestos" sorprendentes. Pero tampoco "se queda tranquilo": caritas enim urget nos: porque nos acucia la caridad de Cristo (2 Cor 5, 14)», que nos lleva más allá de la mera justicia, pero -como es claro- supone haber satisfecho lo que es justo.
«Para que este ejercicio de la caridad sea verdaderamente irreprochable y aparezca como tal -enseña el Concilio Vaticano II-, es necesario (...) cumplir antes que nada las exigencias de la justicia, para no dar como ayuda de caridad lo que ya se debe por razón de justicia».
La práctica de la justicia nos lleva a un constante encuentro con Cristo. En último extremo, «hacerle justicia a un hombre es reconocer la presencia de Dios en él».
Por eso también, en el cristiano no puede haber verdadera justicia sino está informada por la caridad, porque quedaría a ras de tierra, empequeñecida. Cristo, en nuestras relaciones con el prójimo, quiere más de nosotros. A Él hemos de pedirle «que nos conceda un corazón bueno, capaz de compadecerse de las penas de las criaturas, capaz de comprender que, para remediar los tormentos que acompañan y no pocas veces angustian las almas en este mundo, el verdadero bálsamo es el amor, la caridad».

Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.

 

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Homilía Domingo 5º Pascua (A)

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(Hch 6,1-7) "No nos parece bien descuidar la palabra de Dios"
(1 Pe 2,4-9) "Vosotros sois una raza elegida"
(Jn 14,1-12) "Yo estoy en el Padre, y el Padre en mí"

Homilía con textos de homilías pronunciadas por S.S. Juan Pablo II.

Homilía en la parroquia de Stª. María Auxiliadora (20-V-1984)


--- Alegría de la Resurrección

“Yo soy el camino y la verdad y la vida” (Jn 14,6).

La alegría de la Pascua se deriva del hecho de que Cristo, con la potencia de su cruz y de su resurrección, nos lleva al Padre. Y en la casa de su Padre hay muchas moradas. Él va a preparar una morada para nosotros (Jn 14,1).

La alegría de la resurrección se transforma ya claramente en la espera del retorno de Cristo al cielo. Y esto suscita cierta tristeza y cierto miedo. Por lo cual, el Salvador dice: “No perdáis la calma” (Jn 14,1).

La resurrección del Señor ha abierto una perspectiva clara de los destinos últimos del hombre en Dios. Cristo nos guía hacia estos destinos con la potencia del Espíritu Santo. Nos preparamos a la Ascensión y juntamente a Pentecostés.

--- Camino al Padre

Cristo es el camino: nadie va al Padre sino por Él (cf. Jn 14,6).

El Apóstol Felipe, con sencillez pero también con curiosidad ansiosa, pide al maestro Divino: “Señor, muéstranos al Padre y nos basta”. Da la impresión de estar escuchando la pregunta que atormenta al hombre de siempre, necesitado de certidumbre y seguridad, deseoso de encontrarse con Dios. Jesús responde con firme autoridad: “Quien me ha visto a mí ha visto al Padre. ¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre en mí? Lo que yo os digo no lo hablo por cuenta propia. El Padre que permanece en mí, Él mismo hace las obras. Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre en mí”. Jesús subraya la perfecta identidad de naturaleza entre Él y el Padre, y por lo tanto, la identidad de pensamiento (lo que yo os digo no lo hablo por mi cuenta) y de acción (el Padre que permanece en mí, Él mismo hace las obras), aun dentro de la distinción de las divinas Personas.

Jesús parece reprochar a Felipe por su pregunta: “Hace tanto que estoy con vosotros, ¿y no me conoces, Felipe?” Pero más que un reproche, era una constatación de las dificultades que la razón humana experimenta ante el misterio. Efectivamente, nos encontramos aquí en la cumbre del misterio trinitario y sólo conociendo profundamente a Jesucristo y aceptando todo su mensaje, es posible conocer a Dios como Padre, que revela su amor con la creación y la redención. Sólo Jesús es el camino hacia el Padre; sólo Jesús nos hace conocer el misterio trascendente de la Santísima Trinidad y el misterio inmanente de la Providencia de Dios, que está presente en la historia de los hombres con el proyecto de salvación, que nos trae su amor, su misericordia y su perdón.

El Apóstol Tomás plantea luego, con idéntica sencillez, la segunda pregunta igualmente fundamental, referente al destino del hombre: “Señor, no sabemos a dónde vas. ¿Cómo podemos saber el camino?”. Jesús responde, con igual claridad, que Él retorna al Padre, a la casa del Padre, adonde todos están llamados a entrar, porque para todos hay un lugar asignado. El camino es Él mismo, con la verdad que ha revelado y la gracia sacramental que ha traído con la encarnación y la redención. La concepción cristiana de la vida es radicalmente escatológica, es decir, proyectada más allá del tiempo y de la historia: cada uno debe negociar apasionadamente los talentos propios durante la existencia, en espera del lugar feliz y eterno en la casa del Padre: “Volveré y os llevaré conmigo, para que donde estoy yo estéis también vosotros”. Y Jesús concluye dirigiéndonos también a nosotros su palabra decisiva: “Creed en Dios y creed también en mí”. Unicamente Jesús es la luz. ¡Él sólo es la Verdad!

--- Cristo, piedra angular

Cristo nos lleva al Padre, convirtiéndose en piedra angular de la Iglesia, esto es, del templo espiritual.

La segunda lectura, tomada de la primera Carta de San Pedro, nos hace meditar en la Iglesia y en la misión de los laicos en la Iglesia.

Jesús quiso elegir a Pedro y a los Apóstoles y fundar sobre ellos y sus sucesores la Iglesia, dándoles sus mismos poderes divinos y entregándoles la Verdad revelada, para su transmisión íntegra, su desarrollo con la asistencia del Espíritu Santo y su defensa contra los errores. Pero es también evidente, como dice Pedro, que la “Piedra angular” del edificio espiritual es Él, Cristo: piedra viva, escogida, preciosa y “el que crea en ella no quedará defraudado”. En otro contexto, también San Pablo afirma “... la piedra era Cristo” (1 Cor 10,4). Sobre esta “piedra angular”, que por desgracia muchos rechazan con daño común, ya que no puede ser eliminada, todos los seguidores de Cristo están llamados a ser piedras vivas para la construcción del edificio espiritual, “formando un sacerdocio sagrado para ofrecer sacrificios espirituales que Dios acepta por Jesucristo”. Grande es, pues, la dignidad y grande la responsabilidad de cada uno de los cristianos. “El honor es para vosotros los creyentes -escribe San Pedro-. Vosotros sois una raza elegida, un sacerdocio real, una nación consagrada, un pueblo adquirido por Dios para proclamar las hazañas del que nos llamó a salir de las tinieblas y a entrar en su luz maravillosa”.

Así, pues, Cristo es el camino y nosotros caminamos en Él hacia el Padre, hacia la casa del Padre. En Él: con la fuerza de su cruz y de la resurrección. Con la fuerza de su Evangelio y de la Eucaristía.

Y simultáneamente Cristo es piedra angular: nos lleva al Padre en la comunidad del Pueblo “adquirido por Dios” (1 Pe. 2,9), haciéndonos “piedras vivas para la construcción de un edificio espiritual” (1 Pe 2,5).

Cristo nos conduce a los destinos definitivos en Dios por medio de la misma Iglesia, que Él fundó sobre los Apóstoles, como lo testimonia la primera lectura.

Mediante una múltiple participación de la diaconía de la Iglesia construimos, como piedras vivas, un edificio espiritual. La piedra angular sigue siendo siempre la redención: el servicio de la cruz y de la resurrección de Cristo. De ella sacamos todos la vida y la salvación.

Conservad profundamente en el corazón la verdad salvífica que la Iglesia proclama en el V domingo de Pascua.

Que se consolide en vuestra conciencia.

Que guíe vuestro comportamiento.

Cristo es el camino, la verdad y la vida.

¡Caminemos por este camino!

¡Amemos esta verdad!

¡Vivamos esta vida!

“Que no se turbe vuestro corazón” (Jn 14,1,27).

Dejad que os impregne esta fortaleza que brota de la resurrección del Señor.

La victoria es nuestra fe (cf. 1 Jn 5,4).


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Meditación Domingo 4º Pascua (A)

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El buen Pastor. Amor al Papa

“En aquel tiempo, dijo Jesús a los fariseos: -“Os aseguro que el que no entra por la puerta en el aprisco de las ovejas, sino que salta por otra parte, ése es ladrón y bandido; pero el que entra por la puerta es pastor de las ovejas. A éste le abre el guarda y las ovejas atienden a su voz, y él va llamando por el nombre a sus ovejas y las saca fuera. Cuando ha sacado todas las suyas camina delante de ellas, y las ovejas lo siguen, porque conocen su voz: a un extraño no lo seguirán, sino que huirán de él, porque no conocen la voz de los extraños”.
Jesús, les puso esta comparación, pero ellos no entendieron de qué les hablaba. Por eso añadió Jesús: -“Os aseguro que yo soy la puerta de las ovejas. Todos los que han venido antes de mí son ladrones y bandidos; pero las ovejas no los escucharon. Yo soy la puerta: quien entre por mí se salvará y podrá entrar y salir, y encontrará pastos. El ladrón no entra sino para robar y matar y hacer estrago; yo he venido para que tengan vida y la tengan abundante” (Juan 10,1-10).

I. Ha resucitado el buen Pastor que dio la vida por sus ovejas, y se dignó morir por su grey. Aleluya.
La figura del buen Pastor determina la liturgia de este domingo. El sacrificio del Pastor ha dado la vida a las ovejas y las ha devuelto al redil. Años más tarde, San Pedro afianzaba a los cristianos en la fe recordándoles en medio de la persecución lo que Cristo había hecho y sufrido por ellos: por sus heridas habéis sido curados. Porque erais como ovejas descarriadas; mas ahora os habéis vuelto al pastor y guardián de vuestras almas. Por eso la Iglesia entera se llena de gozo inmenso de la resurrección de Jesucristo y le pide a Dios Padre que el débil rebaño de tu Hijo tenga parte en la admirable victoria de su Pastor.
Los primeros cristianos manifestaron una entrañable predilección por la imagen del Buen Pastor, de la que nos han quedado innumerables testimonios en pinturas murales, relieves, dibujos que acompañan epitafios, mosaicos y esculturas, en las catacumbas y en los más venerables edificios de la antigüedad. La liturgia de este domingo nos invita a meditar en la misericordiosa ternura de nuestro Salvador, para que reconozcamos los derechos que con su muerte ha adquirido sobre cada uno de nosotros. También es una buena ocasión para llevar a nuestra oración personal nuestro amor a los buenos pastores que Él dejó en su nombre para guiarnos y guardarnos.
En el Antiguo Testamento se habla frecuentemente del Mesías como del buen Pastor que habría de alimentar, regir y gobernar al pueblo de Dios, frecuentemente abandonado y disperso. En Jesús se cumplen las profecías del Pastor esperado, con nuevas características. Él es el buen Pastor que da la vida por sus ovejas y establece pastores que continúen su misión. Frente a los ladrones, que buscan su interés y pierden el rebaño, Jesús es la puerta de salvación; quien pasa por ella encontrará pastos abundantes. Existe una tierna relación personal entre Jesús, buen Pastor, y sus ovejas: llama a cada una por su nombre; va delante de ellas; las ovejas le siguen porque conocen su voz... Es el pastor único que forma un solo rebaño protegido por el amor del Padre. Es el pastor supremo.
En su última aparición, poco antes de la Ascensión, Cristo resucitado constituye a Pedro pastor de su rebaño, guía de la Iglesia. Se cumple entonces la promesa que le hiciera poco antes de la Pasión: pero yo he rogado por ti para que no desfallezca tu fe, y tú, una vez convertido, confirma a tus hermanos. A continuación le profetiza que, como buen pastor, también morirá por su rebaño.
Cristo confía en Pedro, a pesar de las negaciones. Sólo le pregunta si le ama, tantas veces cuantas habían sido las negaciones. El Señor no tiene inconveniente en confiar su Iglesia a un hombre con flaquezas, pero que se arrepiente y ama con obras.
Pedro se entristeció porque le preguntó por tercera vez si le amaba, y le respondió: Señor, tú lo sabes todo. Tú sabes que te amo. Le dijo Jesús: Apacienta mis ovejas.
 La imagen del pastor que Jesús se había aplicado a sí mismo pasa a Pedro: él ha de continuar la misión del Señor, ser su representante en la tierra.
Las palabras de Jesús a Pedro -apacienta mis corderos, apacienta mis ovejas- indican que la misión de Pedro será la de guardar todo el rebaño del Señor, sin excepción. Y «apacentar» equivale a dirigir y gobernar. Pedro queda constituido pastor y guía de la Iglesia entera. Como señala el Concilio Vaticano II, Jesucristo «puso al frente de los demás Apóstoles al bienaventurado Pedro e instituyó en la persona del mismo el principio y fundamento, perpetuo y visible, de la unidad de fe y de comunión».
Donde está Pedro se encuentra la Iglesia de Cristo. Junto a él conocemos con certeza el camino que conduce a la salvación.

II. Sobre el primado de Pedro -la roca- estará asentado, hasta el fin del mundo, el edificio de la Iglesia. La figura de Pedro se agranda de modo inconmensurable, porque realmente el fundamento de la Iglesia es Cristo, y, desde ahora, en su lugar estará Pedro. De aquí que el nombre posterior que reciban sus sucesores será el de Vicario de Cristo, es decir, el que hace las veces de Cristo.
Pedro es la firme seguridad de la Iglesia frente a todas las tempestades que ha sufrido y padecerá a lo largo de los siglos. El fundamento que le proporciona y la vigilancia que ejerce sobre ella como buen pastor son la garantía de que saldrá victoriosa a pesar de que estará sometida a pruebas y tentaciones. Pedro morirá unos años más tarde, pero su oficio de pastor supremo «es preciso que dure eternamente por obra del Señor, para perpetua salud y bien perenne de la Iglesia, que, fundada sobre roca, debe permanecer firme hasta la consumación de los siglos».
El amor al Papa se remonta a los mismos comienzos de la Iglesia. Los Hechos de los Apóstoles nos narran la conmovedora actitud de los primeros cristianos, cuando San Pedro es encarcelado por Herodes Agripa, que espera darle muerte después de la fiesta de Pascua. Mientras tanto la Iglesia rogaba incesantemente por él a Dios. «Observad los sentimientos de los fieles hacia sus pastores -dice San Crisóstomo-. No recurren a disturbios ni a rebeldía, sino a la oración, que es el remedio invencible. No dicen: como somos hombres sin poder alguno, es inútil que oremos por él. Rezaban por amor y no pensaban nada semejante».
Debemos rezar mucho por el Papa, que lleva sobre sus hombros el grave peso de la Iglesia, y por sus intenciones. Quizá podemos hacerlo con las palabras de esta oración litúrgica: Dominus conservet eum, et vivificet eum, et beatum faciat eum in terra, et non tradat eum in animam inimicorum eius: Que el Señor le guarde, y le dé vida, y le haga feliz en la tierra, y no le entregue en poder de sus enemigos. Todos los días sube hacia Dios un clamor de la Iglesia entera rogando «con él y por él» en todas partes del mundo. No se celebra ninguna Misa sin que se mencione su nombre y pidamos por su persona y por sus intenciones. El Señor verá también con mucho agrado que nos acordemos a lo largo del día de ofrecer oraciones, horas de trabajo o de estudio, y alguna mortificación por su Vicario aquí en la tierra.
«Gracias, Dios mío, por el amor al Papa que has puesto en mi corazón»: ojalá podamos decir esto cada día con más motivo. Este amor y veneración por el Romano Pontífice es uno de los grandes dones que el Señor nos ha dejado.

III. Junto a nuestra oración, nuestro amor y nuestro respeto para quien hace las veces de Cristo en la tierra. «El amor al Romano Pontífice ha de ser en nosotros una hermosa pasión, porque en él vemos a Cristo». Por esto, «no cederemos a la tentación, demasiado fácil, de oponer un Papa a otro, para no otorgar nuestra confianza sino a aquel cuyos actos respondan mejor a nuestras inclinaciones personales. No seremos de aquellos que añoran al Papa de ayer o que esperan al de mañana para dispensarse de obedecer al jefe de hoy. Leed los textos del ceremonial de la coronación de los pontífices y notaréis que ninguno confiere al elegido por el cónclave los poderes de su dignidad. El sucesor de Pedro tiene esos poderes directamente de Cristo. Cuando hablemos del sumo Pontífice eliminemos de nuestro vocabulario, por consiguiente, las expresiones tomadas de las asambleas parlamentarias o de la polémica de los periódicos y no permitamos que hombres extraños a nuestra fe se cuiden de revelarnos el prestigio que tiene sobre el mundo el jefe de la Cristiandad».
Y no habría respeto y amor verdadero al Papa si no hubiera una obediencia fiel, interna y externa, a sus enseñanzas y a su doctrina. Los buenos hijos escuchan con veneración aun los simples consejos del Padre común y procuran ponerlos sinceramente en práctica.
En el Papa debemos ver a quien está en lugar de Cristo en el mundo: al «dulce Cristo en la tierra», como solía decir Santa Catalina de Siena; y amarle y escucharle, porque en su voz está la verdad. Haremos que sus palabras lleguen a todos los rincones del mundo, sin deformaciones, para que, lo mismo que cuando Cristo andaba sobre la tierra, muchos desorientados por la ignorancia y el error descubran la verdad y muchos afligidos recobren la esperanza. Dar a conocer sus enseñanzas es parte de la tarea apostólica del cristiano.
Al Papa pueden aplicarse aquellas mismas palabras de Jesús: Si alguno está unido a mí, ése lleva mucho fruto, porque sin mí no podéis hacer nada. Sin esa unión todos los frutos serían aparentes y vacíos y, en muchos casos, amargos y dañosos para todo el Cuerpo Místico de Cristo. Por el contrario, si estamos muy unidos al Papa, no nos faltarán motivos, ante la tarea que nos espera, para el optimismo que reflejan estas palabras de Mons. Escrivá de Balaguer: «Gozosamente te bendigo, hijo, por esa fe en tu misión de apóstol que te llevó a escribir: "No cabe duda: el porvenir es seguro, quizá a pesar de nosotros. Pero es menester que seamos una sola cosa con la Cabeza -«ut omnes unum sint!»- por la oración y por el sacrificio"».

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Homilía Domingo 3º Pascua (A)

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(Hch 2,14a.36-41) "Convertios y bautizaos todos en nombre de Jesucristo"
(1 Pe 2,20b-25) "Sus heridas os han curado"
(Jn 10,1-10) "Yo soy la puerta de las ovejas"

Homilía con textos de homilías pronunciadas por S.S. Juan Pablo II.

Homilía durante la Misa de ordenación sacerdotal (25.IV.1999)


--- Don del sacerdocio

“Yo soy el buen pastor, (…) conozco a mis ovejas y las mías me conocen” (Aleluya).

Este domingo, llamado tradicionalmente el “buen pastor”, se inserta en el itinerario litúrgico del tiempo pascual, que estamos recorriendo. Jesús se aplica a sí mismo esta imagen (cf. Jn 10,6), arraigada en el Antiguo Testamento y muy apreciada por la tradición cristiana. Cristo es el buen pastor que, muriendo en la cruz, da la vida por sus ovejas. Se establece así una profunda comunión entre el buen pastor y su grey. Jesús, escribe el evangelista, “a sus ovejas las llama una por una y las saca fuera. (…) Y las ovejas le siguen, porque conocen su voz” (Jn 10, 3-4). Una costumbre consolidada, un conocimiento real y una pertenencia recíproca unen al pastor y sus ovejas: él las cuida, y ellas confían en él y le siguen fielmente.

Por eso, qué consoladoras son las palabras del Salmo responsorial, que acabamos de repetir: “El Señor es mi pastor, nada me falta” (Sal 22,1).

--- El presbítero, imagen del Buen Pastor

Según una hermosa tradición, desde hace algunos años, precisamente el domingo del “buen pastor” tengo la alegría de ordenar nuevos presbíteros. Hoy son 31. Dedicarán su entusiasmo y sus energías jóvenes al servicio de la comunidad de Roma y de la iglesia universal.

Amadísimos ordenandos, mediante el antiguo y sugestivo gesto sacramental de la imposición de las manos y la plegaria de consagración, os convertiréis en presbíteros para ser, a imagen del buen Pastor, servidores del pueblo cristiano con un título nuevo y más profundo. Participaréis en la misma misión de Cristo, sembrando a manos llenas la semilla de la misión de Cristo, sembrando a manos llenas la semilla de la palabra de Dios. El Señor os ha llamado para que seáis ministros de la misericordia y dispensadores de sus misterios.

La Eucaristía, fuente y culmen de la vida cristiana, será el manantial cristalino que alimentará de modo incesante vuestra espiritualidad sacerdotal. En ella podréis encontrar fuerza inspiradora para el ministerio diario, impulso apostólico para la obra de la evangelización y consuelo espiritual en los inevitables momentos de dificultad y lucha interior. Al acercaros al altar, en el que se renueva el sacrificio de la cruz, descubriréis cada vez más las riquezas del amor de Cristo y aprenderéis a traducirlas a vida.

Queridos hermanos, es muy significativo que recibáis el sacramento del orden, en este domingo del “buen pastor”, en el que celebramos la Jornada mundial de oración por las vocaciones. En efecto, la misión de Cristo se prolonga a lo largo de la historia a través de la obra de los pastores, a quienes encomienda el cuidado de su grey. Como hizo con los primeros discípulos, Jesús sigue eligiendo nuevos colaboradores que cuiden de su grey mediante el ministerio de la palabra, de los sacramentos y el servicio de la caridad. La llamada al sacerdocio es un gran don y un gran misterio. Ante todo, don de la benevolencia divina, puesto que es fruto de la gracia. Y también misterio, dado que la vocación está relacionada con las profundidades de la conciencia y de la libertad humanas. Con ella, empieza un diálogo de amor que, día a día, forja la personalidad del sacerdote mediante un camino de formación que comienza en la familia, prosigue en el seminario y dura toda la vida. Sólo gracias a ese ininterrumpido itinerario ascético pastoral el sacerdote puede convertirse en icono vivo de Jesús, buen pastor, que se entrega a sí mismo por la grey confiada a su cuidado.

--- Fidelidad a la misión

Me vienen a la memoria las palabras que os dirigiré dentro de poco, al entregaros las ofrendas para el sacrificio eucarístico: “Vive el misterio que se confió a tus manos”. Sí, queridos ordenandos, este misterio del que seréis dispensadores es, en definitiva, Cristo mismo que, mediante la comunicación del Espíritu Santo, es fuente de santidad y llamada incesante a la santificación. Vivid este misterio: vivid a Cristo; sed Cristo. Que cada uno de vosotros pueda decir con san Pablo: “Ya no vivo yo; es Cristo quien vive en mí” (Gal 2,20).

Amadísimos hermanos y hermanas, que habéis venido para participar en esta celebración, oremos para que estos 31 nuevos presbíteros sean fieles a su misión, renueven todos los días su “sí” a Cristo y sean digno signo de su amor a toda persona. Pidamos también al Señor, en esta Jornada mundial de oración por las vocaciones, que suscite almas generosas, dispuestas a ponerse totalmente al servicio del reino de Dios.

María, Madre de Cristo y de la Iglesia, te encomendamos a estos hermanos nuestros que hoy reciben la ordenación. Te encomendamos, asimismo, a los sacerdotes de Roma y del mundo entero. Tú Madre de Cristo y de los sacerdotes, acompaña a estos hijos tuyos en su ministerio y en su vida ¡Alabado sea Jesucristo!

 

 

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