Mil y una Fábulas (Latín-Inglés)

15 abril 2021

Homilía Domingo 3º Pascua (B)

 (Cfr. www.almudi.org)

 

 


            (Hch 3,13-15.17-19) "Arrepentíos y convertíos para que se borren vuestros pecados"
            (1 Jn 2,1-5a) "Os escribo esto para que no pequéis”
            (Lc 24,35-48) "Paz a vosotros"

Homilía I: con textos de homilías pronunciadas por S.S. Juan Pablo II

Homilía en la parroquia de los Santos Protomártires (21-IV-1985)

            --- Pasión y Resurrección
            --- Llamadas a la conversión
            --- Esperanza en Cristo

--- Pasión y Resurrección

“Señor, Jesús..., enciende nuestro corazón mientras nos hablas”.

La Iglesia presenta hoy esta oración al Señor Jesús, al cantar su “Alleluya”. En ella se encierra el eco de las palabras que pronunciaron los discípulos de Emaús, cuando, después de “partir el pan” pudieron reconocer a Cristo resucitado: “¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?” (Lc 24,32).

En la primera lectura Simón Pedro habla de la pasión y resurrección de Jesús. Habla a oyentes que habían tomado parte en los acontecimientos, y algunos de ellos podían ser llamados “coautores” de la pasión y de la muerte del “Santo y Justo”. Dice, pues, dirigiéndose en segunda persona a sus oyentes: “El Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, el Dios de nuestros padres, ha glorificado a su siervo Jesús, a quien vosotros entregasteis y de quien renegasteis ante Pilato, cuando éste estaba resuelto a ponerle en libertad. Vosotros renegasteis del Santo y del Justo, y pedisteis que se os hiciera gracia de un asesino, y matasteis al Jefe que lleva a la Vida. Pero Dios le resucitó de entre los muertos, y nosotros somos testigos de ello” (Hch 3,13-15). Está bien que nos detengamos un momento en esta contraposición: Nosotros... Vosotros.

Vosotros, los asesinos de Cristo que lo rechazasteis y repudiasteis. Nosotros, los testigos de la resurrección, que hemos sido llamados a anunciarlo también a vosotros. Nosotros hemos sido elegidos para ser Apóstoles, precisamente a fin de llevaros a la fe, para que, creyendo, podáis, por un inefable don de conversión, haceros por vuestra parte testigos de la resurrección de Aquel a quien rechazasteis.

--- Llamadas a la conversión

En esta contraposición viene a estar la historia de cada alma que pasa del pecado a la conversión, de cada hombre a quien Cristo llama a la fe y lo hace suyo. De este modo, el hombre que no había reconocido a Jesús y que lo había condenado, es invitado a convertirse, mediante un misterioso don de gracia, en el buen terreno que hace nacer y fructificar la semilla con abundancia (cfr. Lc 8,15).

Sí, Pedro es testigo, junto con los Apóstoles. Es el primero entre los testigos, ha visto al Señor resucitado, lo ha encontrado, ha hablado con Él.

Pedro estaba presente en el Cenáculo cuando tuvo lugar allí el acontecimiento pascual que se describe en el Evangelio de Lucas.

Pedro oyó, juntamente con los otros Apóstoles, el saludo del Señor “Paz a vosotros”. Quedó turbado por la inesperada aparición de Cristo, al que creía definitivamente muerto, y experimentó la interna alegría de reconocerlo vivo y de comer todavía con Él: “Palpadme y ved... Le ofrecieron un trozo de pez asado. Él lo tomó y comió delante de ellos”. Pedro quedó iluminado por las palabras de Jesús, que le abrieron la mente para entender las Escrituras, y sintió como dirigidas a él las palabras del Maestro que trazaban ya el programa de su misión de Apóstol: “Se predicará la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén”.

Así, pues, Pedro es testigo. Como testigo del Resucitado habla en los Hechos de los Apóstoles al pueblo reunido en Jerusalén.

El discurso continúa así: “Hermanos, sé que lo hicisteis por ignorancia y vuestras autoridades lo mismo” (Hch 3,17).

A pesar de esto, precisamente mediante esta ignorancia y culpa, se cumplió el eterno designio salvífico, el designio de Dios: “Pero Dios cumplió de esta manera lo que había dicho por los Profetas: que su Mesías tenía que padecer” (Hch 3,18).

Las últimas palabras de Pedro son una apremiante llamada a la penitencia y a la conversión: “Por tanto arrepentíos y convertíos, para que se borren vuestros pecados” (Hch 3,19).

Arrepentirse y cambiar de vida son los momentos esenciales de la conversión. Arrepentirse, es decir, recoger el juicio sobre el mal que brota del misterio de Cristo muerto y resucitado, a fin de obtener un sincero y profundo dolor de nuestras culpas y pecados; de los personales, pero también de los que caracterizan a nuestra época y a nuestra sociedad. Nuestro dolor deberá ser sincero y verdadero, capaz de cambiar radicalmente los sentimientos del alma, iluminado por la esperanza de podernos transformar y de conseguir el perdón.

Si hubiéramos rechazado a Jesucristo, tendríamos que cambiar de opinión sobre Él y reconocerlo como Hijo de Dios y Señor. Esta fe renovada nos permitirá rectificar nuestro camino, nos dejará ir por el camino de Dios, hacer nuestro designio y su proyecto para nuestra vida.

--- Esperanza en Cristo

El pasaje de la primera Carta de Juan, que hemos leído, nos propone otro pensamiento consolador: “Cristo, abogado ante el Padre, víctima de propiciación”.

Si miramos seriamente a la seriedad e irreversibilidad de nuestra conversión, nos sentimos con frecuencia pobres y frágiles, porque nuestra santificación todavía no está consumada en nosotros, mientras vivimos en el tiempo. Su cumplimiento está más allá, y nosotros continuamos constatando nuestra pequeñez. Pero sabemos que Cristo “se entregó por nosotros para rescatarnos de toda impiedad y prepararse un pueblo purificado” (Tit 2,14). Él ha realizado una liberación definitiva que transciende el tiempo, porque se funda en la potencia de su sacrificio y de su sangre. En esta sangre nuestra reconciliación y nuestro rescate se han convertido en un hecho definitivo, en ella nuestra paz con Dios se ha hecho eterna. En la potencia infinita de este martirio del Justo se funda nuestra esperanza: Cristo inmolado intercede por nosotros para un juicio de salvación. El crucificado implica para nosotros un juicio de Dios que nos salva, porque los pecados de los hombres han muerto con su muerte.

Hoy al cantar “Aleluya”, suplicamos: “Señor Jesús: explícanos las Escrituras. / Enciende nuestro corazón mientras nos hablas”.

Sí. Tú, Cristo, nos hablas por medio de los testigos de tu pasión y resurrección. Tú nos hablas por medio de Pedro y de los Apóstoles. Tú hablas también por medio de aquellos Protomártires que -en su mayoría- creyeron, aunque no habían visto. Y después de haber creído, dieron la vida por Cristo. Nosotros somos herederos de este testimonio. ¡Tenemos que ser dignos de esta heredad!

Buscamos su fuente en la Sagrada Escritura: “Explícanos las Escrituras”. Tú nos hablas en ellas.

Y aunque no te veamos personalmente, como tantas generaciones de cristianos en esta Ciudad Eterna, sin embargo, en la Escritura encontramos siempre la misma fuente de la fe. Tú nos hablas en ellas.

¡Señor, enciende nuestro corazón! ¡Enciende el corazón! ¡Permítenos amar la verdad, la verdad de tu pasión y resurrección! Permítenos vivir de la fuerza de tu misterio pascual

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