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La esperanza del cielo
«Si me amáis, guardaréis mis mandamientos; y yo rogaré al Padre y os dará otro Paráclito para que esté con vosotros siempre: el Espíritu de la verdad, al que el mundo no puede recibir porque no le ve ni le conoce; vosotros le conocéis porque permanece a vuestro lado y está en vosotros. No os dejaré huérfanos, yo volveré a vosotros. Todavía un poco y el mundo ya no me verá, pero vosotros me veréis porque yo vivo y también vosotros viviréis. En aquel día conoceréis que yo estoy en el Padre, y vosotros en mí y yo en vosotros. El que acepta mis mandamientos y los guarda, ése es el que me ama. Y el que me ama será amado por mi Padre y yo le amaré y yo mismo me manifestaré a él» (Juan 14, 15-21).
I. En estos cuarenta días que median
entre la Pascua y la Ascensión del Señor, la Iglesia nos invita a tener
los ojos puestos en el Cielo, nuestra Patria definitiva, a la que el
Señor nos llama. Esta invitación se hace más apremiante cuando se acerca
el día en que Jesús sube a la derecha del Padre.
El Señor había
prometido a sus discípulos que después de un poco de tiempo estaría con
ellos para siempre. Todavía un poco y el mundo ya no me verá, pero
vosotros me veréis... El Señor ha cumplido su promesa en estos días en
que permanece junto a los suyos, pero esta presencia no se terminará
cuando suba con su Cuerpo glorioso al Padre, pues con su Pasión y Muerte
nos ha preparado un lugar en la casa del Padre, donde hay muchas
moradas. De nuevo vendré -les dice- y os llevaré junto a mí para que
donde yo estoy estéis también vosotros.
Los Apóstoles, que habían
quedado entristecidos por la predicción de las negaciones de Pedro, son
confortados con la esperanza del Cielo. La vuelta a la que hace
referencia Jesús incluye su segunda venida al fin del mundo y el
encuentro con cada alma cuando se separe del cuerpo. Nuestra muerte será
eso: el encuentro con Cristo, a quien hemos procurado servir a lo largo
de nuestra vida. Él nos llevará a la plenitud de la gloria, al
encuentro con su Padre celestial, que es también Padre nuestro. Allí, en
el Cielo, donde tenemos preparado un lugar, nos espera Jesucristo, a
quien tenemos presente y hablamos en nuestra oración, con el que hemos
dialogado tantas veces.
Del trato habitual con Jesucristo nace el
deseo de encontrarnos con Él. La fe lima muchas asperezas de la muerte.
El amor al Señor cambia por completo el sentido de ese momento final que
llegará para todos. “Los que se quieren, procuran verse. Los enamorados
sólo tienen ojos para su amor. ¿No es lógico que sea así? El corazón
humano siente esos imperativos. Mentiría si negase que me mueve tanto el
afán de contemplar la faz de Jesucristo. Vultum tuum, Domine, requiram,
buscaré, Señor, tu rostro”.
El pensamiento del Cielo nos ayudará a
vivir el desprendimiento de los bienes materiales y a superar
circunstancias difíciles. Es muy agradable a Dios que fomentemos esta
esperanza teologal, que está unida a la fe y al amor, y en muchas
ocasiones tendremos especial necesidad de ella. “A la hora de la
tentación piensa en el Amor que en el cielo te aguarda: fomenta la
virtud de la esperanza, que no es falta de generosidad”. También en los
momentos en que el dolor y la tribulación arrecien, cuando cueste la
fidelidad o la perseverancia en el trabajo o en el apostolado. ¡El
premio es muy grande! Y está a la vuelta de la esquina, dentro de no
mucho tiempo.
La meditación sobre el Cielo, hacia donde nos
encaminamos, debe espolearnos para ser más generosos en nuestra lucha
diaria, “porque la esperanza del premio conforta el alma para realizar
las buenas obras”.
El pensamiento de ese definitivo encuentro de
amor, al que somos llamados, nos ayudará a estar vigilantes en las cosas
grandes y en las pequeñas, haciéndolas acabadamente, como si fueran las
últimas antes de irnos al Padre.
II. No existen palabras para expresar,
ni de lejos, lo que será nuestra vida en el Cielo que Dios ha prometido a
sus hijos. Sabemos, como recientemente se ha recordado, que “estaremos
con Cristo y veremos a Dios (cfr. 1 Jn 3, 2); promesa y misterio
admirables en los que consiste esencialmente nuestra esperanza. Si la
imaginación no puede llegar allí, el corazón llega instintiva y
profundamente”.
Será una realidad dichosísima lo que ahora entrevemos
por la revelación y que apenas podemos imaginar en nuestro ser actual.
En el Antiguo Testamento se describe la felicidad del Cielo evocando la
tierra prometida después de tan largo y duro caminar por el desierto.
Allí, en la nueva y definitiva patria, se encuentran todos los bienes,
allí se terminarán las fatigas de tan largo y difícil peregrinaje.
El
Señor nos habló de muchas maneras de la incomparable felicidad de
quienes en este mundo amen con obras a Dios. La eterna bienaventuranza
es una de las verdades que con más insistencia predicó nuestro Señor: La
voluntad de mi Padre, que me ha enviado ‑declara-, es que yo no pierda a
ninguno de los que me ha dado, sino que los resucite a todos en el
último día. Por tanto, la voluntad de mi Padre... es que todo aquel que
ve al Hijo, y cree en Él, tenga vida eterna, y yo le resucitaré en el
último día. Oh Padre, dirá en la Ultima Cena, yo deseo ardientemente que
aquellos que Tú mes has dado estén conmigo allí donde yo estoy, para
que contemplen mi gloria, que Tú me has dado, porque Tú me amaste antes
de la creación del mundo.
La bienaventuranza eterna es comparada a un
banquete que Dios prepara para todos los hombres, en el que quedarán
saciadas todas las ansias de felicidad que lleva en el corazón el ser
humano.
Los Apóstoles nos hablan frecuentemente de esa felicidad que
esperamos. San Pablo enseña que ahora vemos a Dios como en un espejo y
bajo imágenes oscuras; pero entonces le veremos cara a cara, y que la
alegría y la felicidad allí son indescriptibles.
La felicidad de la
vida eterna consistirá ante todo en la visión directa e inmediata de
Dios. Esta visión no es sólo un perfectísimo conocimiento intelectual,
sino también comunión de vida con Dios, Uno y Trino. Ver a Dios es
encontrarse con Él, ser felices en Él. De la contemplación amorosa de
las Tres divinas Personas se seguirá en nosotros un gozo ilimitado.
Todas las exigencias de felicidad y de amor de nuestro pobre corazón
quedarán colmadas, sin término y sin fin. “Vamos a pensar lo que será el
Cielo. Ni ojo vio, ni oído oyó, ni pasó a hombre por pensamiento cuáles
cosas tiene Dios preparadas para los que le aman. ¿Os imagináis qué
será llegar allí, y encontrarnos con Dios, y ver aquella hermosura,
aquel amor que se vuelca en nuestros corazones, que sacia sin saciar? Yo
me pregunto muchas veces al día: ¿qué será cuando toda la belleza, toda
la bondad, toda la maravilla infinita de Dios se vuelque en este pobre
vaso de barro que soy yo, que somos todos nosotros? Y entonces me
explico bien aquello del Apóstol: ni ojo vio, ni oído oyó... Vale la
pena, hijos míos, vale la pena”.
III. Además del inmenso gozo de
contemplar a Dios, de ver y de estar con Jesucristo glorificado, existe
una bienaventuranza accidental, por la que gozaremos de los bienes
creados que responden a nuestras aspiraciones. La compañía de las
personas justas que más hemos querido en este mundo: familia, amigos; y
también la gloria de nuestros cuerpos resucitados, porque nuestro cuerpo
resucitado será numérica y específicamente idéntico al terreno: es
preciso ‑indica San Pablo- que “este” ser corruptible se revista de
incorruptibilidad, y que “este” ser mortal se revista de inmortalidad.
«Este», el nuestro, no otro semejante o muy parecido. “Importa mucho
-afirma el Catecismo Romano- estar persuadidos de que este mismo cuerpo,
y sin duda el mismo cuerpo que ha sido propio de cada uno, aunque se
haya corrompido y reducido a polvo, sin embargo de eso ha de resucitar”.
Y San Agustín afirma con toda claridad: “Resucitará esta carne, la
misma que muere y es sepultada (...). La carne que ahora enferma y
padece dolores, esa misma ha de resucitar”. Nuestra personalidad seguirá
siendo la misma, y tendremos el propio cuerpo, pero revestido de gloria
y esplendor, si hemos sido fieles. Nuestro cuerpo tendrá las cualidades
propias de los cuerpos gloriosos: agilidad y sutileza -es decir, no
estar sometidos a las limitaciones del espacio y del tiempo-, la
impasibilidad -no habrá ya muerte, ni llanto ni gemido, ni habrá más
dolor...; ni tendrán ya más hambre, ni más sed..., enjugará Dios toda
lágrima de sus ojos-, la claridad, la belleza.
“Creo en la
resurrección de la carne”, confesamos en el Símbolo Apostólico. Nuestros
cuerpos en el Cielo tendrán características diferentes de las actuales,
pero seguirán siendo cuerpos y ocuparán un lugar, como ahora el Cuerpo
glorioso de Cristo y el de la Virgen. No sabemos cómo ni dónde está ni
cómo se forma ese lugar. La tierra de ahora se habrá transfigurado: vi
un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera
tierra habrán desaparecido... he aquí que hago todas las cosas nuevas.
Muchos Padres y Doctores de la Iglesia, y también muchos santos, piensan
que la renovación de todo lo creado se desprende de la misma
revelación.
El recuerdo del Cielo, próxima ya la fiesta de la
Ascensión del Señor, nos debe llevar a una lucha decidida y alegre por
quitar los obstáculos que se interpongan entre nosotros y Cristo, nos
impulsa a buscar sobre todo los bienes que perduran y a no desear a toda
costa los consuelos que acaban.
Pensar en el Cielo da una gran
serenidad. Nada aquí es irreparable, nada es definitivo, todos los
errores pueden ser reparados. El único fracaso definitivo sería no
acertar con la puerta que lleva a la Vida. Allí nos espera también la
Santísima Virgen.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
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