(Cfr. www.almudi.org)
(Hch 8,5-8.14-17) "Les impusieron las manos y recibían el Espíritu Santo"
(1 Pe 3,15-18) "Glorificad en vuestros corazones a Cristo Señor"
(Jn 14,15-21) "Si me amáis, guardaréis mis mandamientos"
Homilía con textos de homilías pronunciadas por S.S. Juan Pablo II.
Homilía en Viterbo (27-V-1984)
--- Alegría pascual
La Iglesia adora hoy a Dios con el Salmo responsorial de su liturgia, y en este Salmo se refleja la profunda alegría del tiempo pascual.
La obra de Dios: la obra admirable que ha realizado en medio de los hombres. La ha realizado en Jesucristo, crucificado y resucitado. Dios la ha realizado por medio de Él, que se hizo obediente hasta la muerte de cruz (cfr. Fil 2,8), y con esta obediencia nacida del amor hacia el Padre y hacia los hombres venció la muerte y reveló la vida en toda su definitiva verdad y realidad.
Esta obra fue realizada por Dios y por Cristo Señor ante los ojos de los testigos. Y es precisamente su voz, juntamente con el grito del Salmo, la que nos invita a todos a venir y ver la obra de la resurrección y la redención. Toda la tierra y toda la creación narran de un modo nuevo la gloria de Dios: también la tierra y las criaturas participan de la resurrección de Cristo.
La Iglesia es portavoz y servidora de esta gloria. Es “salmista” de las cosas admirables que Dios ha hecho entre los hombres. Y simultáneamente la Iglesia, en este domingo pascual, lee con atención los Hechos de los Apóstoles para recordar, una vez más, cómo la resurrección de Cristo produjo los primeros efectos en medio de los hombres.
Mirad, leemos que el diácono Felipe predicó a Cristo en Samaria, confirmando con signos la verdad de la enseñanza anunciada. Y de este modo Samaria recibió la palabra de Dios. Siguiendo a Felipe se encaminaron a esa ciudad los Apóstoles Pedro y Juan, para imponer las manos, en nombre del Señor Jesús, sobre los bautizados y sobre los que recibían el Espíritu Santo (cfr. Hch 8,5-8).
“Aclamad al Señor tierra entera” (Sal 65,1).
--- Promesa del Espíritu Santo
Este domingo, la Iglesia, llena de alegría pascual, preparándose a la Ascensión del Señor, vive al mismo tiempo, la promesa de otro Defensor: el Espíritu de la verdad (Jn 14,16-17).
Cristo Señor, al prometer, la víspera de la pasión, el Espíritu Santo que sería enviado, dice a los Apóstoles: “No os dejaré desamparados, volveré” (Jn 14,18).
Lo mismo que cada año, nos preparamos para Pentecostés. En esta preparación se encierra la alegría de una nueva venida de Cristo mismo. Él, resucitado y glorificado, permaneciendo en el Padre, viene, al mismo tiempo, a nosotros en el Espíritu Santo, en el Consolador, en el Espíritu de la verdad.
Y en esta nueva venida suya se revela nuestra unión con el Padre: “Sabréis que yo estoy con mi Padre, vosotros conmigo y yo con vosotros” (Jn 14,20). La Iglesia hoy se ve a sí misma como el pueblo de Dios unido al Padre en Jesús mediante la fuerza del Espíritu Santo.
Y la Iglesia se alegra con esta verdad, con esta realidad. La Iglesia encuentra en ella, siempre de nuevo, la fuente inagotable de su misión y de su aspiración a la santidad.
--- Mandamiento del amor
La misión de la Iglesia, su aspiración a la santidad, se realiza mediante el amor.
Cristo dice en el Evangelio de hoy: (Jn 14,21) “El que acepta mis mandamientos y los guarda, ése me ama: al que me ama, lo amará mi Padre, y yo también lo amaré y me revelaré a él”.
Así pues, el amor nos introduce en el más profundo conocimiento de Jesucristo. El amor abre ante el corazón humano el misterio de esta unión con el Padre en Cristo mediante la fuerza del Espíritu Santo, que actúa en nosotros.
Y por esto, el amor es el mandamiento mayor del Evangelio. En él se cumplen todos los mandamientos y consejos. Es “el vínculo de la perfección” (Col 3,14).
“Aclamad al Señor, tierra entera”.
Mirad lo que dice el Apóstol en su primera Carta, de la que está tomada la segunda lectura de la liturgia de hoy: “Glorificad en vuestros corazones a Cristo Señor y estad siempre prontos para dar razón de vuestra esperanza a todo el que os la pidiera ...” (1 Pe 3,15).
Hay una primera invitación: una fe lúcida, consciente, valiente. Esta fe nos pide Cristo crucificado y resucitado, también en nuestros tiempos. De ella toma origen asimismo toda la esperanza cristiana.
Y ved luego las ulteriores palabras del Apóstol: “Pero con mansedumbre y respeto y en buena conciencia... Que mejor es padecer haciendo el bien, si tal es la voluntad de Dios, que padecer haciendo el mal” (1 Pe 3,16-17).
La segunda invitación: ¡Que la fe brote de las obras! ¡Que la fe forma las conciencias! Cristo crucificado y resucitado es la “medida” más perfecta de nuestra conducta.
DP-177 1984
Homilía II: a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
“Si me amáis, guardaréis mis mandamientos”. El amor no es algo lírico y vaporoso, sino cumplimiento del querer bueno y sabio de Dios, Padre nuestro. El Señor, que censuró sin miramientos los numerosos preceptos judíos calificándolos de carga pesada (Mt 23,4), recuerda que no hay amor a Dios y a los demás allí donde no hay obras que manifiesten ese amor. No quiere Jesús un amor forzado sino libre y espontáneo, pero sin confundirlo con un sentimentalismo anárquico y caprichoso.
Cuando filosofías que han convertido en clave de especulación el sentimiento o el instinto, confundiendo la sinceridad con la cómoda obediencia al estado de ánimo. Cuando la libertad viene entendida, tantas veces, como licencia. Cuando se apela a la propia conciencia para sortear los deberes para con Dios, afirmando que Dios no puede admitir un servicio forzado, que no se siente, Cristo deja caer esta frase realista, amiga de los hechos y no de las palabras: “El que acepta mis mandamientos y los guarda, ése me ama”. La espontaneidad de un miembro vivo de un cuerpo vivo -somos miembros del Cuerpo Místico de Cristo y Él es la Cabeza- o está al servicio de la cabeza o es un cáncer.
Preguntémonos: ¿Hago míos los mandamientos de la Ley de Dios? ¿Me intereso por los objetivos de la Iglesia, de la parroquia, u otros intereses priman sobre este principal y gustoso deber? ¿Asisto a la Santa Misa para dar a Dios el culto que Él merece y quiere? ¿Constituye la extensión del Reino de Cristo, el que muchos encuentren la verdad que hace libre al hombre y le asegura la vida eterna, el verdadero motor de mi existencia?
Hay quien tiene del cristianismo una imagen triste, contrariante. Se piensa que todo consiste en obedecer a un gravoso conjunto de disposiciones que, al faltar el amor que les da sentido, acaban fatigando y terminan en el rechazo. Y no es así. Es una tarea de amor. Y no de cualquier amor. Es algo gustoso y llevadero como todo lo que se hace por amor, aunque cueste.
La tristeza no hace mella en quien permanece unido a Dios por amor. “¿Qué puede perturbar al cristiano?, pregunta S. Juan Crisóstomo, ¿la muerte? No, porque la desea como premio. ¿Las injurias? No, porque Cristo enseñó a sufrirlas: ‘Dichosos seréis cuando os insulten y persigan’ (Mt 5,11). ¿La enfermedad? Tampoco, porque la Escritura aconseja: ‘recibe cuanto Dios te mande y mantén el buen ánimo en las vicisitudes de la prueba, pues el oro se prueba en el fuego, y los hombres gratos a Dios, en el crisol de la tribulación’ (Eccli 2,5). ¿Qué queda entonces capaz de turbar al cristiano? Nada. En la tierra, hasta la alegría suele parar en tristeza; pero, para el que vive según Cristo, incluso las penas se le convierten en gozo”.
Ser cristiano es paladear la dicha inmensa, inexpresable, de que Dios me ama, me busca, se interesa por mí y perdona mis torpes y, a veces ingratas, maneras de comportarme, y, en consecuencia, tratar de corresponder a ese amor tan grande como inmerecido.
Homilía III: basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
«El Espíritu vive con nosotros y está en nosotros»
I. LA PALABRA DE DIOS
Hch 8,5-8.14-17: «Les imponían las manos y recibían el Espíritu Santo»
Sal 65,1-7.16.20: «Aclama al Señor, tierra entera»
1P 3,15-18: «Murió en la carne, pero volvió a la vida por el Espíritu»
Jn 14,15-21: «Yo le pediré al Padre que os dé otro Defensor»
II. APUNTE BÍBLICO-LITÚRGICO
Ahora es aceptado incluso por quienes no habían sido
admitidos por Israel. El Espíritu sólo se da, según San Lucas, a quienes
están en comunión con los Doce.
Todo el discurso de la última Cena respira en Juan un
clima de intimidad personal, propio de quien abre el corazón a sus
amigos. En el versículo 15, pone Juan el amor como condición para
cumplir con los preceptos: «Si me amáis, guardaréis mis mandamientos»; y
en el versículo 21, exactamente al revés: «El que acepta mis
mandamientos y los guarda, ese me ama». Lo verdaderamente cristiano es
la anulación de fronteras entre lo personal y lo preceptivo «Ama y haz
lo que quieras».
El amor no es condición para el decreto. La obediencia «guarda», «observa», «cumple»: el amor cristiano se hace actitud, seguimiento. La adhesión no suele hacer distinciones entre quien manda o lo que se manda. Ni es tampoco obediencia ciega, porque es fruto de la madurez y de la convicción.
III. SITUACIÓN HUMANA
Hay importantes sectores de la sociedad que creen que las leyes oprimen, quitan libertad, que destruyen la creatividad humana. Se convierten así en algo insoportable, de lo que hay que liberarse cuanto antes. Los que creen en la ley como cauce de convivencia la cumplen sin agobios, sin conciencia gregaria, con la seguridad del bien común que de ese cumplimiento se sigue.
IV. LA FE DE LA IGLESIA
La fe
– Promesa del Espíritu Santo: "Por fin llega la Hora de Jesús: Jesús
entrega su espíritu en las manos del Padre en el momento en que por su
Muerte es vencedor de la muerte, de modo que, «resucitado de los muertos
por la Gloria del Padre» (Rm 6,4), enseguida da a sus discípulos el
Espíritu Santo dirigiendo sobre ellos su aliento. A partir de esta hora,
la misión de Cristo y del Espíritu se convierte en la misión de la
Iglesia: «Como el Padre me envió, también yo os envío»" (730; cf 729).
– La misión del Espíritu Santo en la Liturgia de la Iglesia: 1112.
La respuesta
– El Espíritu Santo, el principio de la vida de la Iglesia: "El Espíritu
Santo es «el principio de toda acción vital y verdaderamente saludable
en todas las partes del cuerpo». Actúa de múltiples maneras en la
edificación de todo el Cuerpo en la caridad: por la Palabra de Dios,
«que tiene el poder de construir el edificio» (Hch 20,32), por el
Bautismo mediante el cual forma el Cuerpo de Cristo, por los sacramentos
que hacen crecer y curan a los miembros de Cristo; por «la gracia
concedida a los apóstoles» que «entre estos dones destaca», por las
virtudes que hacen obrar según el bien, y por las múltiples gracias
especiales [llamadas «carismas»] mediante las cuales los fieles quedan
«preparados y dispuestos a asumir diversas tareas o ministerios que
contribuyen a renovar y construir más y más la Iglesia»" (798).
El testimonio cristiano
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