Mil y una Fábulas (Latín-Inglés)

26 enero 2023

Meditación Domingo 4º t.o. (A)

 (Cfr. www.almudi.org)


El camino de las bienaventuranzas

«Al ver Jesús a las multitudes, subió al monte; se sentó y se le acercaron sus discípulos; y abriendo su boca les enseñaba diciendo: Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados. Bienaventurados los mansos, porque ellos heredarán la tierra. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados. Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Bienaventurados los pacíficos, porque ellos serán llamados hijos de Dios. Bienaventurados los que padecen persecución por la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Bienaventurados seréis cuando os injurien, os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el Cielo: de la misma manera persiguieron a los profetas que os precedieron» (Mateo 5,1-12).

I. Una inmensa multitud venida de todas partes rodea al Señor. De Él esperan su doctrina salvadora, que dará sentido a sus vidas. Viendo Jesús este gentío subió a un monte, donde, habiéndose sentado, se le acercaron sus discípulos, y abriendo su boca les enseñaba.

Y es ésta la ocasión que aprovecha el Señor para dar una imagen profunda del verdadero discípulo: Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán la tierra. Bienaventurados los que lloran... No resulta difícil imaginar la impresión -quizá de desconcierto y, en algunos de los oyentes, incluso de decepción- que estas palabras del Señor debieron de causar en quienes le escuchaban. Jesús acababa de formular el espíritu nuevo que había venido a traer a la tierra; un espíritu que constituía un cambio completo de las usuales valoraciones humanas, como la de los fariseos, que veían en la felicidad terrena la bendición y premio de Dios y, en la infelicidad y desgracia, el castigo. En general, «el hombre antiguo, aun en el pueblo de Israel, había buscado la riqueza, el gozo, la estimación, el poder, considerando todo esto como la fuente de toda felicidad. Jesús propone otro camino distinto. Exalta y beatifica la pobreza, la dulzura, la misericordia, la pureza y la humildad».

Al volver a meditar ahora, en nuestra oración, estas palabras del Señor, vemos que aún hoy día se insinúa en las personas el desconcierto ante ese contraste: la tribulación que lleva consigo el camino de las Bienaventuranzas y la felicidad que Jesús promete. «El pensamiento fundamental que Jesús quería inculcar en sus oyentes era éste: sólo el servir a Dios hace al hombre feliz. En medio de la pobreza, del dolor, del abandono, el verdadero siervo de Dios puede decir con San Pablo: Sobreabundo de gozo en todas mis tribulaciones. Y, por el contrario, un hombre puede ser infinitamente desgraciado aunque nade en la opulencia y viva en posesión de todos los goces de la tierra». No en vano aparecen en el Evangelio de San Lucas, después de las Bienaventuranzas, aquellas exclamaciones del Señor: ¡Ay de vosotros, los ricos, porque ya habéis recibido vuestra consolación! ¡Ay de vosotros, los que os saciáis ahora (...). ¡Ay de vosotros, todos lo que sois aplaudidos por los hombres, porque así hicieron sus padres con los falsos profetas!.

Quienes escuchaban al Señor entendieron bien que aquellas Bienaventuranzas no enumeraban distintas clases de personas, no prometían la salvación a determinados grupos de la sociedad, sino que señalaban inequívocamente las disposiciones religiosas y la conducta moral que Jesús exige a todo el que quiera seguirle. «Es decir, los pobres de espíritu, los mansos, los que lloran (...) no indican personas distintas entre sí, sino que son como diversas exigencias de santidad dirigidas a quien quiere ser discípulo de Cristo».

El conjunto de todas las Bienaventuranzas señala el mismo ideal: la santidad. Hoy, al escuchar de nuevo, en toda su radicalidad, las palabras del Señor, reavivamos el afán de santidad como eje de toda nuestra vida. Porque «Jesucristo Señor Nuestro predicó la buena nueva para todos, sin distinción alguna. Un solo puchero y un solo alimento: mi comida es hacer la voluntad del que me ha enviado, y dar cumplimiento a su obra (Jn 4, 34). A cada uno llama a la santidad, de cada uno pide amor: jóvenes y ancianos, solteros y casados, sanos y enfermos, cultos e ignorantes, trabajen donde trabajen, estén donde estén». Cualesquiera que sean las circunstancias que atraviese nuestra vida, hemos de sabernos invitados a vivir la plenitud de la vida cristiana. No puede haber excusas, no podemos decirle al Señor: espera a que se solucione este problema, a que me reponga de esta enfermedad, a que deje de ser calumniado o de ser perseguido..., y entonces comenzaré de verdad a buscar la santidad. Sería un triste engaño no aprovechar esas circunstancias duras para unirnos más al Señor.

II. No desagrada a Dios que pongamos los medios oportunos para evitar el dolor, la enfermedad, la pobreza, la injusticia..., pero las Bienaventuranzas nos enseñan que el verdadero éxito de nuestra vida está en amar y cumplir la voluntad de Dios sobre nosotros. Nos muestran, a la vez, el único camino capaz de llevar al hombre a vivir con la plena dignidad humana que conviene a su condición de persona. En una época en que tantas cosas empujan hacia el envilecimiento y la degradación personal, las Bienaventuranzas son una invitación a la rectitud y a la dignidad de vida. Por el contrario, intentar a toda costa -como si se tratara de un mal absoluto- sacudir el peso del dolor, de la tribulación, o buscar el éxito humano como un fin en sí mismo, son caminos que el Señor no puede bendecir y que no conducen a la felicidad.

«Bienaventurado» significa «feliz», «dichoso», y en cada una de las Bienaventuranzas «comienza Jesús prometiendo y señalando los medios de conseguirla. ¿Por qué comenzará Nuestro Señor hablando de la felicidad? Porque en todos los hombres existe una tendencia irresistible a ser felices; éste es el fin que todos sus actos se proponen; pero muchas veces buscan la felicidad donde no se encuentra, donde no hallarán sino miseria».

El Señor nos señala aquí los caminos para ser felices sin límites y sin fin en la vida eterna, y también para serlo en esta vida, viviendo con plena dignidad, como conviene a la condición de persona. Son caminos bien diferentes a los que, con frecuencia, suele escoger el hombre.

Buscad al Señor los humildes que cumplís sus mandamientos (...). Dejaré en medio de ti un pueblo pobre y humilde, que confiará en el nombre del Señor, se nos dice en la Primera lectura de la Misa.

La pobreza de espíritu, el hambre de justicia, la misericordia, la limpieza de corazón y el soportar ser rechazados por causa del Evangelio manifiestan una misma actitud del alma: al abandono en Dios. Y ésta es la actitud que nos impulsa a confiar en Dios de un modo absoluto e incondicional. Es la postura de quien no se contenta con los bienes y consuelos de las cosas de este mundo, y tiene puesta su esperanza última más allá de estos bienes, que resultan pobres y pequeños para una capacidad tan grande como es la del corazón humano.

Bienaventurados los pobres de espíritu... Y en el Magnificat de la Virgen escuchamos: Colmó de bienes a los hambrientos, y a los ricos los despidió sin nada. ¡Cuántos se transforman en hombres vacíos, porque se sienten satisfechos con lo que ya tienen! El Señor nos invita a no contentarnos con la felicidad que nos pueden dar unos bienes pasajeros, y nos anima a desear aquellos que Él tiene preparados para nosotros.

III. Dice Jesús a quienes le siguen -en aquel tiempo y ahora- que no será obstáculo para ser felices el que los hombres os insulten, y os persigan, y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Estad alegres y contentos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo. Así como ninguna cosa de la tierra puede dar la felicidad que todo hombre busca, tampoco nada, si estamos unidos a Dios, puede quitárnosla. Nuestra felicidad y nuestra plenitud viene de Dios. «¡Oh vosotros que sentís más pesadamente el peso de la cruz! Vosotros que sois pobres y desamparados, los que lloráis, los que estáis perseguidos por la justicia, vosotros sobre los que se calla, vosotros los desconocidos del dolor, tened ánimo; sois los preferidos del reino de Dios, el reino de la esperanza, de la bondad y de la vida; sois los hermanos de Cristo paciente, y con Él, si queréis, salváis el mundo».

Pidamos al Señor que transforme nuestras almas, que realice un cambio radical en nuestros criterios sobre la felicidad y la desgracia. Somos necesariamente felices si estamos abiertos a los caminos de Dios en nuestras vidas, y si aceptamos la buena nueva del Evangelio.

Y esto, también en el caso de que otras gentes parezcan conseguir todos los bienes que se pueden alcanzar en esta corta vida. No se debe tener al rico por dichoso sólo por sus riquezas -dice San Basilio-; ni al poderoso por su autoridad y dignidad; ni al fuerte por la salud de su cuerpo; ni al sabio por su gran elocuencia. Todas estas cosas son instrumentos de la virtud para los que las usan rectamente; pero ellas, en sí mismas, no contienen la felicidad. Sabemos que, muchas veces, estos mismos bienes se convierten en males y en desgracia para la persona que los posee y para los demás, cuando no están ordenados según el querer de Dios. Sin el Señor, el corazón se sentirá siempre insatisfecho y desgraciado.

Cuando para encontrar esa felicidad los hombres ensayamos otros caminos que no son los de la voluntad de Dios, que no son los que nos ha trazado el Maestro, al final sólo se encuentra soledad y tristeza. La experiencia de todos lo que no quisieron entender a Dios que les hablaba de distintas maneras, ha sido siempre la misma: han comprobado que fuera de Dios no hay felicidad estable y duradera. Lejos del Señor sólo se recogen frutos amargos y, de una forma u otra, se acaba como el hijo pródigo fuera de la casa paterna: comiendo bellotas y apacentando puercos.

Son dichosos quienes buscan a Cristo, quienes piden y fomentan el deseo de santidad. En Cristo están ya presentes todos los bienes que constituyen la verdadera felicidad. «"Laetetur cor quaerentium Dominum" -Alégrese el corazón de los que buscan al Señor.

»-Luz, para que investigues en los motivos de tu tristeza».

Cuando falta la alegría, ¿no estará la causa en que, en esos momentos, no buscamos de verdad al Señor en el trabajo, en quienes nos rodean, en las contradicciones? ¿No será que no estamos todavía desprendidos del todo? ¡Que se alegren los corazones que buscan al Señor!

Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.

 

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