(Cfr. www.almudi.org)
Es necesario un cambio de enfoque que no pase por castigar a la mujer como se ha hecho en Occidente ni por entender que la vida humana en gestación concierne exclusivamente a ella
Ha sido un error histórico –multisecular, agravado con el paso del tiempo hasta llegar al siglo XX– exigir a la mujer la salvaguarda del nasciturus, castigándola penalmente si interrumpía el embarazo, y dejando impune al hombre sin cuya contribución el embarazo jamás hubiera tenido lugar. Además, conceder ahora a la mujer la misma impunidad de que ha gozado el hombre durante siglos, haciendo depender cualquier vida humana en gestación de la libérrima voluntad de la mujer, aunque pudiera hacer justicia a la mujer desde una perspectiva exclusivamente igualitaria, supondría ensalzar y promover la misma actitud machista que ha llevado a un ejercicio irrespetuoso, irresponsable y violento de la sexualidad.
Es necesario, pues, un cambio de enfoque, que no pase por castigar a la mujer como se ha hecho en Occidente, ni por entender que la vida humana en gestación concierne exclusivamente a ella, haciendo depender la vida del nasciturus de la mera decisión de la mujer, emulando así la actitud irresponsable de que ha gozado el varón en las sociedades del pasado, a las que el feminismo y los estudios de género tilda de «patriarcales» (y que, en algunos aspectos, sí lo eran). Y ese cambio de enfoque pasa por dos premisas fundamentales, sin la cuales es difícil –si no, imposible– entender la conveniencia de una nueva regulación, más acorde con los principios de humanidad y solidaridad.
La primera premisa consiste en comprender que la vida en gestación no es una cuestión exclusiva de la mujer, a quien el Derecho puede, bien castigar (penalmente), bien conceder la facultad de interrumpir el embarazo sin consecuencia alguna (y menos aún presentando esa opción como algo bueno, como suele verse el ejercicio de un derecho), sino de dos personas, de la mujer y del varón. Es más, toda vida humana es un bien tan valioso, que también concierne al conjunto de la sociedad, lo cual exige una mayor implicación del Estado, el cual, más allá de desplegar su poder sancionador (administrativo o penal) contra los infractores (en este caso, quienes abortan), debería promover la natalidad y salvaguardar la vida humana como una prestación sanitaria de primer orden, sobre todo en aquellos casos en los que los progenitores no pueden, o se ven incapaces –nadie aborta gustosamente– de sobrellevar el embarazo o de asumir las exigencias de la paternidad y/o maternidad.
La segunda premisa es que el Derecho no debería obligar a nadie a ser padre o madre contra su voluntad. En consecuencia, habría que procurar no forzar a ninguna persona (ni a la mujer, ni al varón) a tener un hijo que no desea o se ve incapaz de asumir. Esta premisa tiene poco o nada que ver, sin embargo, con presentar el aborto como un derecho –con la connotación ético-positiva que suele tener esta expresión–, dejando al nasciturus en manos de la «libérrima» voluntad de otra persona que, quizá en una situación de vulnerabilidad, se ve abocada a tomar una decisión tan trágica como indeseable. Entre obligar a alguien a ser padre o madre y, por el contrario, concederle el derecho para terminar con la vida humana en gestación, hay un notable espacio de regulación que el legislador debería sopesar más, no sin antes abrir un periodo de deliberación pública en el que el conjunto de la ciudadanía pudiera expresarse y aportar su parecer.
En esta línea, recojo –aquí y ahora– algunas ideas o propuestas que quizá convendría tener presente y estudiar la conveniencia de su desarrollo y aplicación. No son definitivas, ni tampoco pretendo presentarlas como tales. Es posible que esté en el error, y no tendré reparo alguno en reconocerlo y rectificar si alguien me lo hace ver, o yo mismo me percato de ello más adelante. Soy consciente del que la cuestión es compleja, pero no por ello hay que dejar de intentarlo. Si sirviera para que otras personas más preparadas que yo se ocupen de ello y alumbren ideas y propuestas más certeras que las mías, me daría por satisfecho.
1ª) El ordenamiento penal no debería ser la principal norma reguladora del aborto. Esto no significa que esta conducta debiera despenalizarse completamente, sino que se trata de una materia tan compleja que su regulación no debería consistir fundamentalmente en su mayor o menor criminalización o despenalización, sino en crear las condiciones necesarias para que se den el menor número posible de abortos. Para ello, el Derecho penal resulta insuficiente e inadecuado, tanto si la norma es excesivamente laxa (en cuyo caso podría lanzar un mensaje erróneo y nocivo), como si es excesivamente severa (en cuyo caso se podría estar castigando injustamente a quienes quizá se encuentran en una tesitura particularmente difícil).
2ª) Creo que la norma penal no debería castigar en ningún caso con una pena privativa de libertad a la mujer ni al varón, aunque ambos deberían de ser considerados autores de la acción tipificada como aborto. Sí podrían ser castigados con la pena privativa de libertad el personal sanitario que llevara a cabo la intervención médica de interrupción del embarazo.
3ª) La despenalización del aborto mediante el sistema de plazos, hoy comúnmente extendido en Occidente, presenta algunas inconveniencias que lo hacen desaconsejable.
Primera, la concesión de unos plazos, vistos hasta hoy como el mejor modo de garantizar a la mujer (no al varón, quien no está ni se le espera –quizá porque en muchos casos tampoco haya querido estar–) un periodo en el que decidir libremente, al tiempo que la protección del nasciturus va a más conforme transcurren las semanas, parte de una noción errónea del ser humano y de su dignidad, la cual deriva de la capacidad de sentir dolor (tras la 14ª semana) o de tener vida independiente fuera del seno materno (a partir de la 22ª semana).
Segunda, establecer un plazo en el que los progenitores puedan decidir libremente tener o no tener su hijo, además de hacer depender la viabilidad de una vida humana (aún no sintiente ni independiente de su madre) de la exclusiva voluntad de otra –u otras– (con lo que esto supone), implica además concebir ese periodo como un derecho que no se compadece con el carácter excepcional y doloroso que debiera de tener cualquier interrupción del embarazo por lo que en realidad implica (terminar con el proceso de gestación de una nueva vida humana, cuando todo ser humano que nace pasa necesariamente por esa fase). En este sentido, la actual valoración del nasciturus desde la perspectiva exclusiva de la mujer embarazada, de su autonomía sobre su cuerpo, como si esa vida prenatal fuera una mera parte del mismo, concediéndole la facultad de ejercer sobre él un dominio pleno, plantea graves incoherencias. Hacer depender el valor de una vida humana y su protección de la decisión de una persona, cuando en realidad cualquier vida humana es un bien para toda la sociedad, carece sentido.
Y tercera, el sistema de plazos lleva consigo otro efecto perverso: dado que los progenitores tienen la opción –en realidad, la menos comprometida para ellos y la menos costosa para el Estado–, el poder público encuentra en esa opción un modo de eludir su obligación de promover la natalidad en general y, en particular, de ofrecer ayudas a aquellas parejas o personas que, de recibir el apoyo necesario –mucho más costoso que la cobertura económica de la interrupción de un embarazo–, probablemente optarían por continuar con el embarazo.
4ª) La sociedad y, en particular, el Estado deberían de intervenir para proteger toda vida en gestación, apoyando a la mujer embarazada, y, al mismo tiempo, permitiéndole desentenderse de ella, si ese fuera su deseo. Hacia la consecución de este objetivo deberían tender todas las normas y medidas legales (familiares, sociales, económicas, laborales, financieras, sanitarias, etc.). Como cada aborto es un doloroso drama y un grave fracaso de la sociedad, convendría explorar una política de ayudas públicas de apoyo a aquellas personas que tienen embarazos no deseados. En una sociedad en la que hay mujeres dispuestas a participar en procesos de maternidad subrogada –en ocasiones, por razones económicas–, asumiendo el gravamen y el desgaste que ello conlleva, quizá el Estado debería apoyar de un modo especial –también económicamente– a las mujeres embarazadas que no pueden –o no quieren– ser madres, de suerte que, tras haber dado a luz, pudieran dejar a un organismo público al bebé, quien podría ser objeto de adopción por aquellas parejas que lo deseen. No debería descartarse la posibilidad de que no pocas mujeres con embarazos no deseados estuvieran dispuestas, si el Estado las apoyara convenientemente, a continuar con su embarazo, y a desentenderse del niño o niña, una vez nacido. Ni tampoco cabe descartar la posibilidad de que, tras dar luz, algunas parejas o madres estuvieran dispuestas a quedarse con su hijo, si recibieran del Estado el apoyo que otros países conceden a los progenitores, en algunos casos a lo largo de varios años o hasta la mayoría de edad.
Corresponde a la sociedad y a la clase política reflexionar y rectificar el rumbo del último medio siglo con respecto al aborto, no para reintroducir la regulación antigua (quizá bien intencionada pero errónea, como ya he dicho), sino para establecer otra más ponderada y ecuánime que refleje un hondo sentido de humanidad. De lo contrario, la historia juzgará con más crudeza nuestra insolidaridad y falta de humanidad que la demostrada por quienes, en el siglo XIX, veían la esclavitud como lo más normal del mundo.
Aniceto Masferrer en eldebate.com
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