(Cfr. www.almudi.org)
Ser justo
“Cuando salió Judas del cenáculo, dijo Jesús:
-Ahora
es glorificado el Hijo del Hombre y Dios es glorificado en él. (Si Dios
es glorificado en él, también Dios lo glorificará en sí mismo: pronto
lo glorificará.)
Hijos míos, me queda poco de estar con vosotros.
Os
doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros como yo os he
amado. La señal por la que conocerán que sois discípulos míos, será que
os amáis unos a otros” (Juan 13,31-33a.34-35).
I. La palabra del Señor es sincera y
todas sus acciones son leales; Él ama la justicia y el derecho, y su
misericordia llena la tierra.
La justicia es la virtud cardinal que
permite una convivencia recta y limpia entre los hombres. Sin esta
virtud, la convivencia se torna imposible; la sociedad, la familia, la
empresa dejan de ser humanas y se convierten en lugares donde el hombre
atropella al hombre. La justicia regula la convivencia de la sociedad
humana en cuanto humana, es decir, basada en el respeto de los derechos
personales; «es principio fundamental de la existencia y de la
coexistencia de los hombres, como también de las comunidades humanas, de
las sociedades y de los pueblos».
Un aspecto de esta virtud atañe a
las relaciones con el vecino, con el compañero, con el amigo, con el
colega y, en general, con toda persona: regula estas relaciones de los
hombres entre sí, dando a cada uno lo que le es debido. Otra faceta de
la justicia se refiere a los deberes de la sociedad en relación a lo que
a cada individuo le corresponde. Por último, existe otro plano de la
justicia, que regula aquello que cada individuo concreto debe a la
comunidad a la que pertenece, al todo del que forma parte.
La
justicia en una sociedad viene de quienes la componen. Son las personas
quienes proyectan en la sociedad su justicia o su injusticia, sobre todo
quienes en ellas tienen más responsabilidad. Y esto es válido en la
familia, en la empresa, en la nación o en el conjunto de naciones que
componen el mundo. Si de verdad queremos que la justicia impere en una
sociedad -ya se trate de una aldea o de la nación-, hagamos justos a los
hombres que la componen: que cada uno de nosotros comience a ser justo
en ese triple plano: con quienes nos relacionamos cada día, con quienes
dependen de nosotros, dando lo que debemos a la sociedad de la que
formamos parte. Esta es la primera obligación moral de la justicia, ser
justos en todos los aspectos de nuestra vida: convivir con rectitud y
limpieza, ser justos con la familia, con el vecino... con el Estado. La
lucha porque impere una mayor justicia en la sociedad es fruto de una
serie de decisiones personales, que van modelando el alma de la persona
que ejercita esta virtud. Con actos concretos de justicia, el hombre se
moverá cada vez con más facilidad por «una voluntad constante e
inalterable de dar a cada uno lo suyo», pues en esto consiste la esencia
de esta virtud.
Si hay una tarea noble y bella que corresponde al
común de los ciudadanos es precisamente la de trabajar, con
responsabilidad personal, por una sociedad más justa, recta y limpia.
II.
«Dios nos llama a través de las incidencias de la vida de cada día, en
el sufrimiento y en la alegría de las personas con las que convivimos,
en los afanes humanos de nuestros compañeros, en las menudencias de la
vida de familia. Dios nos llama también a través de los grandes
problemas, conflictos y tareas que definen cada época histórica,
atrayendo esfuerzos e ilusiones de gran parte de la humanidad». La fe
nos lleva a estar presentes, a intervenir muy directamente en los afanes
nobles, en las «menudencias de la vida de familia» y «en los conflictos
y tareas que definen cada época histórica»... para santificarnos
nosotros y santificar esas realidades, haciéndolas más humanas, más
justas, para llevarlas a Dios. «Se comprende muy bien la impaciencia, la
angustia, los deseos inquietos de quienes, con un alma naturalmente
cristiana (Cfr. TERTULIANO, Apologeticum, 17), no se resignan ante la
injusticia personal y social que puede crear el corazón humano. Tantos
siglos de convivencia entre los hombres y, todavía, tanto odio, tanta
destrucción, tanto fanatismo acumulado en ojos que no quieren ver y en
corazones que no quieren amar».
La fe nos urge porque es grande la
necesidad de justicia que existe en el mundo. «Los bienes de la tierra,
repartidos entre unos pocos; los bienes de la cultura, encerrados en
cenáculos. Y, fuera, hambre de pan y de sabiduría, vidas humanas que son
santas, porque vienen de Dios, tratadas como simples cosas, como
números de una estadística. Comprendo y comparto esa impaciencia, que me
impulsa a mirar a Cristo, que continúa invitándonos a que pongamos en
práctica ese mandamiento nuevo del amor.
»Todas las situaciones por
las que atraviesa nuestra vida nos traen un mensaje divino, nos piden
una respuesta de amor, de entrega a los demás».
El cristiano se
esfuerza en remediar lo injusto por amor a Jesucristo y a sus hermanos
los hombres. El justo, en el pleno sentido de la palabra, es aquel que
va dejando a su paso amor y alegría y no transige con la injusticia allí
donde la encuentra, ordinariamente en el ámbito en el que se desarrolla
su vida: en la familia, en su empresa, en el municipio donde tiene su
hogar... Si hacemos examen, es posible que encontremos injusticias que
remediar: juicios precipitados contra personas o instituciones,
rendimiento en el trabajo, trato injusto a otras personas...
III.
El origen, la gran fuerza que mueve al hombre justo, es el amor a
Cristo; cuanto más fieles al Señor seamos, más justos seremos, más
comprometidos estaremos con la verdadera justicia. Un cristiano sabe que
el prójimo, el «otro», es Cristo mismo, presente en los demás, de modo
particular en los más necesitados. «Sólo desde la fe se comprende qué es
lo que de verdad nos jugamos con la justicia o la injusticia de
nuestros actos: acoger o rechazar a Jesucristo». Este es el gran motor
de nuestras acciones. Esto es lo que sólo los cristianos, mediante la
fe, podemos ver: Cristo nos espera en nuestros hermanos. Porque tuve
hambre y no me disteis de comer, tuve sed... Omisiones: Cada vez que
dejasteis de hacerlo con uno de mis hermanos más pequeños, dejasteis de
hacerlo conmigo.
El Señor está en cada hombre que padece necesidad.
«Los pobres de la sociedad, personalmente considerados, así como las
zonas, los grupos étnicos o culturales, los enfermos, los sectores de la
población más pobres y marginados tienen que ser preocupación constante
de la Iglesia y de los cristianos. Es preciso aumentar los esfuerzos
para estar con ellos y compartir sus condiciones de vida, sentirnos
llamados por Dios desde las necesidades de nuestros hermanos, hacer que
la sociedad entera cambie para hacerse más justa y más acogedora en
favor de los más pobres».
«Hay que reconocer a Cristo, que nos sale
al encuentro, en nuestros hermanos los hombres». Bastaría examinar
nuestro espíritu de atención, de respeto, de afán de justicia,
enriquecido por la caridad, para conocer con qué fidelidad seguimos a
Cristo. Y al revés, si es profundo y verdadero el trato y el amor a
Cristo, ese trato y ese amor se desbordan inconteniblemente hacia los
demás.
«Las exigencias espirituales y materiales del servicio
cristiano a los demás, son grandes: en la voluntad, en el sentimiento,
en las obras. Ante ellas, con la ayuda de la gracia divina, el cristiano
ni se acobarda ni se atolondra con un nervioso frenesí de "gestos"
sorprendentes. Pero tampoco "se queda tranquilo": caritas enim urget
nos: porque nos acucia la caridad de Cristo (2 Cor 5, 14)», que nos
lleva más allá de la mera justicia, pero -como es claro- supone haber
satisfecho lo que es justo.
«Para que este ejercicio de la caridad
sea verdaderamente irreprochable y aparezca como tal -enseña el Concilio
Vaticano II-, es necesario (...) cumplir antes que nada las exigencias
de la justicia, para no dar como ayuda de caridad lo que ya se debe por
razón de justicia».
La práctica de la justicia nos lleva a un
constante encuentro con Cristo. En último extremo, «hacerle justicia a
un hombre es reconocer la presencia de Dios en él».
Por eso también,
en el cristiano no puede haber verdadera justicia sino está informada
por la caridad, porque quedaría a ras de tierra, empequeñecida. Cristo,
en nuestras relaciones con el prójimo, quiere más de nosotros. A Él
hemos de pedirle «que nos conceda un corazón bueno, capaz de
compadecerse de las penas de las criaturas, capaz de comprender que,
para remediar los tormentos que acompañan y no pocas veces angustian las
almas en este mundo, el verdadero bálsamo es el amor, la caridad».
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
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