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Humildad personal y confianza en Dios
En aquel tiempo, Jesús bajó del
monte con los Doce, se paró en una llanura con un grupo grande de
discípulos y una gran muchedumbre del pueblo, procedente de toda Judea,
de Jerusalén y de la costa de Tiro y de Sidón. Él, levantando los ojos
hacia sus discípulos, les decía:
«Bienaventurados
los pobres, porque vuestro es el reino de Dios. Bienaventurados los que
ahora tenéis hambre, porque quedaréis saciados. Bienaventurados los que
ahora lloráis, porque reiréis. Bienaventurados vosotros cuando os odien
los hombres, y os excluyan, y os insulten y proscriban vuestro nombre
como infame, por causa del Hijo del hombre. Alegraos ese día y saltad de
gozo, porque vuestra recompensa será grande en el cielo. Eso es lo que
hacían vuestros padres con los profetas. Pero ¡ay de vosotros, los
ricos, porque ya habéis recibido vuestro consuelo! ¡Ay de vosotros, los
que estáis saciados, porque tendréis hambre! ¡Ay de los que ahora reís,
porque haréis duelo y lloraréis! ¡Ay si todo el mundo habla bien de
vosotros! Eso es lo que vuestros padres hacían con los falsos profetas. (Lucas 6,17 20-26)
I. Sé la roca de mi refugio, Señor, un baluarte donde se me salve..., rezamos en la Antífona de entrada de la Misa. Él es la fortaleza y la seguridad en medio de tanta debilidad como encontramos a nuestro alrededor y en nosotros mismos; Él es el agarradero firme en cada momento, a cualquier edad y en toda circunstancia. Bendito quien confía en el Señor y pone en Él su confianza, nos dice el profeta Jeremías en la Primera lectura, será un árbol plantado junto al agua, que junto a la corriente echa raíces; cuando llegue el estío no lo sentirá, su hoja estará verde; en año de sequía no se inquieta, no deja de dar fruto. Por el contrario, es maldito quien, apartando su corazón del Señor, confía en el hombre, y en la carne busca su fuerza. Su vida será estéril, como un cardo en la estepa. Sé la roca de mi refugio, Señor: la humildad personal y la confianza en Dios van siempre juntas. Sólo el humilde busca su dicha y su fortaleza en el Señor. Uno de los motivos por los que los soberbios tratan de buscar alabanzas con avidez, de sobreestimarse a sí mismos y se resienten ante cualquier cosa que pueda rebajarles en su propia estima o en la de otros, es la falta de firmeza interior: no tienen más punto de apoyo ni más esperanzas de felicidad que ellos mismos. Por esto son, con mucha frecuencia, tan sensibles a la menor crítica, tan insistentes en salirse con la suya, tan deseosos de ser conocidos, tan ansiosos de consideraciones. Se afianzan en sí mismos como el náufrago se agarra a una débil tabla, que no puede sostenerlo. Y sea lo que fuere lo que hayan logrado en la vida, siempre se encuentran inseguros, insatisfechos, sin paz. Un hombre así, sin humildad, sin confiar en su Padre Dios que le tiende continuamente sus brazos, habitará en la aridez del desierto, tierra salobre e inhóspita, como nos dice hoy la liturgia de la Misa. El soberbio se encuentra sin frutos, insatisfecho y sin la paz y felicidad verdaderas.
El cristiano tiene puesta en Dios su esperanza y, porque conoce y acepta su propia debilidad, no se fía mucho de lo propio. Sabe que en cualquier empresa deberá poner todos los medios humanos a su alcance, pero conoce bien que ante todo debe contar con su oración; y reconoce y acepta con alegría que todo lo que posee lo ha recibido de Dios. La humildad no consiste tanto en el propio desprecio -porque Dios no nos desprecia, somos obra salida de sus manos-, sino en el olvido de sí y en la preocupación sincera por los demás. Es la sencillez interior la que nos lleva a sentirnos hijos de Dios. «Cuando imaginamos que todo se hunde ante nuestros ojos, no se hunde nada, porque Tú eres, Señor, mi fortaleza (Sal 42, 2). Si Dios habita en nuestra alma, todo lo demás, por importante que parezca, es accidental, transitorio; en cambio, nosotros, en Dios, somos lo permanente». En medio de nuestra debilidad -cualquiera que sea la forma en la que se presente- nos sentimos junto a Dios con una firmeza indestructible.
II. Los mayores obstáculos que el alma encuentra para seguir a Cristo y para ayudar a otros tienen su origen en el desordenado amor de sí mismo, que lleva unas veces a sobrevalorar las propias fuerzas y, otras, al desánimo y al desaliento, al ver los propios fallos y defectos. La soberbia se manifiesta frecuentemente en un monólogo interior, en el que los propios intereses se agrandan o desorbitan; el yo sale siempre enaltecido. En la conversación, el orgullo conduce al hombre a hablar de sí mismo y de sus propios asuntos y a buscar la estimación a toda costa. Algunos se empeñan en mantener su propia opinión, con razón y sin ella; no dejan pasar cualquier descuido ajeno sin corregirlo, y hacen difícil la convivencia. La forma más vil de resaltar la propia valía es aquella en la que se busca desacreditar a otros; a los orgullosos no les gusta escuchar alabanzas de los demás y están prontos a descubrir las deficiencias de quienes sobresalen. Tal vez su nota más característica estriba en que no pueden sufrir la contradicción o la corrección.
Quien está lleno de orgullo parece no necesitar mucho de Dios en sus trabajos, en sus quehaceres, incluso en su misma lucha ascética, por mejorar; exagera sus cualidades personales, cerrando los ojos para no ver sus defectos, y termina por considerar como una gran cualidad lo que en realidad es una desviación del buen criterio: se persuade, por ejemplo, de tener un espíritu amplio y generoso porque hace poco caso de las menudas obligaciones de cada día, y se olvida de que para ser fiel en lo mucho es necesario serlo en lo poco. Y llega por ese camino a creerse superior, rebajando injustamente las cualidades de otros que le superan en muchas virtudes.
San Bernardo señala diferentes manifestaciones progresivas de la soberbia: curiosidad -querer saberlo todo de todos-; frivolidad de espíritu, por falta de hondura en su oración y en su vida; alegría necia y fuera de lugar, que se alimenta frecuentemente de los defectos de otros, que ridiculiza; jactancia; afán de singularidad; arrogancia; presunción; no reconocer los propios fallos, aunque sean notorios; disimular las faltas en la Confesión...
El soberbio es poco amigo de conocer la auténtica realidad que anida en su corazón. Examinemos hoy en la oración si valoramos mucho la virtud de la humildad, si la pedimos al Señor con frecuencia, si nos sentimos constantemente necesitados de la ayuda de nuestro Padre Dios, en lo grande y en lo pequeño. Oh Dios -le decimos con el Salmista-, Tú eres mi Dios, te busco ansioso, en pos de Ti mi carne desfallece, tiene mi alma sed de Ti, como tierra seca, sedienta, sin agua. Puede servirnos de jaculatoria para repetir a lo largo de este día.
III. El olvido de sí es una condición indispensable para la santidad: sólo entonces podemos mirar a Dios como a nuestro Bien absoluto, y tenemos capacidad para preocuparnos de los demás. Junto a la oración, que es el primer medio que debemos poner siempre, hemos de ejercitarnos en esta virtud de la humildad; y esto en nuestros quehaceres, en la vida familiar, cuando estamos solos..., siempre. Procuremos no estar excesivamente pendientes de las cosas personales; la salud, el descanso, si nos estiman y aprecian, si nos tienen en cuenta... Procuremos hablar tan poco como sea posible de nosotros mismos, de los propios asuntos, de aquello que nos dejaría en buen lugar; evitemos la curiosidad, el afán de conocerlo todo y mostrar que se conoce; aceptemos la contradicción sin impaciencia, sin malhumor, ofreciéndola con alegría al Señor; procuremos no insistir sobre la propia opinión a no ser que la verdad o la justicia lo requieran, y entonces empleemos la moderación, pero también la firmeza; pasemos por alto los errores de otros, disculpándolos, y ayudémosles con caridad delicada a superarlos; aceptemos la corrección, aunque nos parezca injusta; cedamos en ocasiones a la voluntad de otros cuando no esté implicado el deber o la caridad; procuremos evitar siempre la ostentación de cualidades, bienes materiales, conocimientos...; aceptemos ser menospreciados, olvidados, no consultados en aquella materia en la que nos consideramos con más ciencia o con más experiencia; no busquemos ser estimados y admirados, rectificando la intención ante las alabanzas y los elogios. Sí debemos buscar mayor prestigio profesional, pero por Dios, no por orgullo ni por sobresalir.
Creceremos sobre todo en esta virtud cuando nos humillen y lo llevemos con alegría por Cristo, nos alegremos en el desprecio, seamos pacientes con los propios defectos, nos esforcemos en gloriarnos de las flaquezas junto al Sagrario, donde iremos a pedirle al Señor que nos dé su gracia y no nos abandone, y reconozcamos una vez más que no hay nada bueno en nosotros que no venga de Él, que lo personal es precisamente el obstáculo, lo que estorba para que el Espíritu Santo nos llene con sus dones. Aprenderemos a ser humildes frecuentando el trato con Jesús y con María. La meditación frecuente de la Pasión nos llevará a contemplar la figura de Cristo humillado y maltratado hasta el extremo por nosotros; ahí se encenderá nuestro amor y un vivo deseo de imitarle.
El ejemplo de nuestra Madre Santa María, Ancilla Domini, Esclava del Señor, nos moverá a vivir la virtud de la humildad. A ella acudimos al terminar nuestra oración, pues «es, al mismo tiempo, una madre de misericordia y de ternura, a la que nadie ha recurrido en vano; abandónate lleno de confianza en el seno materno; pídele que te alcance esta virtud que tanto apreció; no tengas miedo de no ser atendido, María la pedirá para ti de ese Dios que ensalza a los humildes y reduce a la nada a los soberbios; y como María es omnipotente cerca de su Hijo, será con toda seguridad oída».
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
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