(Cfr. www.almudi.org)
No tengáis miedo de las dudas; al contrario, las dudas son “vitaminas de la fe”, ayudan a robustecerla, a hacerla más fuerte, es decir, más consciente, la hacen crecer, la hacen más libre y más madura.
Queridos hermanos y hermanas: Kaliméra sas! [¡Buenos días!]. Os agradezco que hayáis venido hasta aquí, muchos desde lugares lejanos. Efcharistó! [¡Gracias!]. Estoy contento de encontrarme con vosotros al final de mi visita a Grecia, y aprovecho la ocasión para renovar mi gratitud por la acogida y por todo el trabajo que habéis llevado adelante para organizarla. Efcharistó!
Vuestros hermosos testimonios me han impresionado. Ya los había leído y retomo ahora con vosotros algunas partes.
Katerina, nos has hablado de tus recurrentes dudas de fe. Quisiera decirte a ti y a todos que no tengáis miedo de las dudas, porque no son faltas de fe. No tengáis miedo de las dudas; al contrario, las dudas son “vitaminas de la fe”, ayudan a robustecerla, a hacerla más fuerte, es decir, más consciente, la hacen crecer, la hacen más libre y más madura. La hacen más disponible a ponerse en camino, a seguir adelante cada día con humildad. Y la fe es precisamente eso, un camino cotidiano con Jesús que nos lleva de la mano, nos acompaña, nos alienta y, cuando caemos, vuelve a levantarnos; nunca se asusta. Es como una historia de amor, donde siempre se sigue adelante juntos, día tras día. Y como en una historia de amor, llegan momentos en los que es necesario interrogarse, hacerse preguntas. Y hace bien, hace crecer el nivel de la relación. Y eso es muy importante para vosotros, porque no podéis ir ciegos por el camino de la fe, no, sino que tenéis que dialogar con Dios, con la propia conciencia y con los demás.
Quisiera destacar un punto importante en la experiencia de Katerina. A veces, ante las incomprensiones o dificultades de la vida, en los momentos de soledad o desilusión, esa duda puede llamar a la puerta de nuestro corazón: “Quizá soy yo que no voy bien, tal vez estoy equivocado, estoy equivocada”. Amigos, es una tentación que hay que rechazar. El diablo nos mete esa duda en el corazón para caer en la tristeza. ¿Qué hay que hacer? ¿Qué hacer cuando una duda de ese tipo se vuelve sofocante y no nos deja en paz, cuando se pierde la confianza y no se sabe por dónde comenzar? Es necesario volver a encontrar el punto de partida. ¿Cuál? Para comprenderlo, pongámonos a la escucha de vuestra gran cultura clásica. ¿Sabéis cuál fue el punto de partida de la filosofía, y también del arte, de la cultura y de la ciencia? ¿Sabéis cuál? Todo comenzó por una chispa, por un descubrimiento que se expresa con una palabra magnífica: thaumàzein. Es el maravillarse, el asombro. Así comenzó la filosofía, de maravillarse frente a lo que es, ante nuestra existencia, la armonía de la creación y el misterio de la vida.
Pero el asombro no es sólo el comienzo de la filosofía, sino también el inicio de nuestra fe. El Evangelio nos dice muchas veces que cuando alguien encuentra a Jesús se asombra, siente admiración. En el encuentro con Dios está siempre ese estupor, que es el inicio del diálogo con Dios. Y eso es así porque tener fe no consiste principalmente en un conjunto de cosas por creer y de preceptos que cumplir. El corazón de la fe no es una idea, no es una moral; el corazón de la fe es una realidad, una realidad bellísima que no depende de nosotros y que nos deja con la boca abierta: ¡somos hijos amados de Dios! Ese es el corazón de la fe: ¡somos hijos amados de Dios! Hijos amados, tenemos un Padre que vela por nosotros y que nunca deja de amarnos. Reflexionemos: cualquier cosa que pienses o hagas, aunque sea lo peor, Dios sigue amándote. Yo quisiera que entendáis bien esto: Dios no se cansa de amar. Alguno puede decirme: “Pero si yo caigo en las cosas más feas, ¿Dios me ama?”. Dios te ama. “Y si yo soy un traidor, un pecador tremendo, y acabo mal, en la droga, ¿Dios me ama?”. Dios te ama. Dios ama siempre. No puede dejar de amar. Ama siempre y a pesar de todo, mira tu vida y la ve muy buena (cfr. Gn 1, 31). Nunca se arrepiente de nosotros. Si nos ponemos delante del espejo quizá no nos vemos como quisiéramos, porque corremos el riesgo de centrarnos en lo que no nos gusta. Pero si nos ponemos ante Dios la perspectiva cambia. No podemos más que asombrarnos de que seamos para Él, a pesar de todas nuestras debilidades y nuestros pecados, hijos amados desde siempre y para siempre. Entonces, más que comenzar la jornada frente al espejo, ¿por qué no abres la ventana de tu habitación y te detienes en todo, en todo lo hermoso que existe, en todo lo hermoso que ves? Sal de ti mismo. Queridos jóvenes, pensad que, si a nuestros ojos la creación es hermosa, a los ojos de Dios cada uno de vosotros es infinitamente hermoso. Él, dice la Escritura, “ha hecho de nosotros maravillas, maravillas admirables” (cfr. Sal 139, 14). Nosotros, para Dios, somos una maravilla admirable. Deja que ese asombro te invada. Déjate amar por quien siempre cree en ti, por quien te ama más de cuanto tú mismo puedas llegar a amarte. No es fácil comprender esta anchura, esta profundidad del amor, no es fácil entenderla, pero es así; basta dejarse mirar por la mirada de Dios.
Y cuando estéis decepcionados por algo que hayáis hecho, hay otro asombro que no tenéis que dejar escapar: el asombro del perdón. En esto quiero ser claro: Dios perdona siempre. Somos nosotros los que nos cansamos de pedir perdón, pero Él perdona siempre. Allí, en el perdón, se encuentra el rostro del Padre y la paz del corazón. Allí, Él nos restaura de nuevo, derrama su amor en un abrazo que vuelve a levantarnos, que desintegra el mal cometido y vuelve a hacer brillar la belleza incontenible que hay en nosotros, el ser sus hijos predilectos. No permitamos que la pereza, el miedo o la vergüenza nos roben el tesoro del perdón. ¡Dejemos que el amor de Dios nos asombre! Nos redescubriremos a nosotros mismos; no lo que dicen de nosotros o lo que la tensión del momento suscita en nosotros, no lo que los eslóganes publicitarios nos echan encima, sino nuestra verdad más profunda, la que ve Dios, aquella en la que Él cree: la belleza irrepetible que somos.
¿Recordáis la famosa inscripción a la entrada del templo de Delfos? γνθι σeαυτόν, «conócete a ti mismo». Hoy corremos el peligro de olvidarnos de lo que somos, obsesionados por miles de apariencias, por mensajes machacones que hacen depender la vida de la ropa que usamos, del automóvil que conducimos, del modo en que nos miran los demás. Pero aquella antigua invitación, conócete a ti mismo, vale todavía hoy. Reconoce que vales por lo que eres, no por lo que tienes. No vales por la marca de la ropa o por el calzado que llevas, sino porque eres único, eres única. Pienso en otra imagen antigua, la de las sirenas. Como Ulises en su itinerario de regreso a casa, también vosotros en la vida, que es un viaje audaz hacia la Casa del Padre, encontréis sirenas. En el mito atraían a los navegantes con su canto para hacerlos estrellar contra los arrecifes. En la realidad, las sirenas de hoy quieren hipnotizaros con mensajes seductores e insistentes, que apuntan a beneficios fáciles, a las falsas necesidades del consumismo, al culto del bienestar físico, a la diversión a toda costa. Son muchos fuegos artificiales, que brillan por un instante, y después sólo dejan humo en el aire. Yo os entiendo, resistir no es fácil. ¿Os acordáis cómo resistió Ulises, asediado por las sirenas? Se hizo atar al palo mayor del barco. Pero otro personaje, Orfeo, nos enseña un camino mejor: entonó una melodía más hermosa que la de las sirenas y así las hizo callar. ¡Por eso es importante alimentar el asombro, la belleza de la fe! No somos cristianos porque debemos, sino porque es hermoso. Y precisamente porque queremos proteger esta belleza decimos no a lo que quiere ensombrecerla. La alegría del Evangelio, el asombro que provoca Jesús hace que las renuncias y las fatigas pasen a un segundo plano. Entonces, ¿estamos de acuerdo? Recordad bien esto: ser cristiano no se trata fundamentalmente de hacer esto o aquello, de hacer cosas. Hay que hacer cosas, pero no es principalmente eso. Ser cristiano fundamentalmente es dejar que Dios te ame, y reconocer que ante el amor de Dios eres único, eres única.
Pasemos a otro capítulo. Los rostros de los demás. Ioanna, me gustó que, para hablarnos de tu vida, has hablado de los demás, sobre todo de las dos mujeres más importantes de tu vida, tu madre y tu abuela, que te “han enseñado a rezar, a agradecer cada día a Dios”. Así asimilaste la fe de manera natural, genuina. Y nos has dado un consejo que nos hace bien: que acudamos al Señor en cualquier circunstancia, “que le hablemos, que le confesemos nuestras preocupaciones”. De ese modo, Jesús se hizo familiar para ti. ¡Qué contento está cuando nos abrimos a Él! Así se conoce a Dios. Porque para conocerlo no basta tener ideas claras sobre Él –esa es una pequeña parte, pero no suficiente–, se necesita ir hacia Él con la vida. Tal vez este sea el motivo por el que tantos lo ignoran, porque sólo oyen predicaciones y discursos. En cambio, Jesús se transmite a través de rostros y personas concretas. Haced la prueba de releer los Hechos de los Apóstoles y veréis cuántas personas, rostros y encuentros; así conocieron a Jesús nuestros padres en la fe. Dios no nos da un catecismo en la mano, sino que se hace presente por medio de las historias de las personas. Pasa a través de nosotros. Dios no nos pone un libro en la mano para aprender cosas de memoria, no. Dios se hace entender con la cercanía, acompañándonos en el camino de la vida. Conocer a Jesús es justamente el núcleo de nuestra fe.
Precisamente en ese sentido, Ioanna, nos has contado acerca de una persona decisiva para ti, una religiosa que te mostró la alegría “de ver la vida como un servicio”. Subrayo esto: ver la vida como un servicio. Es verdad, servir a los demás es el camino para conquistar la alegría. Dedicarse a los demás no es de perdedores, es de vencedores; es el camino para hacer algo realmente nuevo en la historia. He sabido que en griego “joven” se dice “nuevo” y nuevo significa joven. El servicio es la novedad de Jesús; el servicio, dedicarse a los demás es la novedad que hace la vida siempre joven. ¿Quieres hacer algo nuevo en la vida? ¿Quieres rejuvenecer? No te contentes con publicar algún post o algún tuit. No te contentes con encuentros virtuales, busca los reales, sobre todo con quien te necesita; no busques la visibilidad, sino a los invisibles. Eso es original, eso es revolucionario. Salir de uno mismo para encontrar a los otros. Pero si tú vives prisionero de ti mismo, nunca encontrarás a los demás, nunca sabrás qué es servir. Servir es el gesto más bello, más grande de una persona, servir a los demás. Muchos hoy son “de redes sociales” pero “poco sociales”, encerrados en sí mismos, prisioneros del móvil que tienen entre manos. Pero en la pantalla falta el otro, faltan sus ojos, su respiración, sus manos. La pantalla se vuelve fácilmente un espejo, donde crees que estás frente al mundo, pero en realidad estás solo, en un mundo virtual lleno de apariencias, de fotos trucadas para parecer siempre guapos y en forma. ¡Qué bonito, en cambio, es estar con los demás, descubrir la novedad del otro, dialogar con el otro, cultivar la mística del conjunto, la alegría de compartir, el ardor de servir!
A este respecto, en el encuentro con los jóvenes en Eslovaquia, el pasado mes de septiembre, algunos jóvenes mostraban una pancarta interesante. Tenía sólo dos palabras: “Todos hermanos”. Me gustó. A menudo en los estadios, en las manifestaciones, en las calles se exponen pancartas para alentar la propia facción, las propias ideas, el propio equipo, los propios derechos. Pero la pancarta de esos jóvenes decía algo nuevo: que es hermoso sentirse hermanos y hermanas de todos, sentir que los demás forman parte de un nosotros, no gente de la que hay que tomar distancia. Estoy contento de veros todos juntos, unidos, aun proviniendo de países e historias tan distintas. ¡Soñad con la fraternidad!
En griego hay un refrán iluminador: o fílos ine állos eaftós, “el amigo es otro yo”. Sí, el otro es el camino para volver a encontrarse con uno mismo; no el espejo, sino el otro. Ciertamente, cuesta salir de las zonas de confort, es más fácil estar sentados en el sofá frente a la televisión. Pero eso es algo viejo, no es de jóvenes. Mira: un joven en el sofá, ¡qué cosa vieja! De jóvenes es reaccionar, abrirse cuando uno se siente solo, buscar a los demás cuando viene la tentación de cerrarse, entrenarse en esa “gimnasia del alma”. Aquí nacieron los eventos deportivos más grandes, las Olimpíadas, el maratón. Más allá del espíritu de lucha que hace bien al cuerpo, está lo que hace bien al alma: entrenarse para la apertura, recorrer largas distancias desde uno mismo para acortarlas con los demás, lanzar el corazón atravesando los obstáculos, cargar unos los pesos de los otros. Entrenarse en esto os hará felices, os mantendrá jóvenes y os hará sentir la aventura de vivir.
A propósito de aventura, Aboud, tu testimonio nos ha impactado: la huida, junto con los tuyos, de la amada y martirizada Siria, después de haber estado varias veces a punto de ser asesinados en la guerra. Y después de tantos “no” y miles de dificultades, llegasteis a este país del único modo posible, en barco, permaneciendo “en una roca sin agua y sin comida, esperando el amanecer y una nave de la guardia costera”: una verdadera odisea de nuestros días. Y me vino a la mente que, en la Odisea de Homero, el primer héroe que aparece no es Ulises, sino un joven, Telémaco, su hijo, que vivió una gran aventura. No había conocido a su padre y estaba angustiado, desalentado porque no sabía dónde se encontraba y ni siquiera si estaba vivo. Se sentía sin raíces y estaba ante una encrucijada: permanecer allí, a la espera, o hacer una locura y lanzarse a la búsqueda. Hay varias voces, entre ellas la de la divinidad, que lo animaban a ser valiente y partir. Y lo hace, se levanta, prepara el barco a escondidas y rápidamente, al despuntar el sol, sale a la aventura. El sentido de la vida no es quedarse en la playa esperando que el viento traiga novedades. La salvación está en mar abierto, en el impulso, en seguir los sueños, los verdaderos, los que se sueñan con los ojos abiertos, que comportan esfuerzo, lucha, vientos contrarios, borrascas repentinas. Por favor, no hay que dejarse paralizar por el miedo, ¡soñad en grande! ¡Y soñad juntos! Como pasó con Telémaco, habrá quien intente deteneros. Habrá siempre alguien que os dirá: “Déjalo, no te arriesgues, es inútil”. Esos son los anuladores de sueños, los sicarios de la esperanza, los incurables nostálgicos del pasado.
Vosotros, en cambio, por favor, alimentad la valentía de la esperanza, la que has tenido tú, Aboud. ¿Cómo se hace? Por medio de las decisiones. Elegir es un desafío, es afrontar el miedo a lo desconocido, es salir del pantano de la aprobación, es decidirse a tomar la vida entre manos. Para tomar decisiones adecuadas, podéis recordar una cosa: las buenas decisiones incluyen siempre a los demás, no sólo a uno mismo. Esas son las decisiones por las que vale la pena arriesgarse, los sueños que hay que realizar; los que requieren valentía e implican a los demás.
Y, al despedirme de vosotros, os deseo la valentía de seguir adelante, la valentía de arriesgar, la valentía de no quedarse en el sofá. El coraje de arriesgar, de ir al encuentro de los otros, nunca aislados, siempre con los demás. Y con esa valentía, cada uno se encontrará a sí mismo, encontrará a los otros y hallará el sentido de la vida. Os deseo esto, con la ayuda de Dios, que os ama a todos. Dios os ama, sed valientes, ¡seguid adelante! Brostà, óli masí! [¡Adelante, todos juntos!]
P.P. Francisco, en vaticannews.va/es
No hay comentarios:
Publicar un comentario