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El Buen Pastor. Amor al Papa
“En aquel tiempo dijo Jesús a los fariseos: -Yo soy el buen Pastor. El buen pastor da la vida por las ovejas; el asalariado que no es pastor ni dueño de las ovejas, ve venir al lobo, abandona las ovejas y huye; y el lobo hace estragos y las dispersa; y es que a un asalariado no le importan las ovejas. Yo soy el buen Pastor, que conozco a las mías y las mías me conocen, igual que el Padre me conoce y yo conozco al Padre; yo doy mi vida por las ovejas. Tengo, además, otras ovejas que no son de este redil; también a ésas las tengo que traer, y escucharán mi voz y habrá un solo rebaño, un solo Pastor. Por eso me ama el Padre: porque yo entrego mi vida para poder recuperarla. Nadie me la quita, sino que yo la entrego libremente. Tengo poder para quitarla y tengo poder para recuperarla. Este mandato he recibido del Padre” (Juan 10,11-18).
I. Ha resucitado el buen Pastor que dio la vida por sus ovejas, y se dignó morir por su grey. Aleluya.
La
figura del buen Pastor determina la liturgia de este domingo. El
sacrificio del Pastor ha dado la vida a las ovejas y las ha devuelto al
redil. Años más tarde, San Pedro afianzaba a los cristianos en la fe
recordándoles en medio de la persecución lo que Cristo había hecho y
sufrido por ellos: por sus heridas habéis sido curados. Porque erais
como ovejas descarriadas; mas ahora os habéis vuelto al pastor y
guardián de vuestras almas. Por eso la Iglesia entera se llena de gozo
inmenso de la resurrección de Jesucristo y le pide a Dios Padre que el
débil rebaño de tu Hijo tenga parte en la admirable victoria de su
Pastor.
Los primeros cristianos manifestaron una entrañable
predilección por la imagen del Buen Pastor, de la que nos han quedado
innumerables testimonios en pinturas murales, relieves, dibujos que
acompañan epitafios, mosaicos y esculturas, en las catacumbas y en los
más venerables edificios de la antigüedad. La liturgia de este domingo
nos invita a meditar en la misericordiosa ternura de nuestro Salvador,
para que reconozcamos los derechos que con su muerte ha adquirido sobre
cada uno de nosotros. También es una buena ocasión para llevar a nuestra
oración personal nuestro amor a los buenos pastores que Él dejó en su
nombre para guiarnos y guardarnos.
En el Antiguo Testamento se habla
frecuentemente del Mesías como del buen Pastor que habría de alimentar,
regir y gobernar al pueblo de Dios, frecuentemente abandonado y
disperso. En Jesús se cumplen las profecías del Pastor esperado, con
nuevas características. Él es el buen Pastor que da la vida por sus
ovejas y establece pastores que continúen su misión. Frente a los
ladrones, que buscan su interés y pierden el rebaño, Jesús es la puerta
de salvación; quien pasa por ella encontrará pastos abundantes. Existe
una tierna relación personal entre Jesús, buen Pastor, y sus ovejas:
llama a cada una por su nombre; va delante de ellas; las ovejas le
siguen porque conocen su voz... Es el pastor único que forma un solo
rebaño protegido por el amor del Padre. Es el pastor supremo.
En su
última aparición, poco antes de la Ascensión, Cristo resucitado
constituye a Pedro pastor de su rebaño, guía de la Iglesia. Se cumple
entonces la promesa que le hiciera poco antes de la Pasión: pero yo he
rogado por ti para que no desfallezca tu fe, y tú, una vez convertido,
confirma a tus hermanos. A continuación le profetiza que, como buen
pastor, también morirá por su rebaño.
Cristo confía en Pedro, a pesar
de las negaciones. Sólo le pregunta si le ama, tantas veces cuantas
habían sido las negaciones. El Señor no tiene inconveniente en confiar
su Iglesia a un hombre con flaquezas, pero que se arrepiente y ama con
obras.
Pedro se entristeció porque le preguntó por tercera vez si le
amaba, y le respondió: Señor, tú lo sabes todo. Tú sabes que te amo. Le
dijo Jesús: Apacienta mis ovejas.
La imagen del pastor que Jesús se
había aplicado a sí mismo pasa a Pedro: él ha de continuar la misión del
Señor, ser su representante en la tierra.
Las palabras de Jesús a
Pedro -apacienta mis corderos, apacienta mis ovejas- indican que la
misión de Pedro será la de guardar todo el rebaño del Señor, sin
excepción. Y «apacentar» equivale a dirigir y gobernar. Pedro queda
constituido pastor y guía de la Iglesia entera. Como señala el Concilio
Vaticano II, Jesucristo «puso al frente de los demás Apóstoles al
bienaventurado Pedro e instituyó en la persona del mismo el principio y
fundamento, perpetuo y visible, de la unidad de fe y de comunión».
Donde está Pedro se encuentra la Iglesia de Cristo. Junto a él conocemos con certeza el camino que conduce a la salvación.
II. Sobre el primado de Pedro -la roca-
estará asentado, hasta el fin del mundo, el edificio de la Iglesia. La
figura de Pedro se agranda de modo inconmensurable, porque realmente el
fundamento de la Iglesia es Cristo, y, desde ahora, en su lugar estará
Pedro. De aquí que el nombre posterior que reciban sus sucesores será el
de Vicario de Cristo, es decir, el que hace las veces de Cristo.
Pedro
es la firme seguridad de la Iglesia frente a todas las tempestades que
ha sufrido y padecerá a lo largo de los siglos. El fundamento que le
proporciona y la vigilancia que ejerce sobre ella como buen pastor son
la garantía de que saldrá victoriosa a pesar de que estará sometida a
pruebas y tentaciones. Pedro morirá unos años más tarde, pero su oficio
de pastor supremo «es preciso que dure eternamente por obra del Señor,
para perpetua salud y bien perenne de la Iglesia, que, fundada sobre
roca, debe permanecer firme hasta la consumación de los siglos».
El
amor al Papa se remonta a los mismos comienzos de la Iglesia. Los Hechos
de los Apóstoles nos narran la conmovedora actitud de los primeros
cristianos, cuando San Pedro es encarcelado por Herodes Agripa, que
espera darle muerte después de la fiesta de Pascua. Mientras tanto la
Iglesia rogaba incesantemente por él a Dios. «Observad los sentimientos
de los fieles hacia sus pastores -dice San Crisóstomo-. No recurren a
disturbios ni a rebeldía, sino a la oración, que es el remedio
invencible. No dicen: como somos hombres sin poder alguno, es inútil que
oremos por él. Rezaban por amor y no pensaban nada semejante».
Debemos
rezar mucho por el Papa, que lleva sobre sus hombros el grave peso de
la Iglesia, y por sus intenciones. Quizá podemos hacerlo con las
palabras de esta oración litúrgica: Dominus conservet eum, et vivificet
eum, et beatum faciat eum in terra, et non tradat eum in animam
inimicorum eius: Que el Señor le guarde, y le dé vida, y le haga feliz
en la tierra, y no le entregue en poder de sus enemigos. Todos los días
sube hacia Dios un clamor de la Iglesia entera rogando «con él y por él»
en todas partes del mundo. No se celebra ninguna Misa sin que se
mencione su nombre y pidamos por su persona y por sus intenciones. El
Señor verá también con mucho agrado que nos acordemos a lo largo del día
de ofrecer oraciones, horas de trabajo o de estudio, y alguna
mortificación por su Vicario aquí en la tierra.
«Gracias, Dios mío,
por el amor al Papa que has puesto en mi corazón»: ojalá podamos decir
esto cada día con más motivo. Este amor y veneración por el Romano
Pontífice es uno de los grandes dones que el Señor nos ha dejado.
III. Junto a nuestra oración, nuestro
amor y nuestro respeto para quien hace las veces de Cristo en la tierra.
«El amor al Romano Pontífice ha de ser en nosotros una hermosa pasión,
porque en él vemos a Cristo». Por esto, «no cederemos a la tentación,
demasiado fácil, de oponer un Papa a otro, para no otorgar nuestra
confianza sino a aquel cuyos actos respondan mejor a nuestras
inclinaciones personales. No seremos de aquellos que añoran al Papa de
ayer o que esperan al de mañana para dispensarse de obedecer al jefe de
hoy. Leed los textos del ceremonial de la coronación de los pontífices y
notaréis que ninguno confiere al elegido por el cónclave los poderes de
su dignidad. El sucesor de Pedro tiene esos poderes directamente de
Cristo. Cuando hablemos del sumo Pontífice eliminemos de nuestro
vocabulario, por consiguiente, las expresiones tomadas de las asambleas
parlamentarias o de la polémica de los periódicos y no permitamos que
hombres extraños a nuestra fe se cuiden de revelarnos el prestigio que
tiene sobre el mundo el jefe de la Cristiandad».
Y no habría respeto y
amor verdadero al Papa si no hubiera una obediencia fiel, interna y
externa, a sus enseñanzas y a su doctrina. Los buenos hijos escuchan con
veneración aun los simples consejos del Padre común y procuran ponerlos
sinceramente en práctica.
En el Papa debemos ver a quien está en
lugar de Cristo en el mundo: al «dulce Cristo en la tierra», como solía
decir Santa Catalina de Siena; y amarle y escucharle, porque en su voz
está la verdad. Haremos que sus palabras lleguen a todos los rincones
del mundo, sin deformaciones, para que, lo mismo que cuando Cristo
andaba sobre la tierra, muchos desorientados por la ignorancia y el
error descubran la verdad y muchos afligidos recobren la esperanza. Dar a
conocer sus enseñanzas es parte de la tarea apostólica del cristiano.
Al
Papa pueden aplicarse aquellas mismas palabras de Jesús: Si alguno está
unido a mí, ése lleva mucho fruto, porque sin mí no podéis hacer nada.
Sin esa unión todos los frutos serían aparentes y vacíos y, en muchos
casos, amargos y dañosos para todo el Cuerpo Místico de Cristo. Por el
contrario, si estamos muy unidos al Papa, no nos faltarán motivos, ante
la tarea que nos espera, para el optimismo que reflejan estas palabras
de Mons. Escrivá de Balaguer: «Gozosamente te bendigo, hijo, por esa fe
en tu misión de apóstol que te llevó a escribir: "No cabe duda: el
porvenir es seguro, quizá a pesar de nosotros. Pero es menester que
seamos una sola cosa con la Cabeza -«ut omnes unum sint!»- por la
oración y por el sacrificio"».
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