(Cfr. www.almudi.org)
La alegría en la cruz
«Y al pasar vio Jesús a un hombre ciego de nacimiento. Y le preguntaron sus discípulos: Rabbí, ¿quién pecó, éste o sus padres, para que naciera ciego? Respondió Jesús: Ni pecó éste ni sus padres, sino que aso ha ocurrido para que las obras de Dios se manifiesten en él. Es necesario que nosotros hagamos las obras del que me ha enviado mientras es de día, pues llega la noche cuando nadie puede trabajar. Mientras estoy en el mundo soy luz del mundo. Dicho esto, escupió en el suelo, hizo lodo con la saliva, aplicó el lodo en sus ojos y le dijo: Anda, lávate en la piscina de Siloé, que significa enviado. Fue, pues, se lavó y volvió con vista. Los vecinos y los que le habían visto antes cuando era mendigo decían: ¿No es éste el que estaba sentado y pedía limosna? Unos decían: Es él. Otros en cambio: De ningún modo, sino que se le parece. El decía: Soy yo. Entonces le preguntaban: ¿Cómo se te abrieron los ojos? El respondió: Ese hombre que se llama Jesús hizo lodo, me untó los ojos y me dijo: Ve a Siloé y lávate. Entonces fui, me lavé y comencé a ver. Le dijeron: ¿Dónde está ése? El respondió: No lo sé. Llevaron ante los fariseos al que había sido ciego. Era sábado el día en que Jesús hizo lodo y le abrió los ojos. Y le preguntaban de nuevo los fariseos cómo había comenzado a ver. El les respondió: Me puso lodo en los ojos, me lavé y veo. Entonces algunos de los fariseos decían: Ese hombre no es de Dios, ya que no guarda el sábado. Pero otros decían: ¿Cómo puede un hombre pecador hacer tales prodigios? Y había división entre ellos. Dijeron, pues, otra vez al ciego: ¿Tú qué dices de él, puesto que te ha abierto los ojos? Respondió: Que es un profeta. No creyeron los judíos que aquel hombre habiendo sido ciego hubiera llegado a ver, hasta que llamaron a los padres del que había recibido la vista, y les preguntaron: ¿Es éste vuestro hijo del que decís que ha nacido ciego? ¿Entonces cómo es que ahora ve? Respondió sus padres: Sabemos que éste es nuestro hijo y que nació ciego; pero cómo es que ahora ve, no lo sabemos; o quién le abrió los ojos, nosotros no lo sabemos. Preguntadle a él, que edad tiene, él dará razón de sí mismo. Sus padres dijeron esto pues temían a los judíos, porque ya habían acordado que si alguien confesaba que él era el Cristo fuese expulsado de la sinagoga. Por eso sus padres dijeron: Edad tiene, preguntadle a él. Llamaron, pues, por segunda vez al hombre que había sido ciego y le dijeron: Da gloria a Dios; nosotros sabemos que ese hombre es un pecador. El les contestó: Si es un pecador yo no lo sé. Sólo sé una cosa, que siendo ciego, ahora veo. Entonces le dijeron: ¿Qué te hizo? ¿Cómo te abrió los ojos? Les respondió: Y a os lo dije y no lo escuchasteis, ¿por qué lo queréis oír de nuevo? ¿Es que también vosotros queréis haceros discípulos suyos? Ellos le insultaron y le dijeron: Tú serás discípulo suyo; nosotros somos discípulos de Moisés. Sabemos que Dios habló a Moisés, pero ése no sabemos de dónde es. Aquel hombre les respondió: Esto es precisamente lo admirable, que vosotros no sepáis de dónde es y que me abriera los ojos. Sabemos que Dios no escucha a los pecadores, sino que si uno honra a Dios y hace su voluntad, a éste le escucha. Jamás se ha oído decir que alguien haya abierto los ojos a un ciego de nacimiento. Si ése no fuera de Dios no hubiera podido hacer nada. Ellos respondieron: Has nacido empecatado y ¿nos vas a enseñar tú a nosotros? Y lo echaron fuera. Oyó Jesús que lo había echado fuera, y encontrándose con él le dijo: ¿Crees tú en el Hijo del Hombre? El respondió: ¿Y quién es, Señor, para que crea en él? Le dijo Jesús: Lo has visto; el que habla contigo, ése es. Y él exclamó: Creo, Señor. Y se postró ante él. Dijo Jesús: Yo he venido a este mundo para un juicio, para que los que no ven vean, y los que ven se vuelvan ciegos. Oyeron esto algunos de los fariseos que estaban con él y dijeron: ¿Acaso nosotros también somos ciegos? Les dijo Jesús: si fuerais ciegos no tendríais pecado, pero ahora decís: Vemos; por eso vuestro pecado permanece.» (Jn 9, 1-41)
I. Alégrate, Jerusalén; alegraos con ella todos los que la amáis, gozaos de su alegría..., rezamos en la Antífona de entrada de la Misa: Laetare, Ierusalem...
La alegría es una característica esencial del cristiano, y la Iglesia no deja de recordárnoslo en este tiempo litúrgico para que no olvidemos que debe estar presente en todos los momentos de nuestra vida. Existe una alegría que se pone de relieve en la esperanza del Adviento, otra viva y radiante en el tiempo de Navidad; más tarde, la alegría de estar junto a Cristo resucitado; hoy, ya avanzada la Cuaresma, meditamos la alegría de la Cruz. Es siempre el mismo gozo de estar junto a Cristo: «sólo de Él, cada uno de nosotros puede decir con plena verdad, junto con San Pablo: Me amó y se entregó por mí (Gal 2, 20). De ahí debe partir vuestra alegría más profunda, de ahí ha de venir también vuestra fuerza y vuestro sostén. Si vosotros, por desgracia, debéis encontrar amarguras, padecer sufrimientos, experimentar incomprensiones y hasta caer en pecado, que rápidamente vuestro pensamiento se dirija hacia Aquel que os ama siempre y que con su amor ilimitado, como de Dios, hace superar toda prueba, llena todos nuestros vacíos, perdona todos nuestros pecados y empuja con entusiasmo hacia un camino nuevamente seguro y alegre».
Este domingo es tradicionalmente conocido con el nombre de Domingo "Laetare", por la primera palabra de la Antífona de entrada. La severidad de la liturgia cuaresmal se ve interrumpida en este domingo que nos habla de alegría. Hoy está permitido que -si se dispone de ellos- los ornamentos del sacerdote sean color rosa en vez de morados, y que pueda adornarse el altar con flores, cosa que no se hace los demás días de Cuaresma.
La Iglesia quiere recordarnos así que la alegría es perfectamente compatible con la mortificación y el dolor. Lo que se opone a la alegría es la tristeza, no la penitencia. Viviendo con hondura este tiempo litúrgico que lleva hacia la Pasión -y por tanto hacia el dolor-, comprendemos que acercarnos a la Cruz significa también que el momento de nuestra Redención se acerca, está cada vez más próximo, y por eso la Iglesia y cada uno de sus hijos se llenan de alegría: Laetare, alégrate, Jerusalén, y alegraos con ella todos los que la amáis .
La mortificación que estaremos viviendo estos días no debe ensombrecer nuestra alegría interior, sino todo lo contrario: debe hacerla crecer, porque nuestra Redención se acerca, el derroche de amor por los hombres que es la Pasión se aproxima, el gozo de la Pascua es inminente. Por eso queremos estar muy unidos al Señor, para que también en nuestra vida se repita, una vez más, el mismo proceso: llegar, por su Pasión y su Cruz, ala gloria y a la alegría de su Resurrección.
II. Alegraos siempre en el Señor, otra vez os digo: alegraos. Con una alegría que es equivalente a felicidad, a gozo interior, y que lógicamente también se manifiesta en el exterior de la persona.
«Como es sabido, existen diversos grados de esta "felicidad". Su expresión más noble es la alegría o "felicidad" en sentido estricto, cuando el hombre, a nivel de sus facultades superiores, encuentra la satisfacción en la posesión de un bien conocido y amado (...). Con mayor razón conoce la alegría y felicidad espiritual cuando su espíritu entra en posesión de Dios, conocido y amado como bien supremo e inmutable». Y continúa diciendo Pablo VI: «La sociedad tecnológica ha logrado multiplicar las ocasiones de placer, pero encuentra muy difícil engendrar la alegría. Porque la alegría tiene otro origen: es espiritual. El dinero, el "confort", la higiene, la seguridad material, no faltan con frecuencia; sin embargo, el tedio, la aflicción, la tristeza, forman parte, por desgracia, de la vida de muchos».
El cristiano entiende perfectamente estas ideas expresadas por el Romano Pontífice. Y sabe que la alegría surge de un corazón que se siente amado por Dios y que a su vez ama con locura al Señor. Un corazón que se esfuerza además para que ese amor a Dios se traduzca en obras, porque sabe -con el refrán castellano- que «obras son amores y no buenas razones». Un corazón que está en unión y en paz con Dios, pues, aunque se sabe pecador, acude a la fuente del perdón: Cristo en el sacramento de la Penitencia.
Al ofrecerte, Señor, en la celebración gozosa del domingo, los dones que nos traen la salvación, te rogamos nos ayudes... Los sufrimientos y las tribulaciones acompañan a todo hombre en la tierra, pero el sufrimiento, por sí solo, no transforma ni purifica; incluso puede ser causa de rebeldía y de desamor. Algunos cristianos se separan del Maestro cuando llegan hasta la Cruz, porque ellos esperan la felicidad puramente humana, libre de dolor y acompañada de bienes naturales.
El Señor nos pide que perdamos el miedo al dolor, a las tribulaciones, y nos unamos a Él, que nos espera en la Cruz. Nuestra alma quedará más purificada, nuestro amor más firme. Entonces comprenderemos que la alegría está muy cerca de la Cruz. Es más, que nunca seremos felices si no nos unimos a Cristo en la Cruz, y que nunca sabremos amar si a la vez no amamos el sacrificio. Esas tribulaciones, que con la sola razón parecen injustas y sin sentido, son necesarias para nuestra santidad personal y para la salvación de muchas almas. En el misterio de la corredención, nuestro dolor, unido a los sufrimientos de Cristo, adquiere un valor incomparable para toda la Iglesia y para la humanidad entera. El Señor nos hacer ver, si acudimos a Él con humildad, que todo -incluso aquello que tiene menos explicación humana- concurre para el bien de los que aman a Dios. El dolor, cuando se le da su sentido, cuando sirve para amar más, produce una íntima paz y una profunda alegría. Por eso, el Señor en muchas ocasiones bendice con la Cruz.
Así hemos de recorrer «el camino de la entrega: la Cruz a cuestas, con una sonrisa en tus labios, con una luz en tu alma».
III. El cristiano se da a Dios y a los demás, se mortifica y se exige, soporta las contrariedades... y todo eso lo hace con alegría, porque entiende que esas cosas pierden mucho de su valor si las hace a regañadientes: Dios ama al que da con alegría. No nos tiene que sorprender que la mortificación y la penitencia nos cuesten; lo importante es que sepamos encaminarnos hacia ellas con decisión, con la alegría de agradar a Dios, que nos ve. «"¿Contento?" -Me dejó pensativo la pregunta.
»-No se han inventado todavía las palabras, para expresar todo lo que se siente -en el corazón y en la voluntad- al saberse hijo de Dios». Quien se siente hijo de Dios, es lógico que experimente ese gozo interior.
La experiencia que nos transmiten los santos es unánime en este sentido. Bastaría recordar la confidencia que hace el apóstol San Pablo a los de Corinto: ... estoy lleno de consuelo, reboso de gozo en todas nuestras tribulaciones. Y conviene recordar que la vida de San Pablo no fue fácil ni cómoda: Cinco veces recibí de los judíos cuarenta azotes menos uno; tres veces fui azotado con varas; una vez fui lapidado; tres veces naufragué; un día y una noche pasé náufrago en alta mar; en mis frecuentes viajes sufrí peligros de ríos, peligros de ladrones, peligros de los de mi raza, peligros de los gentiles, peligros en ciudad, peligros en despoblado, peligros en el mar, peligros entre falsos hermanos; trabajos y fatigas, frecuentes vigilias, con hambre y sed, en frecuentes ayunos, con frío y desnudez. Pues bien, con todo lo que acaba de enumerar, San Pablo es veraz cuando nos dice: estoy lleno de consuelo, reboso de gozo en todas nuestras tribulaciones. Tenemos cerca la Semana Santa y la Pascua, y por tanto el perdón, la misericordia, la compasión divina, la sobreabundancia de la gracia. Unas jornadas más, y el misterio de nuestra salud quedará consumado. Si alguna vez hemos tenido miedo a la penitencia, a la expiación, llenémonos de valor, pensando en que el tiempo es breve y el premio grande, sin proporción con la pequeñez de nuestro esfuerzo. Sigamos con alegría a Jesús, hasta Jerusalén, hasta el Calvario, hasta la Cruz. Además, «¿no es verdad que en cuanto dejas de tener miedo a la Cruz, a eso que la gente llama cruz, cuando pones tu voluntad en aceptar la Voluntad divina, eres feliz, y se pasan todas las preocupaciones, los sufrimientos físicos o morales?».
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
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