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Tratar bien a todos
«Habéis
oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pero yo
os digo: Amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persigan, para
que seáis hijos de vuestro Padre que está en los Cielos, que hace salir
su sol sobre buenos y malos, y hace llover sobre justos y pecadores.
Porque si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? ¿Acaso no hacen
eso también los publicanos? Y si saludáis solamente a vuestros hermanos,
¿qué hacéis de más? ¿Acaso no hacen eso también los paganos? Sed, pues,
perfectos como vuestro Padre Celestial es perfecto.» (Mateo 5, 38-48)
I. Habéis oído que se dijo: Ojo por ojo y
diente por diente. Pero yo os digo... al que quiera entrar en pleito
contigo para quitarte la túnica, déjale también la capa; a quien te
fuerce a andar una milla, ve con él dos... Son palabras de Jesús en el
Evangelio de la Misa, que nos invitan a vivir la caridad más allá de los
criterios de los hombres. Ciertamente, en el trato con los demás no
podemos ser ingenuos y hemos de vivir la justicia -también para exigir
los propios derechos- y la prudencia, pero no debe parecernos excesiva
cualquier renuncia o sacrificio en bien de otros. Así nos asemejamos a
Cristo que, con su muerte en la Cruz, nos dio un ejemplo de amor por
encima de toda medida humana.
Nada tiene el hombre tan divino -tan de
Cristo- como la mansedumbre y la paciencia para hacer el bien.
«Busquemos aquellas virtudes -nos aconseja San Juan Crisóstomo- que,
junto con nuestra salvación, aprovechan principalmente al prójimo... En
lo terreno, nadie vive para sí mismo; el artesano, el soldado, el
labrador, el comerciante, todos sin excepción contribuyen al bien común y
al provecho del prójimo. Con mayor razón en lo espiritual, porque éste
es el vivir verdadero. El que sólo vive para sí y desprecia a los demás
es un ser inútil, no es hombre, no pertenece a nuestro linaje».
Las
múltiples llamadas del Señor -y especialmente su mandamiento nuevo- para
vivir en todo momento la caridad han de estimularnos a seguirle de
cerca con hechos concretos, buscando la ocasión de ser útiles, de
proporcionar alegrías a quienes están a nuestro lado, sabiendo que nunca
adelantaremos lo suficiente en esta virtud. En la mayoría de los casos
se concretará sólo en pequeños detalles, en algo tan simple como una
sonrisa, una palabra de aliento, un gesto amable... Todo esto es grande a
los ojos de Dios, y nos acerca mucho a Él. Al mismo tiempo,
consideramos hoy en nuestra oración todos esos aspectos en los que, si
no estamos vigilantes, sería fácil faltar a la caridad: juicios
precipitados, crítica negativa, falta de consideración con las personas
por ir demasiado ocupados en algún asunto propio, olvidos... No es norma
del cristiano el ojo por ojo y diente por diente, sino la de hacer
continuamente el bien, aunque, en ocasiones, no obtengamos aquí en la
tierra ningún provecho humano. Siempre se habrá enriquecido nuestro
corazón.
La caridad nos lleva a comprender, a disculpar, a convivir
con todos, de modo que «quienes sienten u obran de modo distinto al
nuestro en materia social, política e incluso religiosa deben ser
también objeto de nuestro respeto y de nuestro aprecio (...).
»Esta
caridad y esta benignidad en modo alguno deben convertirse en
indiferencia ante la verdad y el bien. Más aún, la propia caridad exige
el anuncio a todos los hombres de la verdad que salva. Pero es necesario
distinguir entre el error, que siempre debe ser rechazado, y el hombre
que yerra, el cual conserva la dignidad de la persona incluso cuando
está desviado por ideas falsas o insuficientes en materia religiosa».
«Un discípulo de Cristo jamás tratará mal a persona alguna; al error le
llama error, pero al que está equivocado le debe corregir con afecto; si
no, no le podrá ayudar, no le podrá santificar», y ésa es la mayor
muestra de amor y de caridad.
II. El precepto de la caridad no se
extiende sólo a quienes nos quieren y nos tratan bien, sino a todos,
sin excepción. Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y
aborrecerás a tu enemigo. Yo, en cambio, os digo: Amad a vuestros
enemigos, haced el bien a los que os aborrecen y rezad por los que os
persiguen y calumnian. También, si alguna vez nos sucede, debemos vivir
la caridad con quienes nos hacen mal, con los que nos difaman y quitan
la honra, con quienes buscan positivamente perjudicarnos. El Señor nos
dio ejemplo en la Cruz, y el mismo camino del Maestro siguieron sus
discípulos. Él nos enseñó a no tener enemigos personales -como han
atestiguado con heroísmo los santos de todas las épocas- y a considerar
el pecado como el único mal verdadero. La caridad adquirirá diversas
manifestaciones que no están reñidas con la prudencia y la defensa
justa, con la proclamación de la verdad ante la difamación, y con la
firmeza en defensa del bien y de los legítimos intereses propios o del
prójimo, y de los derechos de la Iglesia. Pero el cristiano ha de tener
siempre un corazón grande para respetar a todos, incluso a los que se
manifiestan como enemigos, «no porque son hermanos -señala San Agustín-,
sino para que lo sean; para andar siempre con amor fraterno hacia el
que ya es hermano y hacia el que se manifiesta como enemigo, para que
venga a ser hermano».
Esta manera de actuar, que supone una honda
vida de oración, nos distingue claramente de los paganos y de quienes de
hecho no quieren vivir como discípulos de Cristo. Porque si amáis a los
que os aman, ¿qué premio tendréis? ¿No hacen lo mismo los publicanos? Y
si saludáis sólo a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de extraordinario?
¿No hacen también lo mismo los paganos? La fe cristiana pide no sólo un
comportamiento humano recto, sino virtudes heroicas, que se ponen de
manifiesto en el vivir ordinario.
También, con la ayuda de la gracia,
viviremos la caridad con quienes no se comportan como hijos de Dios,
con los que le ofenden, porque «ningún pecador, en cuanto tal, es digno
de amor; pero todo hombre, en cuanto tal, es amable por Dios». Todos
siguen siendo hijos de Dios y capaces de convertirse y alcanzar la
gloria eterna. La caridad nos impulsará a la oración, a la ejemplaridad,
al apostolado, a la corrección fraterna, confiando en que todo hombre
es capaz de rectificar sus errores. Si alguna vez son particularmente
dolorosas las ofensas, las injurias, las calumnias, pediremos ayuda a
Nuestra Señora, a la que, en muchas ocasiones, hemos contemplado al pie
de la Cruz, sintiendo muy de cerca aquellas infamias contra su Hijo: y
gran parte de aquellas injurias, no lo olvidemos, eran nuestras. Nos
dolerán más por la ofensa a Dios que significan, y por el daño que
pueden causar a otras personas, y nos moverán a desagraviar al Señor y a
repararen lo que esté en nuestras manos.
III. El corazón del
cristiano ha de ser grande. Evidentemente, su caridad debe ser ordenada
y, en consecuencia, ha de comenzar a vivirla con los más próximos, con
aquellas personas que, por voluntad de Dios, están a su alrededor; sin
embargo, nuestro aprecio y afecto nunca puede ser excluyente o limitarse
a ámbitos reducidos. No quiere el Señor un apostolado de tan cortos
horizontes.
La unión con Dios que procuramos hacer fructificar con su
gracia en nuestra conducta nos debe llevar a tener presente la
dimensión entrañablemente humana del apostolado. La actitud del
cristiano, su convivencia con todos, debe parecerse a un generoso caudal
de cariño sobrenatural y cordialidad humana, procurando superar la
tendencia al egoísmo, a quedarse en sus cosas.
En nuestra oración
personal pedimos al Señor que nos ensanche el corazón; que nos ayude a
ofrecer sinceramente a más personas nuestra amistad; que nos impulse a
hacer apostolado con cada uno, aunque no seamos correspondidos, aunque
sea necesario a menudo enterrar nuestro propio yo, ceder en el propio
punto de vista o en un gusto personal. La amistad leal incluye un
esfuerzo positivo -que mantendremos en el trato asiduo con Jesucristo-
«por comprender las convicciones de nuestros amigos, aunque no lleguemos
a compartirlas, ni a aceptarlas» porque no puedan conciliarse con
nuestras convicciones de cristianos.
El Señor no deja de perdonar
nuestras ofensas siempre que volvemos a Él movidos por su gracia; tiene
paciencia infinita con nuestras mezquindades y errores; por eso, nos
pide -así nos lo ha enseñado en el Padrenuestro de modo expreso- que
tengamos paciencia ante situaciones y circunstancias que dificultan
acercarse a Dios a personas, conocidos o amigos, que encontramos a
nuestro paso. La falta de formación y la ignorancia de la doctrina, los
defectos patentes, incluso una aparente indiferencia, no han de
apartarnos de esas personas, sino que han de ser para nosotros llamadas
positivas, apremiantes, luces que señalan una mayor necesidad de ayuda
espiritual en quienes los padecen: han de ser estímulo para intensificar
nuestro interés por ellos, por cada uno. Nunca motivo para alejarnos.
Formulemos
un propósito concreto que nos acerque a los parientes, amigos y
conocidos que más lo necesitan, y pidamos gracias a la Santísima Virgen
para llevarlo a cabo.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
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