(Cfr. www.almudi.org)
La belleza nos eleva más allá de nosotros mismos y por ello puede convertirse en un camino hacia lo trascendente, hacia el misterio último, hacia Dios
En este segundo domingo de Pascua, quiero ofreceros una breve reflexión sobre la belleza, la belleza que nos habla de Dios y que de modo especial nos acompaña y nos eleva el espíritu en los cantos, signos y celebraciones de este tiempo pascual. La belleza como revelación cósmica de Dios a la humanidad desde la creación, y la belleza como un camino de la humanidad hacia Dios. Sin duda, la contemplación de Jesús Resucitado transfigura la mirada del creyente. La liturgia de estos días, junto al júbilo y la alegría pascual, hace resonar frecuentemente palabras como gloria, esplendor, luz, irradiación. Y, como decía san Pablo, la gloria de Dios en el rostro de Cristo Jesús, hace que brille la luz en nuestros corazones (cf. 2Co 4, 6).
Una profunda belleza brota del núcleo de nuestra fe porque Dios es belleza y Jesucristo el más hermoso de los hombres. En la belleza podemos vislumbrar la presencia de Dios, capaz de transformar nuestro corazón y nuestra mirada. Son conocidos los casos del literato francés Paul Claudel o del filósofo español García Morente, que iniciaron su proceso de conversión conmovidos o seducidos por el canto y el marco de la catedral de París o por la sinfonía de La infancia de Jesús de Berlioz.
La Iglesia ha cultivado siempre la belleza como revelación de Dios, y como lugar de encuentro con quienes se sienten lejos de ella. Podemos recordar la hermosura de algunos himnos y narraciones bíblicas, la solemnidad y la dignidad de las celebraciones litúrgicas. Las iluminaciones de tantos códices medievales, la música y los cantos que expresan el júbilo de la fe, las pinturas y esculturas que recurren al arte para hacer visibles los personajes y acontecimientos de la historia de la salvación. En mi visita pastoral, hasta en los lugares más recónditos de nuestra diócesis, me sigo asombrando continuamente del capitel, del retablo o de la custodia que han hablado a tantas generaciones de cristianos con el lenguaje silencioso de la belleza. ¡Y cómo no mencionar la asombrosa belleza de nuestra Catedral! Benedicto XVI, con ocasión de su visita al templo de la Sagrada Familia, dijo algo que también podemos decir agradecidos y orgullosos de nuestra Catedral: «es un signo visible del Dios invisible, a cuya gloria se alzan estas torres, saetas que apuntan al absoluto de la luz y de aquel que es la Luz, la Altura, la Belleza misma».
La belleza, en la diversidad de sus manifestaciones, admira y seduce, suscitando una actitud sensible a los ecos y a los roces de una Belleza que nos desborda, nos abraza y nos envuelve. Muchas veces antecede incluso al testimonio de vida o al anuncio explícito del Evangelio. Por eso se ha redescubierto y revalorizado la via pulchritudinis (el camino de la belleza) como espacio en el que Dios se acerca a todos los hombres y en el que todo ser humano se puede sentir próximo a Dios. El mismo Benedicto XVI dice que «la belleza nos eleva más allá de nosotros mismos y por ello puede convertirse en un camino hacia lo trascendente, hacia el misterio último, hacia Dios».
Ello reclama de nosotros sensibilidad para gustar la belleza, de modo que forme parte de nuestra oración y nuestra meditación; y asimismo para cuidar nuestras celebraciones litúrgicas con una sencilla dignidad que no oscurezca su solemnidad. Como escribió san Juan Pablo II en su Carta a los artistas (1999), el arte es como un sacramento que nos desvela los misterios de la fe. Ello debe estimular nuestra imaginación y nuestra creatividad para fomentar el arte cristiano, en la medida de nuestras posibilidades, y apoyar a los artistas cristianos, que realizan sus obras desde la profundidad de su fe.
Desde este convencimiento hemos de conservar nuestro rico y abundante patrimonio artístico, tarea en la que con tanto esfuerzo trabaja la Delegación diocesana, para que pueda irradiar toda su belleza también en la actualidad. El patrimonio no es un depósito, un museo o un almacén de objetos valiosos. Es un testimonio que sigue hablando a nuestros contemporáneos a través de su belleza. El patrimonio, la via pulchritudinis, el camino de la belleza, puede alimentar nuestra fe y puede contribuir a la tarea de la evangelización.
Fidel Herráez Vegas, archiburgos.es/
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