(Cfr. www.almudi.org)
(Pr 9,1-6) "Comed de mi pan y bebed el vino que he mezclado"
(Ef 5,15-20) "Daos cuenta de lo que el Señor quiere"
(Jn 6,51-58) "Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida"
El Padre que vive me ha enviado, y Yo vivo por el Padre; del mismo modo el que me come vivirá por Mí”. Jesús no nos ha dado solamente una doctrina y un ejemplo para que sepamos orientarnos cara a la felicidad eterna que nos aguarda en el Cielo, se nos ha dado Él mismo.
La presencia de Cristo en la Eucaristía y su deseo de que nos alimentemos de ella es el testimonio más elocuente de su amor por nosotros. Es la Alianza nueva y eterna, un pacto por el que Dios se compromete a no abandonar a los suyos en sus necesidades y por el que honra al hombre que más puede enorgullecerle. Una amistad, una intimidad que eclipsa a cualquier otra que una persona humana pueda disfrutar en esta tierra.
Una persona puede dar a otra que se cruza en su camino cosas de su propiedad y que son signos de su afecto, su confianza, su gratitud, su fidelidad. Las personas pueden hacer que otras participen de sus conocimientos, sus experiencias, sus vivencias, sus proyectos, su dinero..., incluso pueden darse a sí mismo. No dar cosas suyas sino darse ellas mismas. Es el amor de amistad, o el conyugal también, en el que se realiza un intercambio en la manera de pensar, de sentir, imaginar y querer, que desemboca en un proyecto común. También en la Eucaristía se realiza una unión similar, con la diferencia de que en Cristo no hay defectos ni limitaciones de ningún género. Esta unión nos enriquece más que ninguna otra porque nos hace concorpóreos y consanguíneos de Jesucristo. Esto es, nos va endiosando, purificándonos, comunicándonos su vida inmortal. Los frecuentes encuentros con Él en la Comunión van transformándonos poco a poco, santificándonos. “Dándose a nosotros, Cristo reaviva nuestro amor y nos hace capaces de romper los lazos desordenados con las criaturas y arraigándonos en Él” (C.E.C. 1394).
“¿Cómo escapar, en medio de las luchas de la vida, a esos inevitables desfallecimientos que acaecen a pesar de nuestro y a causa de nuestra fragilidad? Las múltiples inclinaciones, que sin cesar renacen, de nuestro amor propio, de nuestra sensibilidad desordenada, de nuestro temperamento, las mil ocasiones de caída que sorpresivamente se nos atraviesan en nuestra vida, siempre sobrecargada, la perenne dispersión a las que nos empujan nuestras actividades profesionales y sociales, el agotamiento, la anemia espiritual, que nos acechan sino no sabemos hacer que todo vuelva a la unidad por el amor; todo este lote de disipación cotidiana que nos desvía del pensamiento único de Dios, encuentra maravilloso remedio en la Comunión diaria” (M. M. PHILIPON).
Quien comulga queda fuertemente enraizado en la vida gloriosa de Cristo. S. GREGORIO DE NISA explica en sus Discursos Catequéticos, 37, que el hombre comió un alimento mortífero. Debe tomar, por tanto, un medicamento al igual que los que toman un veneno deben ingerir un contraveneno. Este medicamento de nuestra vida no es otro que el cuerpo de Cristo que ha vencido a la muerte y es la fuente de nuestra vida, y por la mediación de sus fuerzas inmortales se reparan los daños de aquel veneno. La Eucaristía no sólo concede un derecho a la futura resurrección, sino que glorifica toda la realidad corpórea humana y la prepara para la incorruptibilidad. Ella siembra un germen de inmortalidad en la criatura humana.
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