(Cfr. www.almudi.org)
Amor y veneración al sacerdocio
«Y llamó a los doce y comenzó a enviarlos de dos en dos, dándoles potestad sobre los espíritus inmundos. Y les mandó que no llevasen nada para el camino, ni pan, ni alforja, ni dinero en la bolsa, sino solamente un bastón; y que fueran calzados con sandalias y no llevaran dos túnicas. Y les decía: Si entráis en una casa, permaneced allí hasta que salgáis de aquel lugar. Y si en algún sitio no os reciben ni os escuchan, al salir de allí sacudid el polvo de vuestros pies en testimonio contra ellos. Y habiendo marchado, predicaron que hicieran penitencia; y expulsaban muchos demonios y ungían con óleo a muchos enfermos y los curaban.» (Marcos 6, 7-13)
I. Todos los bautizados nos podemos aplicarlas palabras de San Pablo a los cristianos de Éfeso, recogidas en la Segunda lectura de la Misa: nos eligió el Señor antes de la constitución del mundo para que fuéramos santos y sin mancha en su presencia, por el amor. Gracias al Bautismo ya la Confirmación, todos los fieles cristianos somos linaje escogido, una clase de sacerdotes reyes, gente santa, pueblo de conquista, «destinados a ofrecer víctimas espirituales que sean agradables a Dios por Jesucristo». Por la participación en el sacerdocio de Cristo, los fieles cristianos toman parte activa en la celebración del Sacrificio del Altar y, a través de sus tareas seculares, santifican el mundo, participando de esa misión única de la Iglesia y realizándola por medio de la peculiar vocación recibida de Dios: la madre de familia, en la plena realización de su maternidad con los deberes que lleva consigo; el enfermo, ofreciendo su dolor con amor; cada uno en sus labores y en sus circunstancias, convertidas día a día en una ofrenda gratísima al Señor.
Por voluntad divina, de entre los fieles, que poseen el sacerdocio común, algunos son llamados -mediante el sacramento del Orden- a ejercer el sacerdocio ministerial; éste presupone el anterior, pero se diferencian esencialmente. Por la consagración recibida en el sacramento del Orden, el sacerdote se convierte en instrumento de Jesucristo, al que presta todo su ser, para llevar a todos la gracia de la Redención: es un hombre escogido entre los hombres, constituido en favor de los hombres en lo que se refiere a Dios, para ofrecer dones y sacrificios por los pecados. ¿Cuál es, pues, la identidad del sacerdote? «La de Cristo. Todos los cristianos podemos y debemos ser no ya alter Christus, sino ipse Christus: otros Cristos, ¡el mismo Cristo! Pero en el sacerdote esto se da inmediatamente, de forma sacramental».
El Señor, presente de muchas maneras entre nosotros, se nos muestra muy cercano en la figura del sacerdote. Cada sacerdote es un inmenso regalo de Dios al mundo; es Jesús, que pasa haciendo el bien, curando enfermedades, dando paz y alegría a las conciencias; es «el instrumento vivo de Cristo» en el mundo, presta a Nuestro Señor la voz, las manos, todo su ser. En la Santa Misa renueva -in persona Christi- el mismo Sacrificio redentor del Calvario. Hace presente y eficaz en el tiempo la Redención obrada por el Señor. «Jesús -recordaba Juan Pablo II a los sacerdotes brasileños- nos identifica de tal modo consigo en el ejercicio de los poderes que nos confirió, que nuestra personalidad es como si desapareciese delante de la suya, ya que es Él quien actúa por medio de nosotros». En la Santa Misa es Jesucristo quien cambia la sustancia del pan y del vino en su Cuerpo y en su Sangre. Y «es el propio Jesús quien, en el sacramento de la Penitencia, pronuncia la palabra autorizada y paterna: Tus pecados te son perdonados. Y es Él quien habla cuando el sacerdote, ejerciendo su ministerio en nombre y en el espíritu de la Iglesia, anuncia la Palabra de Dios. Es el propio Cristo quien cuida a los enfermos, a los niños y a los pecadores, cuando les envuelve el amor y la solicitud pastoral de los ministros sagrados».
Un sacerdote es para la humanidad más valioso que todos los bienes materiales y humanos juntos. Hemos de pedir mucho por la santidad de los sacerdotes, hemos de ayudarles y sostenerlos con la oración y con nuestro aprecio. Debemos ver en ellos al mismo Cristo.
II. Jesús elige a los Apóstoles como representantes personales suyos, no sólo mensajeros, profetas y testigos.
Esta nueva identidad -actuar in persona Christi- se ha de manifestar en una vida sencilla y austera, santa; debe mostrarse en una entrega sin límites a los demás. El Evangelio de la Misa nos relata que Jesús los envió dándoles autoridad sobre los espíritus inmundos. Les encargó que llevaran para el camino un bastón y nada más: ni pan, ni alforja, ni dinero en la faja...
Dios toma posesión del que ha llamado al sacerdocio, lo consagra para el servicio de los demás hombres, sus hermanos, y le confiere una nueva personalidad. Y este hombre elegido y consagrado al servicio de Dios y de los demás, no lo es sólo en determinadas ocasiones, por ejemplo, cuando está realizando una función sagrada, sino que «lo es siempre, en todos los momentos, lo mismo al ejercer el oficio más alto y sublime como en el acto más vulgar y humilde de la vida cotidiana. Exactamente lo mismo que un cristiano no puede dejar a un lado su carácter de hombre nuevo, recibido en el Bautismo, para actuar "como si fuese" un simple hombre, tampoco el sacerdote puede hacer abstracción de su carácter sacerdotal para comportarse "como si" no fuera sacerdote. Cualquier cosa que haga, cualquier actitud que tome, quiéralo o no, será siempre la acción y la actitud de un sacerdote, porque él lo es siempre, a todas horas y hasta la raíz de su ser, haga lo que haga y piense lo que pensare».
El sacerdote es un enviado de Dios al mundo para que le hable de su salvación, y es constituido administrador de los tesoros de Dios: el Cuerpo y la Sangre de Cristo, que dispensa en la Misa y en la Comunión; y la gracia de Dios de los sacramentos, la palabra divina, mediante la predicación, la catequesis, los consejos de la Confesión. Al sacerdote le es confiada «la más divina de las obras divinas», como es la salvación de las almas; ha sido constituido embajador y mediador entre Dios y el hombre.
«Saboreo la dignidad de la finura humana y sobrenatural de estos hermanos míos, esparcidos por toda la tierra. Ya ahora es de justicia que se vean rodeados por la amistad, la ayuda y el cariño de muchos cristianos. Y cuando llegue el momento de presentarse ante Dios, Jesucristo irá a su encuentro, para glorificar eternamente a quienes, en el tiempo, actuaron en su nombre y en su Persona, derramando con generosidad la gracia de la que eran administradores».
Meditemos hoy junto al Señor cómo es nuestra oración por los sacerdotes, con qué finura los tratamos, cómo les agradecemos que hayan querido corresponder a la llamada del Señor, cómo les ayudamos para que sean fieles y santos. Pidamos hoy «a Dios Nuestro Señor que nos dé a todos los sacerdotes la gracia de realizar santamente las cosas santas, de reflejar, también en nuestra vida, las maravillas de las grandezas del Señor».
III. Ellos salieron a predicar la conversión, echaban muchos demonios, ungían con aceite a muchos enfermos y los curaban... También los sacerdotes son como una prolongación de la Humanidad Santísima de Cristo, pues a través de ellos se siguen obrando en las almas los mismos milagros que realizó el Señor en su paso por la tierra: los ciegos ven, quienes apenas podían andar recuperan las fuerzas, los que habían muerto por el pecado mortal recuperan la vida de la gracia en el sacramento de la Confesión...
El sacerdote no busca compensaciones humanas, ni honra personal, ni prestigio humano, ni mide su labor por las medidas humanas de este mundo... No viene a ser partidor de herencias entre los hombres, ni a redimirlos de sus deficiencias materiales -ésa es tarea de todos los cristianos y de todos los hombres de buena voluntad-, sino que viene a traernos la vida eterna. Esto es lo específico suyo; es, también, de lo que más necesitado anda el mundo; por eso hemos de pedir tanto que haya siempre los sacerdotes necesarios en la Iglesia, sacerdotes que luchen por ser santos. Hemos de pedir y fomentar estas vocaciones, si es posible, entre los miembros de la propia familia, entre los hijos, entre hermanos... ¡Qué inmensa alegría para una familia si Dios la bendice con este don! Todos los fieles tienen la gratísima obligación de ayudar a los sacerdotes, especialmente con la oración: para que celebren con dignidad la Santa Misa y dediquen muchas horas al confesonario; para que tengan en el corazón la administración de los sacramentos a enfermos y ancianos y cuiden con esmero la catequesis; para que se preocupen del decoro de la Casa de Dios y sean alegres, pacientes, generosos, amables y trabajadores infatigables para extender el Reino de Cristo... Les ayudaremos en sus necesidades económicas con generosidad, procuraremos prestarles nuestra colaboración en aquello que podamos... Y jamás hablemos mal de ellos. «¡De los sacerdotes de Cristo no se ha de hablar más que para alabarles!».
Si alguna vez vemos en alguno de ellos faltas y defectos, procuremos excusarlos, disculparles, y hacer como aquellos buenos hijos de Noé: taparlos con la capa grande de la caridad. Será un motivo más para ayudarles con un comportamiento ejemplar y con nuestra oración y, cuando sea oportuno, con una corrección fraterna y filial a la vez.
Para crecer en amor y veneración a los sacerdotes nos pueden ayudar estas palabras que Santa Catalina de Siena pone en boca del Señor: «No quiero que mengüe la reverencia que se debe profesar a los sacerdotes, porque la reverencia y el respeto que se les manifiesta no se dirige a ellos, sino a Mí, en virtud de la Sangre que Yo les he dado para que la administren. Si no fuera por esto, deberíais dedicarles la misma reverencia que a los seglares, y no más (...). No se les ha de ofender: ofendiéndolos, se me ofende a Mí, y no a ellos. Por eso lo he prohibido, y he dicho que no admito que sean tocados mis Cristos».
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
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