
Dar a Dios lo que es de Dios
“En aquel tiempo, los fariseos
se retiraron y llegaron a un acuerdo para comprometer a Jesús con una
pregunta. Le enviaron unos discípulos, con unos partidarios de Herodes, y
le dijeron: -Maestro, sabemos que eres sincero y que enseñas el camino
de Dios conforme a la verdad; sin que te importe nadie, porque no te
fijas en las apariencias. Dinos, pues, qué opinas: ¿es lícito pagar
impuesto al César o no?
Comprendiendo su mala voluntad, les dijo Jesús: -¡Hipócritas!, ¿por qué me tentáis? Enseñadme la moneda del impuesto.
Le presentaron un denario. El les preguntó: -¿De quién son esta cara y esta inscripción?
Le respondieron: -Del César.
Entonces les replicó: -Pues pagadle al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” (Mateo 22,15-21).
Comprendiendo su mala voluntad, les dijo Jesús: -¡Hipócritas!, ¿por qué me tentáis? Enseñadme la moneda del impuesto.
Le presentaron un denario. El les preguntó: -¿De quién son esta cara y esta inscripción?
Le respondieron: -Del César.
Entonces les replicó: -Pues pagadle al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” (Mateo 22,15-21).
I. La Primera lectura de la Misa nos
muestra cómo Dios elige sus instrumentos de salvación donde quiere.
Para sacar a su Pueblo del destierro se valdrá de Ciro, un rey pagano.
También se sirve el Señor de la autoridad política para hacer el bien,
pues nada existe fuera de su dominio paternal.
En el Evangelio del día, ante una
pregunta insidiosa, Jesús reafirma el deber de obedecer a la autoridad
civil. Unos fariseos, unidos a los herodianos, con los que habían hecho
causa común para atacar al Señor, le preguntaron si era lícito pagar el
tributo al César. El pago de estas contribuciones era considerado por
algunos como una colaboración con el poder extranjero, que con su
autoridad ‑pensaban‑ limitaba el dominio de Dios sobre el Pueblo
elegido. Si el Maestro lo admitía, los fariseos le podrían considerar
como colaborador del dominio romano, y desacreditarlo ante una buena
parte del pueblo; si se oponía, los herodianos, amigos del poder
establecido, tendrían motivo para denunciarle a la autoridad romana.
Jesús da una respuesta de una hondura
divina, más allá de lo que le habían preguntado, y contesta a la vez con
toda exactitud a la cuestión que le han planteado. No se limita al sí o
al no. Dad al César lo que es del César, enseña el Maestro, lo que le
corresponde (tributos, obediencia a las leyes justas...), pero no más de
ello, porque el Estado no tiene una potestad y un dominio absolutos.
Como ciudadanos normales, los cristianos tienen «el deber de aportar a
la vida pública el concurso material y personal requerido por el bien
común». Por su parte, las autoridades están gravemente obligadas a
comportarse con equidad y justicia en la distribución de cargas y
beneficios, a servir al bien común sin buscar el provecho personal, a
legislar y gobernar con el más pleno respeto a la ley natural y a los
derechos de la persona: a la vida desde el momento de su concepción, el
primero de todos los derechos; protección a la familia, origen de toda
sociedad; libertad religiosa; derecho de los padres a la educación de
los hijos... ¡Ay de los que dan leyes inicuas!, clama el Señor por boca
del Profeta Isaías.
Deber de todos los cristianos es rogar
al Señor por los que están constituidos en autoridad, pues es mucha la
responsabilidad que tienen sobre sí. Por nuestra parte, los cristianos
hemos de ser ciudadanos que cumplen con exactitud sus deberes para con
la sociedad, para con el Estado, para con la empresa en la que
trabajamos...: no deben existir colaboradores más leales en la promoción
del bien común. Y esta fidelidad nace a la vez de nuestra conciencia,
pues esas prestaciones deben ser también para nosotros los cristianos
camino de santidad: el pago de los impuestos justos, el ejercicio
responsable del voto, la colaboración en las iniciativas que lleven a
una mejora de la ciudad o del pueblo, la intervención en la política si a
eso nos sentimos llamados... Examinemos hoy delante del Señor si
verdaderamente podemos ser ejemplo para muchos por nuestra colaboración,
por el sentido positivo con que nos disponemos siempre a promover el
bien de todos.
II. El Señor, ante la pregunta de
fariseos y herodianos, reconoció el poder civil y sus derechos, pero
avisó claramente que deben respetarse los derechos superiores de Dios,
pues la actividad del hombre no se reduce a lo que cae bajo el ámbito de
la ordenación social o política. Existe en él una dimensión religiosa
profunda, que informa todas las tareas que lleva a cabo y que constituye
su máxima dignidad. Por eso, sin que nadie le preguntara, añadió el
Señor: Dad... a Dios lo que es de Dios.
Cuando el cristiano actúa en la vida
pública, en la enseñanza, en cualquier empeño cultural..., no puede
guardar su fe para mejor ocasión, pues «la distinción establecida por
Cristo no significa, en modo alguno, que la religión haya de relegarse
al templo ‑a la sacristía‑ ni que la ordenación de los asuntos humanos
haya de hacerse al margen de toda ley divina y cristiana». Por el
contrario, los cristianos han de ser luz y sal allí donde se encuentren,
han de convertir el mundo, con frecuencia el pequeño mundo en el que se
desarrolla su vida, en un lugar más humano y habitable, donde los
hombres encuentren con más facilidad el camino que les lleva a Dios. Los
seglares cumplen «la misión de la Iglesia en el mundo, ante todo, con
la concordancia entre su vida y su fe, con la que se convierten en luz
del mundo; con la honradez en todos los negocios, la cual atrae a todos
hacia el amor de la verdad y del bien y, finalmente, a Cristo y a la
Iglesia; con la caridad fraterna, por la que, participando en las
condiciones de vida, trabajo y sufrimientos y aspiraciones de los
hermanos, disponen insensiblemente los corazones de todos hacia la
acción de la gracia salvadora; con la plena conciencia de su papel en la
edificación de la sociedad, por la que se esfuerzan en llenar de
magnanimidad cristiana su actividad doméstica, social y profesional».
III. El cristiano, al actuar en la vida
pública, al expresar su opinión ante esos temas fundamentales que
configuran una sociedad, lleva consigo una luz poderosa, la luz de la
fe. Sabe muy bien que las enseñanzas de Dios, expuestas por el
Magisterio de la Iglesia, no sólo no suponen un obstáculo para el bien
de las personas y de la sociedad, o para el progreso científico. Por el
contrario, son una guía para su realización. Cuando, por ejemplo, el
cristiano advierte la índole indisoluble que por su naturaleza tiene
todo verdadero matrimonio, está señalando una pista de bien social, una
garantía para que se conserve sana una sociedad. Está aportando un dato
importantísimo para el bien de todos. Por eso, no tiene una postura
encogida, preocupada por las opciones que le están vedadas. ¡Es mucho lo
que tiene que aportar al mundo, como hicieron los cristianos de los
primeros tiempos! Debe saber que, si tiene una conciencia bien formada
en aquellos criterios básicos, puede prestar un bien inmenso a sus
conciudadanos. ¡Tiene en sus manos una gran luz en medio de tanta
oscuridad!
No debe ocurrir lo que señalaba el
Cardenal Luciani, más tarde Juan Pablo I: «En esta sociedad se ha creado
un enorme vacío moral y religioso. Todos parecen espasmódicamente
lanzados hacia conquistas materiales: ganar, invertir, rodearse de
nuevas comodidades, pasarlo bien (...). Dios ‑que debería invadir
nuestra vida‑ se ha convertido, en cambio, en una estrella lejanísima, a
la que sólo se mira en determinados momentos. Creemos ser religiosos
porque vamos a la iglesia, tratando después de llevar fuera de la
iglesia una vida semejante a la de tantos otros, entretejida de pequeñas
o grandes trampas, de injusticias, de ataques a la caridad, con una
falta absoluta de coherencia». No es así como podremos dar a Dios lo que
es Dios, sino con el testimonio de una vida coherente, sintiéndonos
hijos de Dios en el parlamento y en la conversación amable en casa de
unos amigos, con el convencimiento de que sólo en el seno de la Iglesia
se guardan los valores que pueden llenar ese «tremendo vacío moral y
religioso». Una sociedad sin estos valores está abocada a una creciente
agresividad y también a una progresiva deshumanización. Dios no es «una
estrella lejanísima», inoperante, sino una poderosa luz que da sentido a
todo el quehacer humano. Somos los cristianos, unidos a otros hombres
de buena voluntad, los que tenemos la posibilidad de salvar este mundo.
¡Cómo vamos a estar encogidos cuando defendemos el valor de la vida
humana desde sus comienzos ‑frente a las aberraciones a las que pueden
dar lugar las manipulaciones genéticas‑, o el derecho de los padres a la
educación de sus hijos, a que se les imparta una enseñanza católica en
las escuelas si así lo desean!
...A Dios lo que es de Dios. Del Señor
es la vida de los hombres, desde su concepción; y la familia, a la que
santificó en Nazareth, basada en un matrimonio indisoluble, como Él
mismo lo declaró ante el escándalo de los que le escuchaban; y la
conciencia de los hombres, que debe ser formada para que sea luz que
ilumine sus caminos; y la fuente de la vida, que los hombres no pueden
cegar...
Todo en nuestra vida es del Señor, ¿cómo
nos vamos a reservar parcelas donde Él no pueda estar presente? Pidamos
a Nuestra Señora que nos dé la alegría santa de sentirnos en toda
ocasión hijos de Dios, y de actuar como tales con responsabilidad
personal.
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